Es algo muy bueno que tengamos solamente diez dedos en las manos porque son suficientes para contar las novedades en pódcast del moribundo 2023 en Colombia.
De entrada, el panorama de este año es descorazonador. Numerosos pódcast vacuos que nada aportan, hasta el extremo de que ya los tres mosqueteros oftalmólogos de las gafas Sajú tienen el suyo propio, Táchalo, cuyo lema es de una inmoralidad perturbadora: la voluntad lo logra todo, querer es poder. Puro coaching. Los arlequines de Fucks News también incursionaron en el manglar del sonido con un fruto homónimo que, parafraseando a Borges, es indudablemente uno de los mejores pódcast colombianos de humor: vale decir, uno de los peores del mundo. Chanza aparte, sus episodios son palizas misóginas con un reguero brusco de chistes que no pasan del lugar común. Esta embestida de pódcast mediocres está azuzada por la ausencia de la crítica, lo cual es malo para la salud de los oyentes pero provechoso para los que nos dedicamos a este oficio de esculcar el aire, pues nuestras burradas y fechorías quedan impunes.
La situación es tan grave que incluso Sergio Fajardo, el eterno político que se disfraza de profesor por haber dictado una clase hace ciento cincuenta años en la Universidad de los Andes, estrenó uno cuyo nombre de pila es, por supuesto, El profesor. Ahora resulta que todos los profesores tienen un pódcast, especialmente los de las universidades privadas. Cosa extraña, esta proliferación del pódcast uniandino (para los pocos afortunados que no saben lo que significa, esto quiere decir: de la Universidad de los Andes). La evidencia empírica indica que las directivas han resuelto añadir un requisito más para integrar su colegio cardenalicio de docentes: el de tener un pódcast.
El más dolosamente uniandino es Terrenal, el show conducido por Andrés Caro, profesor de derecho, y Andrés Mejía, profesor de economía (dos cachacos profesionales, como diría mi abuela). En cada episodio, los hosts –para emplear el argot de los Andes, con una “o” sectaria y frondosa al estilo de sus endiosados Chicago Boys– tratan un temita bonsái: hoy, la banalidad del mal; mañana, las chifladuras de Heráclito; pasado mañana, las páginas sigilosas del meditabundo Marco Aurelio, y puede que traspasado mañana se concentren en la dieta a base de tubérculos de los próceres de la Independencia. ¿Cómo lo logran?, se pregunta el despistado oyente. Muy sencillo: es que los andreses saben muchísimas cosas. No como el anciano maestro Tiziano, que a sus noventa años y con un pie en el sepulcro dijo que por fin estaba aprendiendo a pintar.
Siguiendo la senda conversacional, Charlas con Charli, a pesar de la cacofonía de su título, es interesante. Su anfitrión, Carlos Cortés, otro rolo de chancleta y medias en la playa, tiene un ojo clínico para arrancarle el hueso a una respuesta apenas balbuceada y es de los pocos en Colombia que no se empeña en que su entrevistado diga lo que no quiere decir. Además, maneja con desparpajo el esqueleto sonoro del pódcast. No siente uno que le hayan dado gato por liebre como a menudo sucede con las lonchas de radio embutidas faranduleramente en la camisa de once varas del pódcast, sino que el oído se da por bien servido con las entrevistas que Cortés les hace a diversos personajes públicos sobre temas coyunturales.
Otro jonrón de la campaña 2023 fue el lanzamiento de una nueva temporada de Expertos de sillón, uno de los escasos pódcast conversacionales que valen la pena. Lo cual es sintomático no solo de la industria, sino del país en su conjunto: los colombianos no sabemos conversar. La mayoría de los programas que se quieren conversacionales no lo son. O bien son de entrevistas, que es algo distinto, o bien son soliloquios sordos entre dos expertos, pues ahora hay expertos para cualquier asunto, sobre un tema de flácido interés humano.
Expertos de sillón esquiva ese obstáculo acudiendo a las astucias de la poesía, interrogando a sus invitados sobre cualquier recóndito tema con la condición de que no tenga nada que ver con su faceta laboral, porque no solo de pan vive el hombre. El resultado es polifacético: un periodista se zambulle místicamente en su pasión por la taxidermia, una fotógrafa desglosa su afición filosófica por ese delicioso intercambio de gérmenes que son los besos, dos hermanos se derriten en una soflama a favor de la pesca, que ellos definen como el arte de leer el silbido del río para engañar al pez.
Después de andar del timbo al tambo luchando para no quedar sepultado bajo las falanges macedónicas de pódcast parlanchines, me tropecé con Padre, Tierra. En él, Alejandro Reyes Posada, uno de los intelectuales que más sabe sobre el lío de la tierra en este país llevado a la guerra precisamente por el lío de la tierra, es entrevistado –y confrontado, y zarandeado, y juzgado, y finalmente absuelto– por su hija Canela, que se hace la que no sabe para cederle el protagonismo a su interlocutor. Los cinco episodios trazan las peripecias de un señor ya encanecido que ha luchado por una nación más justa y que por esa razón ha sido blanco de amenazas, y en cuyo rompecabezas de vida palpita igualmente la historia de un país lastimado. Es un bello y osado pódcast, aderezado con las hojas de laurel de una rocola admirable.
Al lado de los dialogados, en el estante de los monólogos, no hay mucha novedad, de manera que hay que remitirnos a los clásicos. Y el más clásico entre los clásicos es, sin duda, el del reluciente profe Carlos Antonio Vélez, que tiene el mérito invencible de ser el primer periodista en decir más gansadas al aire que Luis Carlos Vélez. Aunque hay que aceptar que el profe tiene un manejo envidiable de la lengua: él nunca opina, sino que evidencia; él no analiza, sino que desmenuza el “ecosistema de juego”, y exhuma el latín para aludir al continuum del fútbol, y, en arrebatos de cólera lírica, se refiere a las ABP –Acción a Balón Parado– para no incurrir en el delito plebeyo de pronunciar la palabra penalti. En suma, el pódcast del doctor Vélez, Palabras mayores, es realmente muy bueno, “muy óptimo”.
En el terreno de la narrativa, hay que rascar con la pezuña para encontrar cosas de valor. La depresión momposina, una saga sobre las enfermedades mentales a cargo de Cartagena Federal, tiene un primer episodio ágil con un impecable diseño musical, pero luego languidece y se vuelve pesada, perezosa y lenta como un manatí. Es de resaltar el rosario de obituarios a los objetos que ensambló Loro Pódcast: Objituario. Lo malo de tener un nombre así de bueno es que luego toca estar a la altura del reto. Objituario no lo consigue. Tiene un episodio piloto de increíble ternura (una cantata fúnebre de una periodista a su primera grabadora infantil) que pone la vara demasiado alta para el resto de la serie, que sin ser mala no llega a ser buena.
Hay que destacar la obstinada labor de Radio Ambulante, que lleva trece años clonando sonámbulamente la misma estructura ósea de sus episodios como si fueran ovejitas Dolly. Ya uno sabe cómo arrancan (“esta historia comienza en...”), ya uno sabe cómo se enredan (“pero Luke nunca se imaginó que Anakin fuera su padre...”), y cómo cierran (“esta conmovedora historia nos conmueve mucho”). Se añoran sus viejos y feroces lienzos –el díptico sobre el entramado criminal de las cirugías estéticas en Medellín (Doctor: ¿esto es normal?), por ejemplo, o el antediluviano capítulo acerca de los cuerpos N.N en Puerto Berrío, del 2013–, pese a que esta decimotercera temporada incluye el notable caparazón periodístico de Lord Alejandro, sobre un charlatán genial que, con la triquiñuela de tener la sangre azul, estafó a decenas de paisas.
Habría que mencionar DMG: el sueño de la hormiga, producido por La No Ficción en asocio con Spotify, pero la falsa modestia ensotanada que me inculcaron los curitas de mi colegio me impide hablar de algo en lo que participé. Me gusta creer, sin embargo, que DMG: el sueño de la hormiga –cuyos nueve episodios dibujan el itinerario de esa pirámide financiera desde el sótano hasta la azotea, apoyados en una reportería de más de un año- es prueba de que, bajo propicias condiciones financieras, en Colombia somos capaces de proyectos sonoros ambiciosos que no tienen nada que envidiarles a los gringos.
Con todo, lo que de veras hay que lamentar no es el annus horribilis para el pódcast narrativo, ni la calamitosa falta de recursos, ni la jerigonza marciana del profe Vélez, ni la endémica hostilidad a la crítica, ni mucho menos la sabiduría mastodóntica de los uniandinos, sino la hecatombe de que haya transcurrido un año más sin haber hallado un digno reemplazo a la estruendosa, rapaz y abominable palabra “pódcast”. Y eso sí que no puede ser.
*Periodista en la casa productora de pódcast La No Ficcion.