Stefano Mancuso dio al play y en la pantalla apareció una judía trepando a velocidad insólita por una pared. Mancuso y el también botánico Frantisek Baluska pasaban unos días de vacaciones en España invitados por su colega Paco Calvo, filósofo de la ciencia. Los tres contemplaron la judía boquiabiertos antes de seguir hablando sobre el “cerebro” de las plantas y sobre cómo la fotografía secuencial permite acelerar el movimiento para intuir mejor cómo actúan, qué buscan, ¿cómo piensan? los vegetales.
La tecnología aplicada al estudio de flora y la conciencia de ignorar aún prácticamente todo sobre aquel universo esencial para el planeta, zambulló a Calvo en una serie de especulaciones y propósitos que derivó en el Laboratorio de Inteligencia Mínima (MINT Lab), el centro de la Universidad de Murcia que dirige y donde se investiga la “inteligencia” de las plantas.
Antes, Calvo había pasado un año en Edimburgo estudiando en tres departamentos: filosofía, psicología y biología vegetal. Observó que la mente humana considera más inteligentes a los seres capaces de comerse a otros, y a los que poseen mayor movilidad. Según este ranking, la inmovilidad de las plantas las condenaría a una suerte de perpetua estupidez.
Pero.
Las plantas se encuentran entre las formas de vida más antiguas del planeta, suman millones de años vivas. Esto sugiere que han entendido algo sistémico y fundamental que podría enseñarnos mucho. Es lo que intenta explicarnos Paco Calvo en su Planta sapiens, ensayo escrito en inglés que, tras ser destacado en Gran Bretaña entre los mejores del año, se publicó en español, lengua materna del autor. Significativo.
Calvo sabe que se enfrenta a un marco mental que entroniza a la Humanidad y minusvalora al resto de seres vivos –le han llamado desde iluso a freaky al afirmar que una planta puede ser inteligente–, y por eso acude a pruebas científicas para revelar la existencia de unas capacidades y un potencial que podrían ayudarnos a empatizar con esas desconocidas y sacudirnos de una vez lo que los botánicos James Wandersee y Elizabeth Schussler denominaron en 1993 la “ceguera a las plantas”.
Calvo asume que ni siquiera la ciencia cambia una idea si no la acompaña un buen relato, y por eso propone un libro que igual alaba a la cinchona officinalis, de la que se extrae la quinina antimalaria, o la digitalis purpurea, ideal para tratar un fallo cardíaco, que insinúa paralelismos entre el sistema nervioso de los animales y lo que podría ser su equivalente vegetal. Además de recordar a Darwin, quien, confinado por un eczema, dijo “me están divirtiendo mucho mis zarcillos”, y, a base de observar plantas, fue el primero en señalar conductas en el reino de las raíces y los tallos.
“Si las plantas hablaran, no las entenderíamos”, sentenció Ludwig Wittgenstein, resumiendo la distancia enorme entre su “comunicación” y la nuestra. Calvo se postula como traductor de aquel mundo, inscribiéndose en la tradición de investigadores vanguardistas como José Celestino Mutis, quien con la Real Expedición Botánica redimensionó el concepto “verde”; y añadiendo un título a esa literatura que los anglos llamaron nature writing desde que Henry David Thoreau se instalara junto al lago Walden a escribir su libro mítico.
Thoreau prestó singular atención a árboles, plantas, y describió los detalles de su huerto, concediendo protagonismo, él también, a las judías. Poco después, el poeta Walt Whitman publicó otro título primordial: Hojas de hierba. Y autores como el naturalista colombiano Joaquín Antonio Uribe siguieron esa estela –y la de Humboldt– aportando obras al estilo de Cuadros de la naturaleza, donde la mimosa o las plantas carnívoras fulguran.
Sin embargo, el siglo XX fue desplazando a las plantas del relato de un Occidente arrobado por las máquinas, en contraste con la defensa de lo elemental mantenida en tantas comunidades indígenas. En Trenzas de hierba sagrada, la potawatomi Robin Wall Kimmerer explica que la Mujer Celeste creó el jardín que su pueblo continúa mimando integralmente, porque “si un árbol da frutos, todos dan frutos. Aquí no hay solistas”. Aquí es el planeta, la naturaleza toda.
La asunción de las dependencias globales permite entender la importancia del mutualismo, de los cuidados correspondidos. Por eso los potawatomi admiran la capacidad de las raíces para apoyarse entre ellas, con los hongos como maestros. Este asombro desata la poesía, las metáforas, de una Wall Kimmerer cuyo último libro acaba de llegar al español: Reserva de musgo.
Desde la India, Vandana Shiva se ha convertido en la Rachel Carson de las semillas, liderando la literatura de denuncia contra quienes imponen monocultivos. “Somos suelo. Somos tierra”, recuerda Shiva, señalando cómo el cultivo masivo de cereales, arroz, maíz, sorgo, acaba favoreciendo el uso de pesticidas y fertilizantes que envenenan la tierra, estimulan las plagas y repercuten en una pésima salud global.
Shiva propone cultivos ecológicos que contrarresten lo que considera el gran engaño de la Revolución Verde, la campaña empresarial que un puñado de empresarios de la alimentación y la industria química supo endilgarnos gracias a su narrativa: ¡solo así podremos alimentar a los millones que pueblan el mundo!, dijeron. Mintieron, según Shiva.
El uso industrial de la tierra ha despersonalizado a los vegetales. Suena raro, pero así es. En las sociedades animistas precristianas, las amazónicas, los inuit o los pueblos indígenas del Canadá subártico, las plantas, como los animales, se consideran personas. Solo las últimas crisis han permitido que empiecen a distinguirse árboles, ríos, montañas, con derechos legales.
La conexión íntima con nuestros vecinos no humanos se cuenta desde Gilgamesh, la obra más antigua conocida. En ella, Gilgamesh desafía a los dioses talando un bosque de cedros. ¿El castigo? Padecer las consecuencias de su barbaridad. La pena que augura el yanomami Davi Kopenawa es La caída del cielo. Así ha titulado el libro –Bruce Albert convirtió el relato oral de Kopenawa en escritura–, donde reivindica el alma de animales y plantas, y la necesidad de respetarla para que el cielo no se derrumbe aplastándonos.
Hoy, el bosque, la selva, marcan el límite de “lo civilizado”. Las fronteras de muchos países las marcan grandes masas de vegetación a menudo no mapeadas... porque no forman parte del centro. Son “afuera”. La probable raíz latina de bosque, foris, significa afuera. Pero, ¿qué es afuera? La mayoría identifica centro con ciudad. Lo demás es afuera. “Está claro que hoy vivimos en un mundo de no excéntricos”, escribió Italo Calvino, uno de los clásicos más apegados al medioambiente, creador del barón rampante o Palomar, individuos atraídos por el desorden de los bosques o las malas hierbas urbanas.
En semejante contexto, escribir sobre naturaleza deviene un gesto de inconformismo de quienes, como John Fowles sugirió, intuyen que “hasta los bosques más ilegibles son más interesantes que cualquier novela imaginable”. Pero no tantos piensan así. Leonardo Da Vinci indicó que “sabemos más de los cuerpos celestes que del suelo que pisamos”, y cinco siglos después David W. Wolfe afirmaba que nuestra cortedad de miras nos ha convertido en “chovinistas de la superficie”, desatentos a la profundidad de las raíces.
Aunque aquí estamos para hablar de excepciones como David George Haskell, que dedicó un año a describir los cambios observados En un metro de bosque, brindando una delicia narrativa que permite ver el paso del tiempo en ese perímetro mínimo: cómo la caída de las hojas abre paso a la luz y, entonces, un lecho que durante meses fue umbrío, florece.
Haskell entrega tiempo a un espacio que para muchos no merecería un segundo, y accede a su vibración, que transmite con esa prosa elegantemente sobria común a varios literatos naturalistas, entre los que se distinguen horticultores y jardineros, desde Penelope Lively a Karel Capek o Reginald Arkell. Todos transmiten el latido de las tierras que cultivaron, y por lo tanto conocieron de la manera más íntima.
Santiago Beruete forma parte del club. Este antropólogo, filósofo, jardinero y maestro despunta como virtuoso del relato emocionante, combinando iluminadoras estadísticas con historias simbólicas que vinculan a humanos con flores o árboles. Ahí una: Julia Butterfly fijó el récord de permanencia en altura vegetal al pasar 738 días en lo alto de una secuoya californiana.
Con destreza de cuentista, Beruete tiende hilos que pueden unir realidad con ficción. De niño, cayó de un ciruelo. El golpe le provocó una pérdida de memoria que le impidió encontrar un “tesoro” que había escondido en la fronda. Pasó una buena temporada imaginando dónde estaría el botín, y esas fantasías infantiles, y las adultas experiencias con sus alumnos, le animaron a trabajar unos creativos ensayos que pivotan en hechos reales deslizando una impactante carga filosófica, episodios ejemplares de la relación humanos-flora que van desde relatos protagonizados por anárquicos lanzadores de bombas de barro cargadas con semillas que fertilizarán terrenos desiertos, a otros de chavales que, al cooperar en huertos urbanos, mejoran su rendimiento escolar.
Con Beruete aprendemos desde proverbios chinos –“El árbol torcido vive su vida / El árbol recto acaba en tabla”– a palabras nuevas, porque el autor opina que el lenguaje nos regenera, de ahí que sus títulos sean Jardinosofía, Verdolatría, Aprendívoros... o nos inicie a la colapsología, el tecnosolucionismo y a incontables términos gráficamente frescos fruto de una imaginación esplendorosa.
En su último libro, Un trozo de tierra, opta por volcarse en la ficción, firmando relatos que reflejan conflictos e ilusiones a partir de nuestros nexos verdes: niños soldado que se reinsertan cultivando huertos, comunidades autosuficientes bloqueadas por políticos, androides que sueñan jardines... todo para seducirnos, para recordarnos que cualquier cambio posible en el planeta deberá empezar por una nueva relación con la tierra.
*Escritor español. Su última novela es Delta (Seix Barral, 2023).