El año 2024 ha llegado candente a Colombia. Hemos presenciado altas temperaturas e incendios devastadores en varios ecosistemas importantes del país. Nuestra respuesta como ciudadanos suele aparecer en forma de activismo emocional y momentáneo que en medio de la crisis no es muy útil. Otros más impávidos se preguntan: ¿es esto normal? ¿Son eventos evitables?
Responder estas preguntas no es sencillo pues implica fortaleza para mirarnos como sociedad en un espejo en el que no queremos vernos. Como ecóloga que pretender estudiar las transformaciones de la naturaleza, me la paso todo el tiempo teniendo conversaciones en los taxis y en las peluquerías sobre la relación directa entre las catástrofes ambientales y el carro. La información es recibida con interés, he obtenido rebaja en el arreglo de las uñas, y una vez un taxista entusiasmado me quiso invitar a dar una charla a los colegas.
Plantear acciones frente a los cambios de esta época requiere primero entender la justa dimensión del problema. No ayudan posiciones como el negacionismo del cambio climático, muy de moda entre políticos “carismáticos”, o la eco-ansiedad, que es la tendencia contemporánea a evitar conocer información sobre cambio global porque nos causa desolación. Ambas posiciones son más comunes de lo que pensamos, y no son exclusivas de ignorantes, insensibles o apáticos. En muchos casos el estado de bienestar, que es sin duda un privilegio, nos nubla la empatía con el planeta y con nuestra especie.
Frente a los incendios que nos acompañan desde que empezó el año es necesaria una mirada integradora. Fue impactante ver las escenas de enero en el cerro El Cable en Bogotá. La luz de las llamas, el humo y el calor se sentían en los edificios de la avenida Circunvalar, estudiantes y familias tuvieron que mantener cerradas las ventanas durante varios días o incluso evacuar. La tragedia ambiental “se nos metió al conjunto” e incluso a lugares más profundos de la mente, como un recorderis de nuestra vulnerabilidad. Además de poderla sentir y oler en la capital, en el resto del país se podía seguir la tragedia en vivo y en directo por televisión y redes sociales. En total, 55 hectáreas fueron afectadas.
Casi al mismo tiempo sucedía un incendio en el Páramo de Berlín, en Santander, 400 hectáreas de un ecosistema estratégico para la regulación hídrica ardieron durante cuatro días. Ver los frailejones quemados y sin hojas fue demoledor y era inevitable imaginar que uno de ellos era el simpático personaje Ernesto Pérez. Los páramos son ecosistema esponja que están llenos de agua, verlos arder fue evidencia de alteraciones graves. De nuevo la sensación de vulnerabilidad presionaba el pecho de quienes vivimos en las ciudades: el agua de Bucaramanga proviene de esta zona.
En ambos casos hubo intentos de movilización para apoyar la situación: llevar agua, sembrar, salvar animales. Loables y entendibles intensiones, pero en el momento culmen de la crisis más que ayudar, esas iniciativas podían entorpecer la acción de las autoridades. Los expertos hicieron un llamado a la calma y a elaborar un plan basado en el conocimiento experto. Suena como una respuesta burocrática frente a eventos tan abrumadores, pero la naturaleza tiene otros tiempos y para intervenirla se requiere humildad y sensatez. No hacerlo podría causar efectos peores como la introducción de especies que favorecen el fuego.
Febrero llegó con un frente frío que provocó lluvias y controló los focos de fuego. También se enfriaron la tristeza y las buenas intenciones del público general, y la “eco-ansiedad”, que se manifestaba en redes sociales, desapareció. La vida siguió con su ritmo acelerado de inicio de año en una Colombia que es montaña rusa.
Un mes después, a finales febrero, apareció sin mucho bombo la noticia de nuevos incendios en Vichada. Aproximadamente 8.500 hectáreas fueron afectadas en Puerto Carreño. Las imágenes pasaron discretamente por nuestras pantallas, incluso habiendo indicios de que existen pueblos indígenas no contactados en el área. La extensión es devastadora, incluso allá donde el fuego es frecuente y hace parte de las dinámicas naturales.
Nuestra percepción de gravedad es relativa e insensata: fueron 55 hectáreas en Bogotá, 400 en Santander y 8.500 en Vichada. La mayor conmoción en la ciudadanía la causó el incendio en la capital. La mayor conmoción en los ecosistemas y en los pueblos indígenas sin duda fue en el Vichada. En las ciudades no estamos acostumbrados a estas tragedias; las ambientales y de otros tipos suceden en otras partes y a otras gentes. En los medios dijeron que los culpables eran campesinos que hacen fogatas, nunca nosotros, citadinos que somos buenos y consideramos a Frailejón Ernesto Pérez un amigo más.
Estudié en la Universidad de Antioquia entre 1998 y 2005. Recuerdo a un reconocido profesor repetir con tono condescendiente que el cambio climático era natural, pues en la tierra se presentan periodos de calentamiento y enfriamiento cada 120.000 años, que se deben a oscilaciones de la órbita terrestre que altera la posición de la Tierra con respecto al Sol. Estas afirmaciones son verdad y las conocemos desde hace más de un siglo. El negacionismo climático no es una excentricidad sin fundamento de líderes como Trump o Bolsonaro. Lo que sucede es que son afirmaciones desactualizadas.
La ciencia contemporánea nos ha mostrado evidencias sofisticadas y precisas de otro proceso que se superpone con el anteriormente descrito: el aumento de los gases efecto invernadero está causando un calentamiento inusual en la temperatura de la Tierra. Estos gases provienen de la quema de combustibles fósiles que se acumulan en la atmósfera, creando una especie de abrigo de lana transparente cada vez más grueso. ¿Se imaginan usar un abrigo al lado de una llamarada? Bueno, así está la Tierra con el Sol, mientras nosotros estamos adentro.
Recuerdo haber hecho una exposición con carteleras hechas a mano sobre este tema en cuarto de primaria en 1990. La información la saqué de algún libro que encontré en la Biblioteca Publica Piloto. La acumulación de los gases efecto invernadero inició desde la revolución industrial, cuando empezamos a quemar carbón y petróleo masivamente con la máquina de vapor. El abrigo de lana que hoy usa la tierra se empezó a tejer desde 1850.
Recientemente me encontré en un semáforo a un excompañero de la universidad que es físico y geólogo. Me invitó a comer. En la cena, yo que siempre soy inoportuna le dije a propósito de su camionetón, que ya somos 8 mil millones de personas en la tierra y que el consumo de gasolina es insostenible. Era una especie de chiste cruel que le parece normal a alguien como yo, a quien las tías comparaban con la sabionda Prima Dona de Dejémonos de Vainas. A él no le pareció gracioso, y me dijo con la misma condescendencia del profesor: ¿Pero tú entiendes que el cambio climático es natural? Lástima no haber tenido las carteleras que hice en 4to A.
De mi profesor y de Trump, lo entiendo: el conocimiento se demora en ser incorporado en los discursos del propio conocimiento y de la toma de decisiones. De mi coqueto excolega del semáforo, que tiene mí misma edad, me parece inadmisible. Es el equivalente a encontrar un terraplanista, un negacionista de la evolución, o alguien que diga que el pobre es pobre porque quiere: la crisis global tiene causas estructurales.
2023 fue declarado por la agencia COPERNICUS como el año más caliente desde que la humanidad realiza mediciones, dijeron que “las temperaturas probablemente superan las de cualquier período de al menos los últimos 100.000 años”. El promedio global de enero y febrero de 2024 ha sido más caliente.
Incendios en Colombia siempre han existido, sobre todo en los meses cálidos y secos de principios del año. Hoy sabemos que las temperaturas excesivas provocadas por el cambio climático son el gran motor que los potencializa. Estas, al interactuar con la deforestación, la desecación, las malas prácticas de uso del bosque y la introducción de especies, crean una bomba que explota muy fácil.
Los incendios nos llaman la atención porque las llamas son escandalosas como la sangre. Pero en 2023 también se presentaron otras tragedias como fuertes oleajes que destruyeron las playas de Córdoba y Sucre y el calentamiento del agua del mar en nuestras costas, que debe haber afectado a los arrecifes coralinos. Si tuviéramos un personaje animado que fuera un coral, estaríamos pensando que le pasó lo mismo que a Ernesto Pérez en el de Páramo de Berlín. Hoy sabemos que milagrosamente los frailejones de dicho páramo no están muertos, pues solo se quemaron superficialmente, lo que nos da una luz de esperanza sobre su recuperación y nos compromete al monitoreo detallado y cuidadoso de esta área. Ernesto debe estar aún tarareando bajito por ahí.
Los incendios son un campanazo, un golpe de realidad, una cachetada. No podemos olvidar que son solo el síntoma. La dificultad para incorporar nuevas evidencias a nuestra concepción del mundo, la eco-ansiedad o el estado de bienestar actual no pueden ser el mecanismo inconsciente para evitar el dolor o el compromiso. La forma de lucha más efectiva es la reducción del consumo y la desaceleración de la vida.
*Bióloga y Ecóloga. Candidata a doctora Estudios Ambientales y Rurales, Universidad Javeriana