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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • Fascinantes tragedias, pobrecitas víctimas

Fascinantes tragedias, pobrecitas víctimas

Las series o programas audiovisuales sobre crímenes verdaderos están en su cuarto de hora, aunque no se trata de un fenómeno nuevo. Esta reciente proliferación obliga, al menos, a un debate sobre nuestra inclinación a consumir como espectáculo el dolor de los demás.

Por: Pedro Adrián Zuluaga | Publicado

Durante la última década el popular subgénero conocido como True Crime ha proliferado en las pantallas, sobre todo —pero no solamente— en las plataformas de streaming. La corrección política con la que se promocionan estos productos parece tener un fondo de utilitarismo, explotación y cinismo. Los cuestionamientos éticos abundan, en especial desde las familias de las personas reales asesinadas, y en ellos se pone el acento en una discusión crucial de nuestros días: el lugar de las víctimas; “el True Crime a menudo se desvía hacia la explotación, incluso cuando afirma que actúa en interés de la justicia, la educación o explicación de los casos”, escribió Sara Stewart, investigadora de cine y cultura visual, que vive en Estados Unidos, en un artículo para CNN.

Stewart centra su columna de opinión en series como Dahmer (creada por Ryan Murphy y Ian Brennan para Netflix y lanzada en 2022) y Extremely Wicked, Shockingly Evil and Vile, conocida en español como Ted Bundy, durmiendo con el asesino, de 2019 y también distribuida por Netflix. Ambas coinciden en ser protagonizadas por actores jóvenes y guapos: Evan Peters fue Dahmer y Zac Efron interpretó a Bundy. “Una invitación —escribió Stewart— apenas escondida de empatizar en algún nivel con los famosos asesinos (o, como mínimo, considerarlos atractivamente glamurosos)”.

Las familias de las víctimas alegan, con frecuencia, no haber sido consultadas, y sentirse revictimizadas tras ver la representación explícita de los crímenes o el foco puesto en el criminal, con la casi inevitable identificación que esto supone. También cuestionan que los agresores reciban dinero o lleguen a acuerdos económicos para usufructuar sus crímenes. Un caso criminal se sigue ventilado en España. Patricia Ramírez, la madre de Gabriel Cruz, un niño de ocho años que fue asesinado por la novia de su padre, lucha por evitar la sobreexposición de ese drama familiar, tanto en la prensa como en los nuevos formatos audiovisuales que han tomado nota de la rentabilidad de estos temas. Es un fenómeno que recuerda la fascinación por el fascismo (trasladada al campo de la estética) analizada por Susan Sontag, la ensayista que en los últimos años nos puso a hablar de qué hacer ante el dolor de los demás.Más que solo cuestionar la inclinación de los creadores audiovisuales y su olfato bien entrenado para oler dónde hay una buena y lucrativa historia, nos tenemos que devolver la pregunta a nosotros mismos: por qué queremos ver —y disfrutamos—

las representaciones del dolor de los demás. ¿Por qué preferimos las imágenes del horror a las de la vida en su desenvolvimiento cotidiano? Patricia Ramírez solo quiere que su hijo sea recordado vivo, como aparece en una fotografía tomada pocos días antes de su asesinato, vestido con un gorro y una bufanda azul, no como un titular amarillista que lo eterniza como víctima.

Volver la vista atrás

Aunque películas y series sobre crímenes verdaderos experimentan su cuarto de hora (con picos tan altos que mucho ya anuncian su inminente declive), la representación de asesinatos reales se remonta al comienzo mismo del cine. La vena morbosa fue usada para atraer el público que, hace un poco más de un siglo, el nuevo medio necesitaba. El naciente invento del cinematógrafo buscó así consolidarse como un medio masivo de comunicación, aliado de la prensa escrita y anterior a la radio y la televisión. A la simple exposición de los crímenes el cine agregó un “tratamiento creativo”. Volveremos sobre ello.

Para lograr impactar a las audiencias, pasado ya el asombro ante el prodigio técnico de ver imágenes en movimiento, el cine necesitaba inventar una forma propia de contar historias y crear emociones. A David W. Griffith se le atribuyen grandes aportes en ese camino. Uno de esos hitos fundacionales es precisamente El nacimiento de una nación (1915), en cuyo núcleo está el asesinato de Abraham Lincoln, que ocurrió mientas el presidente de Estados Unidos asistía a una representación teatral. La célebre secuencia de la muerte de Lincoln es una tragedia humana y política convertida en un triunfo cinematográfico.

Mientras en el corazón del imperio americano ocurrían estas cosas, en las periferias del cine se movían fuerzas parecidas. En la génesis del cine colombiano también está la representación de un crimen que sacudió a la época. Bueno, en realidad de dos, que inauguraron la trístemente célebre estela de magnicidios que recorre nuestra historia política. En 1915, un año después del asesinato del líder liberal Rafael Uribe Uribe, los Di Domenico —una familia de empresarios italianos que administró teatros y tuvo la intención de crear una “Fábrica Nacional de Películas”— estrenaron El drama del 15 de octubre, un docudrama hoy inexistente y que causó un revuelo inmediato.

Parte del escándalo vino por cuenta de la indignación que a opinadores y familiares de Uribe Uribe les produjo la aparición en pantalla de los asesinos (dos artesanos enruanados: Leovigildo Galarza y Jesús Carvajal), y que les pagaran por ello, cosa que al parecer finalmente no ocurrió. Filmados en el Panóptico Nacional (hoy Museo), aparecían “gordos y satisfechos” empoderados de su nuevo papel de estrellas cinematográficas. Cualquier parecido con las discusiones recientes sobre la glamurización de criminales, convertidos por gracia de los media en celebrities, no es pura coincidencia.

El drama del 15 de octubre fue objeto de una censura social que obstruyó su exhibición y posterior conservación. Hoy es un vacío y un silencio que ha sido aprovechado por muchos artistas —entre ellos la artista plástica Ana María Montenegro, el cineasta Federico Atehortúa y el autor de cómics Rey Migas— para reflexionar sobre la escritura de la historia como un gran montaje lleno de complots y verdades a medias. Es lo que hace también el escritor Juan Gabrie Vásquez en La forma de las ruinas. Ante la ausencia de hechos verificables para reconstruir cómo se filmó El drama del 15 de octubre, el novelista los imagina.

Una película análoga a El drama de los Di Domenico se redescubrió en un cine viejo de La Paz en 2012. Se trata de El bolillo fatal o el emblema de la muerte, un documental mudo de 17 minutos, también censurado en su país, Bolivia, en 1927, año de su aparición. La película muestra el fusilamiento de Alfredo Jáuregui, acusado de asesinar al expresidente boliviano José Manuel Pando. Estas circunstancias la acercan a una serie fotográfica atribuida al colombiano Lino Lara, que reconstruye el atentado al presidente Rafael Reyes y registra el fusilamiento de los responsables. Sobre esta serie, conocida como Diez de febrero (1910), Mario Jursich escribió, en un artículo reciente publicado en Generación: “Lara mezcla sus fotografías de reportero, tomadas en el momento, con simulaciones teatrales realizadas varios años después” (https://www.elcolombiano.com/generacion/edicion-del-mes/dos-conjeturas-sobre-la-voragine-PL23935390). Cualquier parecido con el estilo narrativo de las actuales versiones audiovisuales de crímenes verdaderos tampoco parece ser coincidencia.

En la película boliviana, filmada por Luis del Castillo —un periodista que empezó a experimentar con el cine—, se ve a Jáuregui sonriendo ante la cámara, poco antes de ser fusilado. Después, el registro de su ejecución. Se ve que el fusilamiento es presenciado, como un vibrante espectáculo, por miles de personas; “la mayoría de ellos campesinos de La Paz”, agrega un artículo de la BBC (https://www.bbc.com/mundo/noticias/2012/12/121130_bolivia_bolillo_fatal_vs). En el mismo artículo, que recoge los incidentes en torno al encuentro del material, la familia de Jáuregui expresó su confianza en que el hallazgo del documental permitiría conocer la verdad sobre estos hechos del pasado y aclarar “una de las mayores injusticias en la historia boliviana”. La idea de que el cine pueda convertirse en una prueba judicial no es nueva. En los emblemáticos juicios de Nuremberg los registros audiovisuales fueron evidencias de los crímenes del nazismo. En los linderos del documental sobre crímenes, una película, The Thin Blue Line (Errol Morris, 1988), se ha vuelto un hito. Después del documental, y gracias a las “pruebas” que este aportó, Randall Dale Adams, un hombre condenado a pena de muerte por un homicidio que no cometió, fue absuelto y dejado en libertad.

Si vamos a consumir tragedias, qué les debemos a las víctimas

Bibiana Molina es la madre de Camilo Najar, un joven de Medellín que murió por una sobredosis con apenas 17 años y quien antes de su muerte presentó un casting para actuar en películas dirigidas por Theo Montoya: Son of Sodoma y Anhell69. Inicialmente, la señora Molina autorizó el uso de las imágenes del casting en las que aparecía su hijo, ya muerto, con la condición de que fueran usadas de manera respetuosa y positiva. Cuando se estrenó el corto Son of Sodoma (que tomó su título del nombre con el que aparecía Camilo en redes sociales y usaba su imagen también en el afiche), la madre presentó una tutela que buscó impedir que el corto circulara, por considerar que las circunstancias de la muerte de su hijo debían permanecer en un ámbito privado. Reclamaba el derecho a la intimidad personal, la imagen y el buen nombre.

La Corte Constitucional escogió la tutela para su estudio y mediante la sentencia T-025 de 2022 negó las pretensiones de Bibiana Molina. La sentencia terminó afirmando una vez más que la libertad de expresión, y dentro de ella la libertad artística, gozan de especial protección en un Estado de derecho. Citando a teóricos del documental dice que este es un “tratamiento creativo a (sic) la realidad”. Se lee en la sentencia: “El artista observa la realidad y construye un registro de (sic) audiovisual de ésta; pero las imágenes y los sonidos registrados son ordenados, fragmentados o modificados de tal manera, que no hay una mera reproducción de sucesos, sino un discurso sobre ellos”. Saldadas, no sin conflictos, las discusiones legales, volvemos al ámbito de una ética social. Dos madres, la de Gabriel Cruz y la de Camilo Najar, nos recuerdan que sus hijos no son actores, son personas. ¿Por qué en un presente en el que se ha creado toda una conciencia en torno al hecho de ser víctima, finalmente su voz, su necesidad o su deseo importan tan poco?.

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