Una cronología de lo que hacen los artistas para ganarse los estímulos a la cultura nacionales o locales o de las localísimas del presupuesto participativo podría ser esta: lo primero, revisar en qué cambiaron los requisitos con respecto a las convocatorias del año anterior. Un par de palabras, los objetivos, ahora no favorecerán proyectos con el enfoque de paz, sino con el enfoque de trabajo comunitario. Sencillo. Quizá incluso esta vez pidan algunos papeles de más. Sean los que sean, hay que tenerlos para empezar a llenar formularios.
Las convocatorias llegan y, a veces, se encuentran con proyectos que ya van andando y necesitan del presupuesto; otras, son el salvavidas del que corporaciones o grupos artísticos tienen que echar mano sin importar la línea o el tipo de propuesta que tengan que presentar.
Margarita Betancur Franco es actriz en el Teatro Matacandelas y, al mismo tiempo, se encarga de liderar la gestión de este tipo de proyectos: “Somos actores y, cuando sale una convocatoria, sacamos el tiempo para diligenciar los papeles y participar. No tenemos los recursos para tener a una persona o a un equipo encargado únicamente de este tipo de tareas”, dice.
Así, algunos personajes dejan de aparecer en escena, otros tienen algo más de ojeras. El asunto es que la corporación pueda participar de la convocatoria. En el mundo del arte es necesario adoptar varias formas, aprender los malabares de la burocracia. Y es que las mismas convocatorias, que no incluyen gastos administrativos, como salarios, alquiler de sedes o servicios públicos, procuran proyectos tan austeros que llevan a que los mismos artistas que estarán un sábado sobre las tablas deban hacer de gestores culturales, administradores, contadores.
Mientras unos integrantes del grupo buscan los papeles en la inspección de policía, la Cámara de Comercio, DIAN, bomberos y se aseguran de que la sala esté en condiciones para recibir al público, los otros se aseguran de que el proyecto tenga sentido, un objetivo, justificación, población beneficiada, cronograma y presupuesto. Y, para algunas convocatorias, describen qué pasaría en Medellín, en la región y el país si este proyecto no se realizara. Y, ¿qué pasaría?
Natalia Ramírez Uribe es actriz, colabora con el Pequeño Teatro, Pantolocos y hace parte del colectivo Las Quejosas. Ha participado en varias convocatorias y le ha tocado llenar el papeleo más de una vez: “Valoro estos procesos porque le permiten a uno ser consciente del detalle de su proyecto. Te muestran el costo de tu trabajo. Pero, por otro lado, hay tantos asuntos burocráticos que uno puede perder el foco o el interés. Puedes terminar cambiando el proyecto para que encaje en la convocatoria o puedes desistir de participar”.
El asunto con este tipo de estímulos es que, en su mayoría, deben ejecutarse en términos de meses. Es decir, no apuntan necesariamente a construir organizaciones culturales, sino a que colectivos y personas presenten proyectos puntuales en poco tiempo, acomodados a la lógica de ejecución del presupuesto municipal. Esto provoca que algunas propuestas se planteen para encajar en lo que la convocatoria pide, y no al revés.
Así, mientras una corporación en Belén necesita un ajuste en sus cursos de formación, otra de Prado invertir en la mejora de su sede y una más en la calle Bomboná pasa apuros para pagarles a profesores, talleristas y artistas, la convocatoria les pide a todas, sin distinción, un proyecto de dos o tres meses que, quizá, no tenga mucho que ver con sus urgencias reales.
“En Brasil hay una política pública que se llama Puntos de Cultura, a la que los artistas o corporaciones aplican con su plan estratégico y el estímulo que ganan es por tres o cuatro años, y va destinado a hacer lo que ellos hacen verdaderamente. De esta manera los artistas no tienen que fragmentar su realidad ni inventar propuestas para participar en convocatorias. Es una forma de garantizar la vida de una corporación”, cuenta Miriam Páez Villota, coordinadora general de la Corporación Cultural Canchimalos.
Lo segundo, en la hipotética cronología, sería calcular las necesidades versus las posibilidades: ¿qué necesita la corporación y qué puede hacer según las líneas de la convocatoria?, ¿cuánto tiempo tienen para enviar una propuesta?, ¿cuánto dinero recibirán por su ejecución? Hay que decidir si participar o no en una convocatoria que tardó tres meses en abrir para la que tienen dos meses para enviar una propuesta que se ejecutará sí o sí en unos tres o cuatro meses, ¿hay opción?
Echarle mano a lo que hay
Aquí hay que participar en lo que hay. Muchas corporaciones y personas naturales agradecen lo que las convocatorias significan para la escena cultural. Sin ellas buena parte de los proyectos se quedarían en el papel y en el terreno de las buenas intenciones. Ese es el caso de algunas artes que no tienen mucha vida comercial. “Participé porque era la manera de hacer parte de un ecosistema que publica muy poco, especialmente en la poesía. Quería que mi obra circulara y fuera una opción de lectura. Para mí estar en las bibliotecas de la ciudad es más importante que cualquier reconocimiento”, dice Jorge Argáez, ganador en 2022 de la beca de creación de un libro de poemas inédito.
De acuerdo con la Secretaría de Cultura las convocatorias tienen un enfoque en la cadena de valor. Es decir, no solo le entregan dinero a un artista, también les da valor a otras etapas de los proyectos. Un estímulo a la creación musical luego pasa a ser un concierto, que beneficia a una cadena de oficios y profesiones relacionados con el diseño, lo audiovisual, relaciones públicas.
Así funciona el estímulo para los ganadores de creación literaria. La propuesta ganadora pasa a una segunda etapa en la que el autor se presenta junto a la editorial que prefiera y participan, esta vez como dupla, para publicar el libro ganador.
Para otros participantes es la manera de sostener proyectos artísticos, oficios y vidas consagradas al arte. Y no es necesario estar al borde de una crisis o ser una agrupación recién creada para necesitar los recursos de los estímulos. En general, los proyectos artísticos y culturales van cortos de presupuesto. “Las corporaciones no tenemos una base fija de cuánto dinero nos va a llegar. Entonces, cada tanto entramos a pensar en las opciones que tenemos para conseguir los recursos suficientes para funcionar. Si hubiese una base presupuestal más sólida para nosotros, nos acercaríamos de otra manera a las convocatorias”, dice Páez Villota
Lo cierto es que a corporaciones y personas naturales les toca seguir participando de las convocatorias para mantener vivos sus proyectos. Es un círculo eterno en el que hay que competir para hacerlos realidad: “Hay instituciones que por su trayectoria, por su manejo de dineros, uno diría que no deberían entrar a concurso. Hay varias para las que ya debería existir un recurso fijo”, dice Catalina Murillo, gestora cultural de la Asociación Pequeño Teatro.
¿Y los públicos?
Entre todo, el resultado más importante que dejan los estímulos y las convocatorias es la formación de públicos. Ya sea porque personas que no tienen cómo pagar una entrada a un teatro pueden hacerlo de manera gratuita, como también porque personas que nunca lo han hecho se acercan a diferentes formas del arte.
“Los estímulos generan espacios de recreación, de acceso al arte, a las diferentes formas artísticas. Permitirle al público acercarse al circo, al espectáculo de títeres, es mostrarle nuevas formas del arte. Y ese es el mayor beneficio”, dice Margarita Betancur Franco.
El ejercicio de presentar estos proyectos significa también pensar en esos públicos improbables: los que no pueden y a los que no les interesa. Se trata de convencer a la Alcaldía, a los vecinos y al espectador de que allí hay algo de valor.
El tiempo que los artistas invierten en estas propuestas ha ido modificando sus ocupaciones: “No deberíamos estar haciendo los treinta mil proyectos que hacemos. Como corporación tenemos que presentar demasiadas propuestas para mantenernos más o menos estables, y aún así muchas de ellas no se concretan”, dice Miriam Páez Villota.
La cronología termina aquí: un artista está sentado frente a su computador. Lleva gafas, está algo despeinado. La luz tenue de una lámpara le alumbra los dedos furiosos. Sabemos que es un artista por lo que escribe, es una historia, claro. O eso parece. Extrañamente el documento de Word que está llenando está repleto de tablas y columnas. Se rasca la cabeza de vez en cuando. ¿Está entusiasmado o enojado? Es difícil saberlo. Se asoma a un cajón que tiene cerca a los pies y saca un rollo infinito de recibos, debe escanear y adjuntar cada uno de ellos. Tiene a la mano una calculadora y, en la pantalla, una tabla de Excel. De vez en cuando se le salen risitas desprevenidas al recordar que su nombre está bajo los cargos de representante legal, gestor cultural, tallerista y comunicador, todos en el mismo proyecto. Qué puede hacer, piensa, nada. Se rasca la cabeza de nuevo. Escribe, escribe. O mejor: teclea, teclea. Está rindiendo cuentas por algo que hizo, debe describir el impacto de su trabajo, justificar cómo gastó los recursos (de los que no debe haberle quedado nada, por supuesto, todo debe haberse invertido). De repente, se levanta de la silla y mira al público, sonríe. Voltea hacia el escritorio, tira todos los papeles al suelo. Se vuelve al público, grita por unos cinco segundos. Se queda quieto diez segundos más. Sonríe. Es lo que hay, dice. Al parecer, este es mi trabajo. Sale de escena.
*Escritora colombiana. Su última novela es Ya nadie canta.