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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

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¿Expoartesanías es ahora una feria elitista?

Una reflexión sobre el precio de las artesanías en las ferias que se realizan en el país, ¿es cierto que son altísimos? ¿Ahora solo pueden comprar quienes tienen mucho dinero o pertenecen a una élite?

Por: Miguel Osorio Montoya | Publicado

“Todas estas joyas y riquezas que estos indios é indias traían hase de entender que era en el tiempo de su libertad, antes que los españoles entrasen a sus tierras, y al tiempo que entraron las tenían y usaban ellas, pero después que tantas veces han sido despojados de todo el oro y joyas que poseían, ya no usan de estas grandezas”.

Fray Pedro de Aguado.

En Expoartesano 2024 colgaron un hermoso chinchorro guajiro. Con sus flecos, borlas, faldón y macramé, sobresalió entre miles de piezas hechas a mano, traídas desde el Putumayo, el litoral del Pacífico o la Depresión Momposina. Afortunado el que pudiera mecerse sobre él, dormir la borrachera en el bamboleo tierno del hilo trenzado por manos diestras, callosas, acostumbradas a tejer como a despellejar chivos. ¿Cuánto cuesta? Preguntó un asistente, saliendo de la ensoñación y entrando en lo mundano: cuatro millones de pesos, le respondieron. La fantasía indiana de descansar sobre el chinchorro se desvaneció.

¿Puede una artesanía costar cuatro millones de pesos? ¿No es acaso una elitización de lo popular? ¿La feria está hecha para ricos? Esas y otras preguntas se hicieron en el consejo editorial de esta revista. La respuesta rápida es que no, en Expoartesano se ofrecen productos desde precios muy bajos hasta piezas millonarias, como el hermoso chinchorro guajiro tejido a mano, cuya fabricación puede tardar hasta seis meses. Más bien hay que mirar qué entendemos por artesanía, un concepto amplio y a veces mirado con desdén o un exotismo superficial.

El sombrero vueltiao es el símbolo colombiano por antonomasia. En 2004 fue elevado a Símbolo Cultural de la Nación mediante la ley 908 y desde entonces aparece en los escenarios más inverosímiles, desde mítines politiqueros hasta la final de la Copa América. Su origen viene de la cultura sinú, que habitó en lo que hoy son las sabanas de Sucre y Córdoba, prodigiosos campos que otrora estuvieron surcados de canales sinuosos como venas y arterias.

Y aunque el sombrero goce de popularidad, y aunque en el exterior se use en cuanto evento patriotiquero se celebre, y aunque los cantantes de reguetón se lo encajen en una presentación europea, no siempre fue visto con agrado. De hecho, hasta la década del 60 del siglo pasado persistió un desdén por lo propio, desde las artesanías hasta la música. En los clubes de Valledupar y Barranquilla estaba prohibida la interpretación de música de acordeón, propia de la región, por considerarse vulgar y de mal gusto, mientras se invitaba a las orquestas extranjeras para que tocaran valses.

Decir que ese desdén por lo propio nació en la Colonia es una verdad de perogrullo, pero ayuda a explicar lo que hoy entendemos por nuestras artesanías. Pedro de Heredia, el fundador de Cartagena, es recordado por las triquiñuelas de las que se valió para saquear las tumbas sinúes, el mismo pueblo que desarrolló el sombrero vueltiao. Los collares con plumas de papagayos, las orejeras y chagualas no despertaron demasiado interés en la mayoría de conquistadores, más allá de las piezas hechas de oro. El franciscano Pedro de Aguado describió en el siglo XVI los artículos artesanales que usaban los indígenas de la costa cuando recién se encontraron con los conquistadores:

“Las mujeres traen muy grandes brazaletes y ajorcas de oro, y en las piernas, por sobre los tobillos y sobre las pantorrillas, traen grandes vueltas de chaquira y cuentas de oro y hueso”. Unos párrafos después, el padre dice que la conquista los despojó de su libertad y de sus piezas de oro.

Sería ingenuo comparar esas artesanías con las de hoy, pasados cinco siglos en los que las costumbres se han mezclado hasta el infinito en el crisol del mestizaje, como diría Alejo Carpentier. Pero podemos asegurar que el menosprecio de lo local continuó hasta el siglo XX, cuando Fernando González decía que los suramericanos, con pocas excepciones, eran simuladores de lo extranjero. “La cultura consiste en desnudarse, en abandonar lo simulado, lo ajeno, lo que nos viene de afuera, y auto-expresarse”, repetía el escritor. Las artesanías de los indígenas eran consideradas hasta entonces “arte exótico o primitivo”, piezas etnográficas dignas de museo que nada tenían que ver con la vida cotidiana.

Pero sucedió una cosa paradójica que no sorprendió a nadie: los primeros en voltear a mirar nuestras artesanías fueron los extranjeros, explica el investigador Daniel Ramírez en un texto académico. Seguro existía quien admirara el trabajo artesanal, pero no era una visión hegemónica. Bien, para los años 60, los Cuerpos de Paz del presidente Kennedy estaban regados por el continente, y en Colombia se ligaron al sector artesanal en Nariño, Huila, Boyacá y Bolívar, nos cuenta Ramírez. Los foráneos estaban hartos de los productos en masa y querían piezas exóticas del “tercer mundo”, de esa América Latina donde se hacía posible lo Real Maravilloso.

El Estado colombiano, experto en llegar tarde, se fijó entonces en los artesanos que desde el Putumayo, por dar un ejemplo, pasaban horas en cuclillas tejiendo una mochila de chaquiras; la mirada estatal, después de siglos estelares, como decía el poeta, posaba al fin sus ojos en los orfebres del Chocó, herederos de una cultura transcontinental que encontró una vuelta al origen en el lecho de sus ríos. Con la intención de incluir a esas personas en el mercado y de dignificar sus trabajos, por siglos vilipendiados, en 1964 se creó Artesanías de Colombia, entidad que hasta hoy organiza Expoartesanos y otras ferias.

Cada año, al evento llegan artesanos de todo el país, y Plaza Mayor se convierte en el mercado de lo absoluto. De la Depresión Momposina, de la vera del río Magdalena, viene Asominca, una sociedad de artesanas dedicada a la elaboración del sombrero concho, que hasta cumbiamba tiene: “Bailo con mi sombrero concho el guararé / Con mi negra yo lo gozo hasta el amanecer”. El sombrero se hace con el cogollo que da la palma Sará, que se yergue en la sabana como cuello de jirafa.

Marta Pérez es una de las herederas de la tradición del sombrero concho, primo del vueltiao. Hacer un ejemplar tarda días, porque hay que ir con una garrucha y tumbar el cogollo de la palma, en cuyo tronco crecen enormes espinas; luego es menester secarlo al sol hasta que esté tieso y crujiente. Ahí sí, las tejedoras, con sus dedos de lombriz contorsionista, dan una y mil vueltas hasta que la paja va tomando forma. Es un proceso de varios días y varias manos hasta que el comprador, un hombre de ciudad o un agricultor de la Mojana, puede cantar la cumbiamba del concho y bailar hasta el amanecer.

Como la mayoría de artesanos del país, Marta y sus compañeras heredaron el saber de sus ancestros. Las raíces del conocimiento atávico se pierden, se bifurcan como los canales del Magdalena en la Mojana. Los abuelos solo hacían sombreros, pero las artesanas de hoy tejen —con el mismo cogollo— abanicos, cestos y tapetes de hasta cinco metros. Si el concho demora un par de días, el tapete puede ser un trabajo de semanas. Aunque no cueste tanto como el chinchorro guajiro, su valor es de 600 mil pesos. Las artesanas hacen parte de un mercado que, como cualquiera, se rige por oferta y demanda.

De una tierra muy diferente a la Mojana, encajonada en los andes del sur, viene a Medellín todos los años Gilma María, de la etnia indígena Casmá. Su pueblo es Sibundoy, Putumayo, un territorio que justo antes de la llegada de los españoles cayó en dominio del incaico. Ella y su hermano presiden la asociación Colibrí, que en su cosmogonía significa “libertad y mensajes de buenas noticias”. A Expoartesano traen cada año chaquiras miyuki, unos cristales costosos, pero muy elegantes. El precio de una mochila es de 250 o 300 mil pesos, dependiendo del tamaño y los cristales escogidos.

¿De verdad cuestan tanto las artesanías? ¿O más bien se convirtieron en objetos de lujo, esnobistas? El punto de comparación no puede ser los productos fabricados en masa, exclusivamente utilitarios, a los que hoy estamos acostumbrados. Un sombrero vueltiao de plástico se consigue en 20.000 pesos, pero es desechable y su hechura no implica siquiera un esfuerzo manual. El trabajo del orfebre que trabaja con una paciencia preindustrial tiene un precio. Ahora, eso no exime que haya estafas o precios exorbitados, pero en ferias como Expoartesano se exigen topes para evitar esas situaciones.

Decir que Expoartesano es un mercado persa, además de caer en un odioso lugar común, es afectado. Con el riesgo de cometer otro cliché, sería más sensato compararlo con uno como el que encontró Bernal Díaz del Castillo durante la Conquista de México; muchos años después de haberlo visto recuperaba del abismo del olvido a los “mercaderes de oro y plata y piedras ricas, y plumas y mantas y cosas labradas, y otras mercaderías”. La diferencia es que ahora, además de todo lo mencionado por Bernal Díaz, pesan sobre nosotros quinientos años de mestizaje cultural.

Pero abandonemos la fantasía y entremos en lo prosaico. El anhelo del estado colombiano de convertir a los artesanos en una fuerza de trabajo se ha cumplido. Gracias a internet pueden ofrecer sus productos sin intermediarios y hacer envíos nacionales o internacionales. Claro que la precarización persiste en muchos casos y el acompañamiento estatal no ha sido completo. Una encuesta psicosocial hecha por Artesanías de Colombia encontró que dentro de las comunidades hay problemas de abusos de sustancias, violencia intrafamiliar y vulneración de derechos humanos.

Es más tentador terminar este artículo con la ensoñación indiana de descansar sobre un chinchorro guajiro, mecerse en la hipnótica suspensión de las cientos de manos anónimas que lo han tejido durante siglos.

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