La noche del 7 de septiembre de 1936, en un encierro del zoológico de Hobart, la capital de la isla de Tasmania, en Oceanía, murió sin mayores honores una hembra de tilacino, un marsupial carnívoro de aspecto perruno mejor conocido como lobo o tigre de Tasmania. Un macho, hoy apócrifamente llamado Benjamín —todo indica que en el zoológico nadie usó ese nombre—, había muerto ese mismo año, aunque se ignora la fecha exacta de su deceso. Ambos eventos solo adquirieron relevancia tiempo después.
Como regla general, desconocemos las muertes de los animales. A menos que se trate de una mascota, una celebridad o un prodigio científico, las ignoramos. Según los pocos cálculos que existen sobre el tema, miles de billones de vertebrados e invertebrados mueren cada año por depredación, enfermedad, hambruna, envenenamiento, accidentes, heridas, causas naturales y por los humanos (anualmente, alrededor de 90.000 millones llegan a nuestros restaurantes, platos y estómagos). En esa medida, la muerte de un animal es un evento tan común que tiene sentido no dedicarles nuestro tiempo. Sin embargo, lo ocurrido con la hembra de tilacino fue un caso especial.
Esa tigresa de Tasmania es el último ejemplar de su especie del que tenemos un registro certero. Los tilacinos eran relativamente comunes en la isla hasta el siglo diecisiete, cuando los colonos europeos llegaron allí. Tenían un corto pelaje pardo amarillento, una cola pequeña, un rostro similar al de un dingo y entre trece y veintiuna rayas negras en la parte trasera del lomo. En gran parte, murieron durante los siglos siguientes a manos de los europeos, los perros que los acompañaron y por causas relacionadas con la destrucción de su hábitat.
En 1936, Benjamín y esa última hembra fallecieron por causas naturales en el zoológico. Desde entonces, centenares de personas en la isla aseguran haber visto un ejemplar moviéndose entre los bosques y selvas, pero nadie ha podido fotografiarlo o capturarlo (aún hoy, varios científicos, naturalistas testarudos y buscadores de fantasmas se empeñan en encontrarlo). Un estudio científico de junio de 2023 analizó gran parte de los supuestos avistamientos y concluyó que tal vez la especie sobrevivió en los bosques de Tasmania hasta principios de los 2000, cuando finalmente se extinguió. Pero esas décadas no representan mayor consolación: fuera en 1936 o hace veinte años, la especie clasificada como Thylacinus cynocephalus se unió a la paloma pasajera, el dodo y otro centenar de animales que han desaparecido por culpa de los humanos.
Hace un par de años, empecé a preguntarme seriamente por qué debería importarnos la extinción de una especie. No creo que la razón sea evidente. Se estima que alrededor del 95% de las especies que han habitado el planeta ya no existen. Puesto de otra manera, en la Tierra la extinción es la norma.
Pero es diferente cuando los responsables somos nosotros, ¿no es así? Puede ser, pero, de nuevo, no por las razones obvias. Los humanos somos parte del mundo natural. A todas luces somos lo que somos y así nos comportamos. Nada de lo que hacemos, en un sentido amplio, es antinatural. Creer que lo es nos sitúa como entidades ajenas a la naturaleza, lo que, más allá de ser una contradicción, dado que habitamos, nos relacionamos y somos parte de la vida en el planeta, es bastante peligroso.
Esa posición nos otorga el “dominio sobre los peces del mar y sobre las aves del cielo; sobre los animales domésticos, sobre los animales salvajes y sobre todos los animales que se arrastran por el suelo”, que Dios tuvo buen cuidado de explicarnos. De lejos, carecemos de esa superioridad, sea en términos de número, rango o éxito evolutivo. Hay muchísimas especies de animales con mayor población, territorio y capacidad para sobrevivir a los desastres naturales que se avecinan (en aras de la simplicidad, ni siquiera voy a tocar los hongos o las plantas). Así que las extinciones que hemos causado siguen en cierta medida el orden natural del planeta.
Más allá de lo anterior, hay un punto adicional que conviene tener en cuenta a la hora de considerar nuestros sentimientos sobre la extinción. En breve, no existe claridad sobre qué es una especie. Darwin, el autor de El origen de las especies, recomendó a uno de sus amigos tratar el concepto como algo funcional, “meras combinaciones artificiales determinadas por conveniencia”. En el siglo veinte, esa vaguedad molestó al célebre biólogo evolucionista alemán Ernst Mayr, quien redefinió el concepto. Para Mayr, una especie es un grupo de individuos que se reproduce entre sí y que está reproductivamente aislado de otros grupos similares.
La definición subsistía en clases de Biología hace algunas décadas, pero análisis genéticos recientes la han puesto en entredicho. No solo existen grupos de individuos de una misma especie que por una u otra razón no se reproducen, sino que la reproducción entre especies diferentes —un jaguar y un león, por ejemplo— al parecer ha contribuido a la supervivencia de una u otra a través del intercambio de genes específicos —como en el caso de un gen para la formación del nervio óptico que mejora la visión nocturna de los grandes felinos—.
La definición clásica de Mayr no es suficiente. Lo mismo ocurre, por razones similares, con la idea de una especie como un código genético fijo. Si ni siquiera podemos señalar exactamente qué conjunto de individuos agrupa a un animal, ¿entonces por qué debería preocuparnos la extinción? ¿Qué importa la desaparición de los tigres de Tasmania? ¿Por qué dedicarle tiempo a la búsqueda del montañerito paisa, esa pequeña ave antioqueña que se creía extinta? ¿Por qué traer de vuelta al dodo en Alicia en el país de las maravillas? ¿Y por qué siento que el fin del mundo no es más que otro nombre para el día en que se extingan los barranqueros, los lobos grises o el jaguar?
Este espacio no es suficiente para argumentar de manera formal todos los puntos, pero considero que una analogía basta para probar lo fundamental: nuestro malestar con la extinción es una cuestión estética. Para muchos, esta palabra tiene una connotación despectiva, pero, en mi caso, y siguiendo a Wittgenstein (“Ética y estética son lo mismo”) o a Keats, esto más bien le suma urgencia al asunto.
La analogía nace de un cuento fallido que escribí hace un par de años. La premisa era la siguiente: en un futuro mundo distópico —¡vaya originalidad!—, uno a uno, los libros comienzan a desaparecer. Primero, un texto poco conocido de un autor menor se esfuma de todas las bibliotecas, bases de datos y repositorios virtuales y físicos del mundo. Un académico que había dedicado su vida al estudio de esa obra es el primero en notarlo, pero nadie le presta mayor cuidado. Las alarmas se encienden cuando algunos de los clásicos se desvanecen. Millones de personas alrededor del mundo los recuerdan, pero ya nadie puede consultarlos. Algunos de los principales expertos y memoriosos se reúnen para reescribirlos, pero, de alguna manera, el resultado nunca es el mismo, o nadie puede estar seguro de que lo sea. Nadie sabe quién o qué es responsable, aunque flotan teorías sobre alienígenas, conspiraciones lideradas por grupos económicos, acciones terroristas, castigos religiosos o reacciones planetarias sobrenaturales. Institutos privados y gobiernos incrementan la seguridad digital y física de las bibliotecas y servidores, pero todo es en vano. Los libros, sean clásicos, basura de autoayuda, manuales de finanzas, obras cumbre de la poesía, tomos de fotos, incunables, antologías de cuentos, historietas, tonterías esotéricas, vademécums, sigue tu propia aventura, textos religiosos, volúmenes históricos, índices, todo desaparece. Al final, como es de esperarse, la ansiedad inicial cede el paso a la resignación y a llamadas al sosiego por parte de los políticos. El mundo sigue adelante sin Shakespeare, el Quijote, García Márquez, la Biblia e, incluso, los libros que te enseñan sobre cómo llevar tus finanzas, dicen con seguridad los líderes mundiales. Y, evidentemente, no es así.
Hay algo inefable en los libros perdidos. Durante años, he contemplado el proyecto de reunir varios de ellos en un diccionario (incluiría, por ejemplo, Margites, de Homero, Cardenio, de Shakespeare, La Isla de la Cruz, de Melville, La mancha negra, de José Eustasio Rivera, y un ballet de Borges). Obras como El nombre de la rosa, de Eco, se sirven del sentimiento de pérdida que yace detrás de la desaparición de cada uno de ellos. Este tiene que ver un poco, quizás, con los caminos no tomados, las posibilidades de goce estético ocultos entre esas páginas que nunca leeremos y lo que esas palabras podrían haber creado (“Algunos escritores nacieron solo para ayudar a que otro escritor escriba una oración”, escribió Hemingway en Las verdes colinas de África).
En su autobiografía Una historia de amor y oscuridad, el escritor israelí Amos Oz hace la siguiente reflexión: “Cuando era niño, mi deseo era crecer para convertirme en un libro. No un escritor. Las personas pueden matarse como las hormigas. Los escritores tampoco son muy difíciles de matar. Pero no así los libros: sin importar cuán sistemático sea el intento de destruirlos, siempre hay un chance de que una copia sobreviva y que continue disfrutando de su vida en un estante de una biblioteca recóndita en algún lugar de Reikiavik, Valladolid o Vancouver”. El argumento detrás de mi malograda historia se oponía a esta idea, que, sospecho, es la misma que impulsa a aquellos necios soñadores atrapados entre los eucaliptos, rastrojos y pantanos de las selvas de Tasmania.
Es simple perseguir, lamentar la pérdida o desear la salvación de un clásico o de un exótico y carismático libro perdido como los que imaginamos en ese diccionario. Pero incluso esos libros de autoayuda, finanzas personales y escarabajos esotéricos merecen un lugar en el estante. O, cuando menos, sería bueno evitar tener que buscarlos.
*Escritor y periodista colombiano. Jaguar es su primera novela.