En la casa de los hermanos Morales quedaban “restos de la biblioteca familiar” y además algo del hábito lector del abuelo, más cotidianas evocaciones de versos y poetas. El autor invita a los lectores a entrometernos en unas vidas que crea o que recrea con sus detalles y sus recintos. Ojos hay, y oídos también, que se detienen en detalles que parecen meros adornos de la narración o arandelas en una biografía. Eso pasa con Tarde de verano, la novela que publicó Manuel Mejía Vallejo en 1980, en la que uno puede quedarse atrapado en la música o con los autores, obras y referencias literarias cuyo repertorio es apreciable y sugerente.
Nos dice el narrador que en la casa de los Morales había libros de Honoré de Balzac, Benito Pérez Galdós, José María Cordovez Moure, Tomás Carrasquilla y Emily Dickinson, entre “cerros de biografías”. Vemos a Eusebio Morales leyendo Piel de zapa y lo escuchamos recitando a Omar Khayyam. El narrador nos hace saber que en los estantes de la casa de las dos palmas abundaban libros del espiritismo francés del siglo XIX que había promovido Allan Kardec y nos recuerda conversaciones entre el tío bohemio y su amigo Elías Botero sobre César Vallejo. En la calle y los negocios del pueblo se escuchan poemas de Bécquer y Julio Flórez, populares en su tiempo, y de otros poetas ya olvidados como Giosuè Carducci. Los más atrevidos sabían quién era Sade y memorizaron epigramas clásicos recogidos, probablemente, de revistas y periódicos.
El lector veloz o el escéptico tomarán estas alusiones con pinzas. No como una descripción de la cultura pueblerina, si acaso como una intromisión del escritor que fuerza el contexto para darle espacio a sus gustos eruditos. Es un reflejo de la diferencia establecida entre la ciudad y el campo. Mejía Vallejo recrea ese desajuste en La casa de las Palmas: conversan el citadino Carlos Gómez y el campesino Efrén Herreros sobre la posibilidad de un matrimonio por conveniencia, como solía decirse, y en ella traslucen sus distintas mentalidades y las desestimaciones mutuas. La palabra rural no sugiere posibilidades burguesas e intelectuales; así resumió Malcolm Deas ese lugar común en una conferencia de 1983 recogida en su volumen Del poder y la gramática. La vida pueblerina estaría integrada por individuos analfabetos o, si mucho, por algunos espíritus gregarios sujetos a los dictados del catecismo, especialmente en las tierras frías. El historiador colombo-británico desafía esa mirada simple al estudiar la política local en la segunda mitad del siglo XIX.
Se puede aplicar la misma conclusión para la recepción literaria en el campo. Balandú, como síntesis ficticia de algunos pueblos de la colonización antioqueña del suroeste, también recoge rasgos de sus procesos espirituales. Para el caso de Jardín, por ejemplo, —la fuente menos disimulada de la creación de Mejía Vallejo— la relación que hizo el cronista municipal Manuel Díaz Sierra en los años treinta es ilustrativa. Cuenta Díaz que existían una tienda miscelánea en la que, entre otras cosas, se alquilaban los volúmenes de la Biblioteca Evar por treinta centavos mensuales “y así pudimos leer a Emilio Salgari y otras obras de autores clásicos”; un grupo teatral que escenificaba obras de Calderón de la Barca y otros autores del Siglo de Oro español; tertulias en un club exclusivo; presenta a un personaje destacado como lector de prensa y a otro que resumía las noticias radiales a una concurrencia selecta. Por la tradición oral del pueblo sabemos que ciertas obras prohibidas, como las de José María Vargas Vila, circulaban y se leían a escondidas. Para la región y el momento en que se desarrolla Tarde de verano —bien entrados los años treinta del siglo pasado—, el estudio de Renán Silva sobre la cultura popular durante la República Liberal ayuda a ampliar la descripción. El esfuerzo gubernamental por mejorar el horizonte cultural de los colombianos se expresó en el proyecto de las bibliotecas aldeanas y los cien títulos de la Selección Samper Ortega de Literatura Colombiana. Los paquetes incluían, además, volúmenes de biografías de la Colección Araluce de España, y resúmenes de obras de la literatura universal. Según Silva, en Antioquia se entregaron 99 colecciones, o sea a todos los municipios de entonces, aunque debe decirse que su introducción se dificultó en aquellos lugares donde los grupos más conservadores ejercieron la censura.
A grandes rasgos se pueden identificar tres fuentes de difusión literaria en la región. La primera que proviene del esfuerzo familiar o individual animado por las ideas modernas y seculares, y que se alimenta de la circulación de ideas y de libros. Los miembros de la familia Herreros y sus amigos van y vienen a la “capital diocesana”, a “la ciudad”, e incluso al exterior. En Tarde de verano son los sastres, boticarios y médicos los que se hacen cargo de los libros, los comentarios y las polémicas. Queda insinuada la presencia de individuos o pequeños grupos con inclinaciones teosóficas o masonas. La segunda es la fuente tradicional representada por el canon católico, la literatura clásica española y algunas obras colombianas del siglo XIX, que se materializa en la biblioteca parroquial, referida en La casa de las dos Palmas. La tercera estaría constituida por el esfuerzo oficial de los gobernantes que introdujeron novedades en la formación de los maestros y en los currículos.

Cuando Mejía Vallejo prologó Andágueda —la novela de Jesús Botero Restrepo— dijo: “Nos criamos en la misma región, y sus indios son mis indios”. Ese criarse debe entenderse en su plenitud, no solo como nutrición material y crecimiento físico, también como aprendizaje vital, desarrollo de la curiosidad y la sensibilidad, entrenamiento de la comprensión. La amalgama de paisaje, tipos humanos y socialización en ese lugar hizo que Manuel Mejía Vallejo postulara reiteradamente la tesis de que existía una singularidad que llamó el “país del suroeste”. Y en el mismo prólogo hace una lista, larga e incompleta, de los escritores y artistas que surgieron allí. Él mismo es la prueba de esa emanación telúrica y espiritual. Con escasos veinte años, apenas ido de Jardín con su familia, escribió La tierra éramos nosotros. Los farallones y los ríos, las casas y los caminos, las gentes y los dichos, las lecturas y las conversaciones, los aconteceres y las habladurías, habían henchido las yemas de sus dedos, que apuraban por convertir ese acervo en cuentos, novelas y poemas.
*Profesor emérito de la Universidad Eafit y asesor académico de Narrativas pueblerinas en Jardín.