A los seis años, mientras mi hermano y yo nos arreglábamos para ir a estudiar y escuchábamos las noticias en la vieja radio, supe que quería convertirme en periodista, pero Siempre estuve rodeada de personas que tenían fe en mi futuro. Crecí con la influencia estrecha del escritor chocoano Miguel A. Caicedo. Él murió en 1995, el año en el que nací, pero su hija, la profesora Emilia Caicedo, me introdujo en la literatura negra cuando pisé la escuela. Ensayábamos por horas obras que aprendía de memoria, luego las declamaba frente al colegio y ella me animaba desde el público.
Emilia Caicedo creía en mí como todos los maestros que tuve en la Escuela Normal Superior de Quibdó, pero los demás, a diferencia de ella, esperaban que estudiara matemáticas, biología o química —las clases que más me gustaban—. ¿Dónde va a estudiar periodismo —se preguntaban — si en la UTCH (Universidad Tecnológica del Chocó) no hay programa de comunicación?
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Improbabilidades. Solo seis de cada 1.000 jóvenes afrodescendientes ingresan a la universidad en Colombia, según el Observatorio de Discriminación Racial. Improbabilidades. Mi cuerpo se deterioraba por la enfermedad de células falciformes (ECF), una malformación de los glóbulos rojos. Improbabilidades. En mi familia materna nadie se había profesionalizado.
Los episodios de la enfermedad, que solían durar hasta un mes, eran insoportables: los huesos me dolían y se me parecía a una de esas sierras que talan los árboles en el bosque. Cuando me hospitalizaban, mis compañeros de la escuela, unos niños negros como yo, dejaban sus cuadernos en mi casa. Mi mamá transcribía los apuntes.
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Era la estudiante más ausente de la escuela. “Tiene que repetir el año”, advirtió mi directora de grupo cuando estaba en primer grado. Que yo era muy buena estudiante, pero nunca estaba en clases, argumentó. Mi mamá decidió que estudiaríamos como si nos hubiéramos inscrito al curso las dos. Terminamos primero con un diploma de excelencia académica y la matrícula de honor. Repetimos esa hazaña en segundo, tercero, y los años escolares que siguieron.
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Cuando cumplí 14 la ECF me había dejado en paz, ya no me atormentaba con sus crisis todos los meses ni me postraba en cama más de 20 días. A los 14 seguía escuchando radio desde las cinco de la mañana. A los 14 se cruzó en mi vida la segunda Emilia Caicedo: el profesor Ángel Ramos. Hizo un casting para un programa de televisión que crearía con el canal regional para contar historias sobre jóvenes del Chocó. Me seleccionaron. A los 14 viajé por primera vez a Bogotá y presentamos el proyecto.
Por Chocó Positivo Juvenil —el nombre del programa— conocí a la tercera Emilia: Daniel Mera Villamizar, director de la Fundación Color de Colombia, quien después de un concurso de periodismo en el que compartí el primer lugar, me motivó a buscar una beca en Bogotá. Viajé por segunda vez a la capital en 2011, hice el proceso de admisión en el programa de Periodismo y Opinión Pública de la Universidad del Rosario y me postulé para una de las tres becas para estudiantes de grupos étnicos minoritarios; la fila de aspirantes era larga. Era mi única oportunidad. A las semanas recibí una llamada, era mía. Salté como una Catherine Ibargüen de 1.54 metros. En dos maletas me cupo la vida, me despedí de la familia, de mis amigos, de la casa y del viejo radio.
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Me convertí en periodista como lo imaginé cuando estaba en el Chocó. Antes de graduarme con honores del Rosario fui elegida como Colegial de Número de la universidad, un grupo de 15 estudiantes “escogidos como los mejores por sus cualidades morales y de conducta y sus especiales condiciones de liderazgo”. Hasta 2016, cuando Ginary Gutiérrez, ella abogada, y yo fuimos escogidas en esa cohorte, solo había registro de un colegial negro: Luis Antonio Robles, que estudió Jurisprudencia en 1868.
La Embajada de los Estados Unidos en Colombia me otorgó en 2015 la beca Martin Luther King Jr., y en 2021 me gradué de la Maestría en Periodismo del Rosario, que cursé becada, con mención de honor por excelencia académica.
En Bogotá tuve dos certezas. La primera: siempre, donde quiera que fuera, debía anunciarme como una mujer negra porque al entrar a cualquier salón no encontraba a nadie como yo. No había otra mujer negra del Chocó en la universidad, no la había en mi primer trabajo.