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En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • El Carnaval de Turbo: el último bunde auténtico del país

El Carnaval de Turbo: el último bunde auténtico del país

Cada 11 de noviembre, las calles de Turbo rebosan de algarabía y jolgorio. Los camiones, las motos y los picós retumban sin descanso, mientras las comparsas y la romería intentan conservar el bunde, la fiesta y el zafarrancho tradicionales.

Gerard Martin y Ruth Cantillo | Publicado

El 11 de noviembre del 1818, día de la Independencia de Cartagena, es festejado con un carnaval en Cartagena, pero no así en ningún otro lugar del Caribe colombiano, excepto en Turbo y Acandi, porque estos se poblaron durante el siglo XIX con colonos provenientes de Cartagena y Barú, y mayoritariamente de tradición afro.

Para entender lo que es el Carnaval de Turbo sirve contrastar con el de Barranquilla, el más famoso del país, que existe desde la mitad del siglo XIX. Para empezar, este último se celebra en otra fecha: inicia el sábado anterior al miércoles de ceniza, igual que el Carnaval de Rio. Segundo, en Barranquilla al carnaval original se han sumado con el tiempo actividades inspiradas en otros lugares: el desfile del rey Momo (desde finales del siglo XIX), la batalla de flores (desde 1903), la gran parada (desde 1967), el festival de orquestas (desde 1969), la gran parada de fantasía, la parada gay, la parada de los niños, el entierro de Joselito Carnaval, y en casi todas participan comparsas; es decir, cuerpos de baile tradicional, incluso de Turbo y otros lugares del país. Los disfraces son elaborados, y más allá de los patrimoniales, también hay de interminable invención popular y satírica. Hay palcos, accesos pagados, fiestas en clubes privados, el escenario de la Avenida 40, el de la 44 y el de Soledad, el más popular y menos turístico. El Carnaval de Barranquilla es organizado por la poderosa y profesional Casa del Carnaval, participan 500 agrupaciones folclóricas, genera 100 millones de dólares de ingresos, recibe decenas de miles de turistas nacionales y extranjeros y es patrimonio nacional y de la humanidad por declaración de la UNESCO.

Ahora Turbo. Para empezar, su carnaval no se organiza, se auto-organiza. Siempre fue así, excepto cuando alguien intenta meterle ‘orden’ al despelote. Tradicionalmente, en cada barrio las familias organizaban durante las dos semanas precedentes al 11 de noviembre, una caseta decorada con hojas de palma, donde se vendía licor y maicena, se pagaba por bailar con la candidata al reinado y tenía el ambiente animado por unos parlantes artísticamente integrados en un todo: el picó.

El dinero reunido servía para los atuendos de las candidatas y alguna obra social. Durante las dos semanas se desarrollaban los componentes del tradicional certamen: desfiles en traje de baño, de fantasía, de carrozas, balleneras y la gran velada de elección y coronación. Pero la ganadora del reinado y, por consiguiente, la reina del carnaval siempre fue quién había recaudado más dinero en su caseta. Y por fin, el 11, el día del carnaval, la gente se lanzaba a la calle con sus disfraces representativos, sus capuchones y, sobre todo, con la alegría y el jolgorio típicos caribeños. Cada carroza de barrio y su candidata iban con grupo de chirimía por las calles del pueblo, con la gente bailando detrás. Este modelo, muy familiar y barrial, entró en crisis por causa de las armas, como tantas cosas en este país. Con el fortalecimiento de las economías ilegales controladas por armados y corruptos proliferaron en Turbo bandas juveniles que degradaron el ambiente, tomaron las fiestas, instalaron el miedo, multiplicaron riñas y forzaron el encuentro social desde la calle hacia el interior de las casas, y estas se enrejaron. Los picós se transformaron en objetos de prestigio de los nuevos duros, en una especie de competencia por quién lograba el equipo más grande, más profesional y de más alto volumen. Se dice que los nuevos ricos ahora financian las reinas. En el desfile, la competencia simbólica entre las carrozas se convirtió en batallas de lodo, basura, cal e, incluso, aguas servidas. Desaparecieron los grupos de chirimía, remplazados por los picós a todo volumen.

El ambiente se vio también afectado por la llegada masiva de familias desplazadas forzosamente por guerrillas y paramilitares desde el medio y bajo Atrato. Bien que ellas también de tradición afro, llegaron con otros gustos, ritmos y tradiciones. Tampoco tenía la tradición del carnaval, sino del San Pacho, generando transformaciones en la celebración. Costaba adaptarse entre todos.

Hacia 2010, por sugerencia de artistas locales que habían participado como comparsa en el Carnaval de Barranquilla, la alcaldía dio insumos y premios para una competencia entre comparsas organizadas por diferentes colectivos. Aquel 11 de noviembre insertaron las comparsas en el desfile, como una especie de escudo humano, para que los bailarines y bailarinas apaciguaran los desmanes, generando mayor respeto. Funcionó. Excepto que como suele suceder con los estímulos, son muy ocasionales y del humor del acalde de turno.

Hoy, algunas comparsas han logrado con las uñas mantenerse. Otras se montan, también con las uñas, un mes antes, de puro voluntariado. En 2022 hubo comparsas en el desfile, pero en el de noviembre pasado no, ya que la alcaldía las mandó a presentarse por separado en el estadio local, donde poca gente acude. Sobrevive el reinado por barrio, pero ya no hay casetas ni obra social.

Ahora las fiestas novembrinas se concentran en el solo fin de semana del 11 de noviembre, con un único desfile masivo, ya no por el viejo centro, sino por la gran avenida y la playa. Pero a quién le importa la historia, si ese desfile no ha perdido nada en bunde, fiesta, jolgorio y zafarrancho. Abunda el pelo decolorado, hombres en ropa de mujer, medias bucaneras, tutus coloridos, cañones de polvo, lluvias de maicena y cañones individuales de espuma que se compran a 10.000 pesos. Para protegerse de la maicena, se llevan gafas ski, ponchos y ropa en desuso, pero de colores vivos. Ni Marimonda, Garabato, Congo, Moncuco o vaca loca. Son pocos los disfraces representativos, pero hubo una camioneta con disfraces de narcos mexicanos fuertemente armados, unos payasos, el guasón, un barbudo de estilo árabe con bufanda táctica shemagh roja, en djellaba (chilaba) blanca y con arma automática, entre otros. Parte del desfile ya no va a pie, sino en moto, con hasta cinco personas encima, y otros en motocarros, en reemplazo de los tradicionales coches. Hay unas camas bajas enormes, cada una con su picó y su gente. La del picó Danger va además con cantante. No se escucha ni un vallenato o bullerengue. Todo es regué, reguetón, exclusivos de cada pico, y música novembrina, como Plata en mano y cuero en tierra, de Nelda Piña, nacida en Gamero, Bolívar:

El marido que tenía, me quería secuestrá

También me quería adboliar de la cima de La Popa,

No daba pa’la comida y me levantaba a trompá

Cuando no me daba ná, me acostaba con todo y ropa

Quería platica pa’el trago y también quería bistec

Cubeta para el guayabo y por la noche placer

Pero lo mandé al carajo, por fin ya me liberé

De este maíz ni un grano, ni que me bese los pies

Aquí no me comes más (3x), si no das para mercar

Aquí no me comes tú (3x), si no te bajas del bus.

El Carnaval de Turbo es juvenil e intenso. Durante la primera hora del desfile, el ritmo y la adrenalina se acercan a la carrera de San Fermín, en España. Los zapatos y llantas de motos que se lanzan sobre la multitud a destino incierto son todo lo contrario de una cabalgata de señoritas paisas. En el desfile, muy pocos consumen licor, aunque otra cosa sucede en andenes y terrazas. No hay turistas, y mucho menos extranjeros. Del vecino Apartadó –donde quieren ser Envigado–, no asiste nadie.

El Carnaval de Turbo no se estudia, no se anuncia, no es comercial ni turístico. En 2021, saliendo de la pandemia, la Alcaldía decidió rodearlo con ‘cosas’: una carrera 5K, un concurso de muecas y trenzas, un festival de sancochos y fritos, una exposición de cometas gigantes, una caravana de jeeps, otra de motos NMax, una feria del emprendimiento y un foro académico-empresarial. Incluso pagó un aviso en la revista Semana.

Era el típico paquete ‘festival’ de actividades, fácil de montar, que gusta en Andes igual que en Honolulú, y que fascina al sector privado, pero en nada fortalece procesos locales. De manera que de esa agenda nada sobrevivió o se repitió en 2023. Excelente hubiera sido subsidiar cada barrio para reorganizar su caseta, reinado y obra social, y asesorar a cada colegio para organizar su comparsa. Pero aquellos son procesos y no eventos. Requieren planificación, organización comunitaria y acompañamiento de larga duración. Si hubiera apoyos públicos y privados sostenidos para lo barrial, como en Cartagena, y en concreto para el barrio Getsemaní, con sus organizaciones carnavalescas y su taller de costura, las cosas podrían funcionar de otra manera. Pero en Turbo desconfían de lo público. De la Junta Organizadora del Carnaval creada en 1985 por ordenanza municipal, nadie ha vuelto a escuchar. En Cartagena hay un Comité de Revitalización del Carnaval para garantizar una convocatoria participativa y otras metodologías sofisticadas y lograr incluirlo en la Lista Representativa de Patrimonio Inmaterial de la Nación. En Turbo no creen en semejantes bellezas. Festejan a todo, pero sin estímulos, sin convocatoria, sin palcos y sin comité. Bunde único y auténtico. Cuando vayan: traigan la maicena. No se necesita más.

*Directivos Corporación Social y Cultural Cocobalé con sede en Turbo.

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