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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

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¿Es Niño o Niña? Vivimos a voluntad del agua

El agua moja prensa por estos días. La situación de los embalses ha tenido a los colombianos ahorrando líquido y reviviendo épocas de racionamiento: nos debatimos entre una Niña y un Niño ingobernables, ¿cómo podemos encausarlos?

Úrsula Jaramillo Villa* | Publicado

En la Feria del Libro de Bogotá encontré en un solo día dos charlas sobre el agua. Una de ellas del Ideam titulada “¿Qué dice el estudio nacional del agua sobre el panorama hídrico nacional?, y otra charla con la participación del humorista Alejandro Riaño, que plantea cómo crear “Una nueva relación con el agua”. Celebro ambas charlas pues soy fan del documento del Ideam, que infortunadamente es de difícil lectura para quienes tomas decisiones sobre el agua, como alcaldes y ministros. Y también soy fan del humorista, quien lidera una campaña por el ahorro de agua en la que pone el foco del problema en el exceso de consumo y el estilo de vida del derroche.

Llevo años haciéndome la pregunta que plantea el humorista y creo que cada vez me alejo más de una única respuesta, o al menos hoy soy más consciente de su complejidad. ¿Cómo sería una nueva relación con el agua en un país lleno de ella, pero con marcados ciclos que incluyen abundancia y ausencia? Esa pregunta me la he hecho no solo como consumidora de agua potable que toma largos baños cantando, sino también cuando conviví con pescadores estudiando las dinámicas de la pesca en el bajo Atrato; y cuando estudié el efecto de la canalización de ríos en Brasil; y cuando participé en el ordenamiento de la pesca en los embalse de generación de energía en el norte de Antioquia; o cuando hice parte de la elaboración del mapa nacional de humedales; o cuando diseñé una estrategia de restauración ecológica para humedales de la Mojana como forma de adaptación al cambio climático respetando la cultura y medios de vida ribereños.

En cada una de estas experiencias he terminado pensando que sé todo sobre el agua y sus ecosistemas, y que deberían preguntarme a mí, que todo lo sé de la ciencia con conciencia. Claramente todas las veces he estado obnubilada e intuyo que lo mismo les sucede a mis colegas que estudian las dinámicas del agua desde la ingeniería, las ciencias sociales, la jurisprudencia o la ecología. Ojalá todos pudiéramos reconocer que no existe una única respuesta, y que una nueva forma de relacionarnos con la naturaleza debe ser reflexiva, sensata, respetuosa de los diferentes saberes, pero sobre todo propia.

Incluso es necesario partir de reflexiones simples como ¿qué es el agua?, ¿por qué “el” y no “la”? En español se podría decir que agua es de género fluido, como el elemento mismo, pues es masculino y femenino al mismo tiempo. Este idioma, obsesionado con las formas, impone un artículo masculino a una palabra femenina, con el argumento de evitar la cacofonía. El agua en el plural vuelve a ser femenina: las aguas, muchas aguas. En portugués en cambio no les importa, se le dice “a água” con cacofonía y todo. ¿Cómo será en las lenguas indígenas colombianas? La RAE, sin proponérselo, nos muestra una evidencia de que somos capaces de asimilar las múltiples identidades de un elemento.

Y para el Estado colombiano ¿qué es el agua?, ¿es un derecho o es un recurso?, es decir, ¿un objeto o un bien?, ¿es biodiversidad en forma de ríos, lagos y lagunas? o ¿es un sujeto de derechos? o ¿es un elemento que en abundancia genera riesgo y nadie debe vivir donde se desborda? En las normas colombianas es todas esas cosas al mismo tiempo. Esa multiplicidad de significados para el mismo significante es un poco esquizofrénica y acarrea muchas dificultades a la hora de la formulación de políticas y la ejecución de proyectos, pues cada entidad toma en cuenta solo una de las acepciones y con frecuencia hay iniciativas completamente contradictorias. No contamos con una institucionalidad que reconozca e integre las varias identidades del agua en un país como el nuestro. Las leyes hablan del derecho al agua potable, que es inerte y transparente, pero nuestra agua también es verde, café, incluso negra en ríos completamente limpios.

En Colombia el 26.9% del territorio está cubierto por humedales, según el mapa elaborado por el Instituto Humboldt en 2015. ¿Cómo deberían gestionarse esos territorios? ¿Debería haber urbanización, ganadería, explotación petrolera o agricultura en estas áreas? La respuesta instintiva es que no, que los humedales no se tocan y se protegen. Incluso eso dice nuestra constitución. ¿Quién estaría en contra de una idea tan loable? Desafortunadamente, queridos lectores, debo decirles que yo.

Al revisar donde quedan Barranquilla, Bogotá o Cartagena encontramos que están localizadas en áreas consideradas humedal en dicho mapa. ¿Dónde más van a quedar si habitamos un territorio bendecido por la abundancia de agua en todos los rincones? Lo mismo sucede con la mayoría de las actividades económicas: ¿dónde más se va a explotar petróleo, si su localización por condiciones geológicas coincide con planicies de inundación? ¿Dónde más se va a hacer agricultura y ganadería si estas actividades dependen del agua?

Alguien podría responder que no hagamos ciudades ni explotación petrolera y me sumaría a la propuesta, pero esta idea no es viable ni siquiera en el largo plazo. Alguien más podría responder que ciudades y actividades económicas deberían llevarse a cabo en el 73.1% que no está cubierto por humedales. Esas áreas son las montañas, que originalmente estuvieron cubiertas de bosques andinos, donde no se acumula agua por lo pendientes, pero por donde fluyen ríos y quebradas, que son las arterias de los humedales. En esas laderas hay ciudades como Manizales y actividades económicas que han transformado casi completamente las coberturas vegetales. En Medellín, por ejemplo, que está en valle y en ladera, es decir en humedal y en montaña, según el centro de estudios Urbam de la Universidad Eafit, si uno va caminando encuentra una quebrada máximo cada 5 minutos. La mayoría de ellas están canalizadas y ocultas bajo el pavimento.

¿Cómo podríamos entonces pensar en una nueva forma de relacionarnos con el agua? Actualmente la legislación y las entidades gubernamentales afirman, de manera un tanto hipócrita, que no están permitidas las actividades de alto impacto en los humedales. Esto es falso e inviable en un país lleno de agua, que hoy tiene 52 millones de habitantes. Quizá sea necesario que reconozcamos, como ciudadanos y como Estado, que habitamos los territorios del agua y los transformamos negativamente. A partir de ese reconocimiento doloroso, tal vez sea posible generar nuevos instrumentos de regulación que promuevan una mejor condición del agua y sus ecosistemas.

Es urgente reconocer que habitamos lugares que se inundan, así las leyes digan que no está permitido. Ese reconocimiento permitirá que se creen estrategias dinámicas que nos preparen para las violentas sequías y las inundaciones. Seguir diciendo que no se deben habitar las planicies de inundación y las márgenes de los ríos porque hay un riesgo implícito, es legislar y planificar un país que solo existe en la imaginación de los técnicos y que niega tajantemente nuestra identidad. Basta recorrer las márgenes del Atrato, del Amazonas e incluso del Aburrá, para constatar que nuestro bienestar y abundancia provienen de vivir cerca al agua. Sueño un sistema de gestión del riesgo que, mezclando formas ancestrales de habitar territorios anfibios e innovadoras estrategias de alertas tempranas, permita que se armonicen los ciclos del agua con nuestra realidad social.

Sobre este tema, dijo mi querida exjefa Briggitte Baptiste –ex directora del Instituto Humboldt y hoy rectora de la Universidad EAN–, como presentación del libro Colombia Anfibia, que hicimos hace años: “El privilegio de Colombia como país de agua debería ser considerado como factor fundamental de adaptación, como recurso obvio y a la mano para defender el bienestar de todos a largo plazo y, por tanto, de interés superior para la definición de políticas de desarrollo. La gestión del agua está en la base de la sostenibilidad, es parte de nuestro patrimonio...”, reconocerlo así “...es la dirección correcta para hacer que el ciclo del agua realmente sea interiorizado en el ciclo de la política ambiental y sus planes de acción: porque gobernar el agua, sabemos desde tiempos míticos, es una pretensión ilusa; es ella la que nos gobierna...”.

Esta última frase que ha resonado en mi cabeza desde la primera vez que la leí, me ha llevado a pensar que, al agua, la deberíamos reconocer más que como un igual, sujeto de derechos, como a una diosa ingobernable que todo nos da y, a veces, todo nos quita. Deberíamos preguntarles a las comunidades indígenas cómo se trata a los dioses de la naturaleza, porque de eso poco sabemos. Creo que a los dioses se les reconoce, se les respeta, se les rinde ofrenda permanente en agradecimiento, y humildemente los mortales nos adaptamos a sus dinámicas, sobre todo cuando son tan abundantes como el agua en esta tierra.

En la construcción de una identidad colombiana del agua, una nuestra, basada en nuestras condiciones y particularidades, debemos estar incluidos todos, humoristas en la feria del libro, técnicos que hacen modelos y mapas, comunidades tradicionales que ofrendan para que llueva, y políticos que tomen decisiones impopulares, pero que a largo plazo nos ayudan a prepararnos para los cambios intrínsecos de una diosa ingobernable.

*Bióloga y ecóloga. Candidata a doctora en Estudios Ambientales y Rurales, Universidad Javeriana.

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