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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

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El desarenadero de Medellín sigue en ruina

En 2012, en la Avenida Ayacucho, se encontraron los vestigios del que fue el primer acueducto de la ciudad, la Alcaldía entonces le comisionó a EPM la construcción del “Pabellón del Agua”, pero hasta el momento no ha pasado nada y la obra está en total abandono.

Por Luis Fernando González Escobar | Publicado

Cuando un ingeniero extranjero, responsable de algunas de las obras del entonces llamado Corredor Verde y Tranvía Eléctrico de la Avenida Ayacucho, iniciadas en 2012, se enojó por las denuncias que se hicieron en febrero de 2013 por el encuentro de evidencias arqueológicas mientras avanzaban las demoliciones de algunas casas, expresó de manera colérica que lo hallado no tenía ningún valor en tanto eran ruinas recientes, mientras que en su país de origen se daban el lujo de “tirar” ruinas romanas, árabes y, en fin, de quinientos, mil y más años. Según él, no se podía parar una obra tan fundamental por algo tan insignificante, tan de poco valor histórico. Y mientras crecía en la prensa, la radio y las redes el debate de qué era o a qué correspondía lo no excavado aun, sectores administrativos, políticos y administrativos seguían el mismo argumento ingenieril para pedir no entorpecer un proyecto tan estratégico para la movilidad urbana por algo tan intrascendente como unos escombros que, curiosamente, ya se estaban vendiendo por volquetadas para un proyecto de casas campestres “neocolonización antioqueña”.

Aun a regañadientes, el Metro tuvo que parar las demoliciones y establecer un Programa de Arqueología Preventiva, algo que no se estaba haciendo pese a contrariar las normas. El programa arqueológico realizado por cuatro años, entre el 2013 y 2017, para el seguimiento, monitoreo y valoración, arrojó como resultado el reconocimiento de ese patrimonio arqueológico que no solo incluía un “desarenadero”, ubicado en la esquina de calle Ayacucho con la carrera Villa, sino buena parte del sistema de distribución de las aguas de la ciudad que se había ido conformando desde mediados del siglo XIX, pero que tendría una configuración más o menos estructurada en el último decenio del mismo, a partir de los sitios de captación en quebradas desde la Santa Elena hasta Piedras Blancas, pasando por los puentes para su traslado, las bocatomas, las acequias, cajas de distribución, desarrollados entre los sistemas secundarios y el sistema principal que tendría su nodo principal en ese “desarenadero” que se salvó de la demolición total.

Lo visibilizado materialmente daba cuenta de la manera en que la ciudad de finales del siglo XIX y principios del siglo XX se relacionaba con el agua en tanto definición de políticas municipales para transitar de los acueductos privados a uno público, o la manera de incentivar y proteger los bosques en las cabeceras para preservar las aguas, como también en términos de entender el manejo de las mismas antes de sus procesos de potabilización, pues para este momento se comenzaron los procesos de decantación, la etapa previa en términos de mejorar las condiciones para el uso humano, mediante la precipitación de los materiales sólidos en los tanques que conformaban el “desarenadero”. Si bien el hallazgo y reconocimiento del “desarenadero” era de por sí un hecho crucial en tanto sus características constructivas, esta valoración se multiplicó en la medida que se pudo reconocer parte del manejo de la ciudad en relación con el uso y manejo del agua que se planteaba desde una versión higienista.

No cabe duda de que la materialidad del “desarenadero” servía para sumar nuevos aportes a la historia de la construcción, la arquitectura y la ingeniería que se implementaba en aquella década de finales del siglo XIX. El sistema de los tanques, con los canales y la forma de controlar para precipitar los materiales particulados, la forma constructiva de los muros, columnas, canales, arcos y bóvedas y, sobre todo, por el uso del ladrillo, con gran destreza y calidad constructiva daban cuenta de los avances que en esos momentos se tenía por parte de maestros de obra responsables de la construcción de las obras civiles y arquitectónicas, en las que se utilizó con profusión este material.

En fin, la preservación de este hallazgo era fundamental para entender muchos aspectos de la historia urbana del siglo XIX, con la misma trascendencia o importancia que un hallazgo con muchos más años de antigüedad. Por eso mismo algunos comenzaron a entender el valor del mismo, a matizar las críticas e incluso a incorporarlo como un valor agregado para el propio Metro. Prueba de ello es que la estación del Tranvía que quedaba al pie del hallazgo pasó de nombrarse “Mon y Velarde”, su nombre inicial, para denominarse “Pabellón del Agua”, como se le conoce en la actualidad.

Y se llamó así porque la Alcaldía de Medellín le entregó en comodato el lugar a las Empresas Públicas de Medellín para construir exclusivamente un proyecto arquitectónico con el nombre de “Pabellón del agua” para poner en valor lo hallado. De hecho, el proyecto se diseñó como un gran contenedor que no solo protegía las ruinas in situ, sino que, mediante una apuesta museográfica al interior, en el que se podían exhibir los otras piezas y elementos rescatados a lo largo del corredor del tranvía, desde elementos en arcilla, pasando por cerámicas europeas, hasta buzones de hierro de origen inglés. Un proyecto que solo ha quedado como nombre en la estación del tranvía, sin que los usuarios sepan por qué se denomina así.

El proyecto nunca se construyó. EPM, que recibió el comodato en 2017, devolvió el lugar. Pese a que en 2021 se volvió a establecer un convenio de cooperación interinstitucional de intervenciones en el espacio público que incluía, “entre otras actividades, la de propiciar un esquema de colaboración tendiente a viabilizar la ejecución del proyecto 'Pabellón del Agua'”, nada ha ocurrido diferente a ver el constante abandono y deterioro del lugar y su entorno. Desde 2017 el paisaje del entorno lo domina el invernadero provisional y unas mallas perimetrales con polisombras que supuestamente protegen los hallazgos a la espera de su consolidación y protección. Lo que debería ser un hito y un referente de la historia urbana ha quedado a merced de las condiciones ambientales, a los azotes de la lluvia o el intenso calor, con los efectos de deterioro producto de las dilataciones o el enmalezamiento; o por no dejar de lado la acción humana que ha hecho de este lugar y de sectores cercanos un aporte fundamental al “mierdacentrismo” de Medellín.

El baño y basurero a cielo abierto en que se convirtió el “desarenadero” es una papa caliente que se han tirado por años las instituciones en la ciudad. Ahora, desde julio de 2024, con la visita de inspección de funcionarios del Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH), a este sitio arqueológico y otros más de la ciudad, también en el abandono, se ha tenido que “implementar un plan de mitigación y recuperación del Pabellón del Agua”. La limpieza, el deshierbe, las fumigaciones, la recolección de basuras, el cambio de polisombras y un nuevo invernadero -otro más-, son acciones remediales de urgencia al llamado de atención, pero no la solución requerida después de más de diez años de conocer el hallazgo y unos siete de reconocer el evidente valor histórico urbano.

Hasta el momento no se ha asumido el proyecto del desarenadero con el valor patrimonial que tiene, aunque esto ocurre con buena parte del mismo en la ciudad, ya sea en términos arqueológicos, urbanísticos o arquitectónicos. El patrimonio no es considerado un elemento central en la configuración futura de la ciudad y sigue vigente la concepción prejuiciosa de ser un problema para el progreso. Ni siquiera ocupa un lugar determinante para el “centro histórico” de la ciudad, más abandonado y deteriorado que nunca. No se asume el patrimonio a cabalidad con argumentos diversos. Pero, de manera fundamental y reiterada, se ha esgrimido la falta de dinero para la ejecución de las obras o el enorme costo que representa un proyecto como el Pabellón del Agua. Como si no se hubiera visto en la ciudad el despilfarro de dinero en obras innecesarias o intrascendentes, que no le aportan nada significativo.

En el proceso de rescate del centro histórico, para reinvertir el deterioro y el mierdacentrismo en que está convertido, se requiere inversión en obras de trascendencia y de gran valor simbólico. Y en ese sentido el Pabellón del Agua debe ser un gran contendedor museográfico, donde se podría ver y narrar la relación construida por la ciudad y sus habitantes con el agua, sino un referente arquitectónico significativo en su forma, pero ésta en relación con el paisaje histórico urbano, entendido en su verdadera significación, entendiendo el contexto donde se inserta, para no terminar en una obra de vanidad y egolatría arquitectónica. A lo que se sumaría su trascendencia urbanística en la medida que dotaría a la ciudad de un espacio público singular. Aparte de la memoria rescatada, convertiría esta esquina en un hito urbano relevante como punto de referencia y lugar de encuentro entre la estación del tranvía, los lugares de ocio y las instituciones educativas cercanas. Pero si quieren, no hablemos de las externalidades que se derivan, ni de los valores intangibles para la sociedad, hablemos en términos pragmáticos como les gusta a muchos herederos de la economía naranja, de la monetización del patrimonio en las rutas del turismo global.

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