Todo se va alejando. Este que veis aquí no escribe reseñas ni crítica de libros: zapatero, a tus zapatos. Escribo la alabanza al autor de una novela que me conmovió, que me está conmoviendo aún hasta el enternecimiento, después de dos meses y cinco lecturas, no obstante mi armadura cejijunta. Y la escribo con mi pluma Mont Blanc de veinticinco años de edad, cargada hoy con tinta azul turquesa. Esta pluma soporta todas las huellas de mi mano diestra y cuenta mi vida en este escritorio.
Así, la tarde con tapabocas del 23 de noviembre de 2020 ya va en mi memoria: me reuní en el Jardín Botánico de Medellín con Esteban Duperly, de quien no sabía nada, nada, para conversar en Capítulo Aparte, de Teleantioquia, a la sombra goteada de un árbol enorme.
Por el apellido de Esteban supuse su pertenencia a Oduperly, la mata amarilla girasol de la fotografía en Medellín, por una de cuyas tiendas yo pasaba caminando algunos lunes, bajado de la montaña para desbocarme devorando placer repostero en El Astor.
Esteban me entregó un libro azul titulado Dos aguas, con su fotografía en blanco y negro en la solapa, con la camisa ilustrada con hojas de maple en caída masiva provocada por un vendaval. Ese libro es su primera novela, publicada en 2018 y reimpresa en 2019, y me lo dedicó así: “Para Eduardo, con admiración y respeto, de guarceño a guarceño”. Estas palabras me desataron agradecimiento y risa, dos estados de la alegría, por ese humor discreto y fino que es talento.
Pero no me dijo que la novela acababa de ser finalista del premio de narrativa del Ministerio de Cultura, otorgado ese 2020 a la novela Aves inmóviles, de Julio Paredes, escritor que murió poco después de recibir el premio, ojalá de felicidad.
Lo de guarceños tiene su melodía: es el gentilicio de la gente de El Retiro (por nacimiento, origen y hasta por adopción o usurpación). Fernando González tenía tierrita en El Retiro y se encariñó con el pueblo y con los guarceños, e investigó-inventó la historia de la palabreja. Concluyó que venía de la deforme pronunciación de cuarzo en cristales de las antiguas vetas de oro de esas tierras, que chispeaban en las noches alumbradas por la luna y en los días de sol radiante, luna y sol que golpeaban de luz las aristas de las pequeñas rocas blancas que sobrevivían a los mineros de los siglos XVIII y XIX y respondían a los toques de luz con sus rimas misteriosas que deslumbraban los ojos y la imaginación de los montañeros.
Mi familia por punta y punta es guarceña y yo viví veinte años en una montaña de El Retiro, en El Saladito del Monte: es decir, soy guarceño de origen, de habitación y de corazón, y mi pereza lo confirma.
Y Duperly vivía en una casona del pueblo, de ventanas y puertas verdes oscuras, y usurpó el gentilicio para la dedicatoria, por admiración y amor al Guarzo (apodo de El Retiro), en el lindero de la soledad entre tapias e historias ya vencidas de amores y desamores seculares: la casa de Pastorita y Ana Botero Vallejo, primas de mi mamá, exactamente al frente de la de mi abuelo Vicente Vallejo.
Algunos fines de semana de la infancia íbamos en familia al pueblo y nos llevaban a saludarlas. Esas visitas yacen eternizadas en mi nostalgia con las arrugas del rostro de Pastorita y el dedal de vino dulce de consagrar y las galleticas dulces del tarro de latón que nos daba apenas cruzábamos el contraportón tallado, cuya campanilla en el dintel nos anunciaba con su canto, y veíamos, olíamos, oíamos y renacíamos ante el patio de las bifloras, que guardaba vida íntima al sol, al aire, a la lluvia, a las aves, a los recuerdos.
La primera frase de la novela Dos aguas es esta: “Un zancudo rozó su oreja y se perdió en lo oscuro”. Una belleza, como una verdad visible.
En mayo pasado me dijo Esteban que saldría su segunda novela: “Quería contarte y decirte que pronto te llevaré un ejemplar. Así como las beatas peregrinan a ver al Divino Niño. Así voy a peregrinar yo a tu casa”. Duperly siempre es amable y está dispuesto para el humor natural y espontáneo, sin libreto, amable y oportuno.
Y le respondí: “Yo soy un santo. Tal vez no amerito peregrinación, pero la tuya es un homenaje que me alegra”.
En Dos aguas yo había encontrado ya la calidad de su prosa, ajena a modas y tendencias, original, honrada y lúcida. Desde la primera frase, la del zancudo que no pinchó pero evocó la rasquiña, sentí la picazón amable de la buena escritura, bien sabida, bien sentida, que no proviene de una pluma común y corriente.
Y el trato personal del escritor, serio, sencillo, directo, sin arrogancia, cordial, sin falsos aspavientos, sin distancia artificial, sin utilitarismo, sin la peste de la artistada, me mostró a un hombre amable que hace lo suyo a su manera, lo que quiere, lo que puede. Y sabe que está, como todos, expuesto y dispuesto al error, al fracaso, al gusto, a la amistad, a la soledad, al humor, a la burla, al amor, a las muertes ajenas y propias, a la tristeza, a la intrascendencia, porque no hay nadie tan extraordinario que no sea ordinario: alguien en quien confiar y, si uno se descuida, un amigo. Cuando llegué a esta palabra se me presentó como por ensalmo el grito de Aureliano Babilonia en la mitad de la plaza del pueblo, en la última borrachera de la última madrugada de Macondo, apenas antes de encontrar su muerte en el instante en que acabara de descifrar los pergaminos en sánscrito de Melquíades: ¡Los amigos son unos hijos de puta!
En agosto presentó El medidor de tierras en Otraparte, me invitó y me llevó el libro, con esta dedicatoria: “Para Eduardo, a quien admiro como escritor y como perezoso”. El sustantivo que me atribuye y me fija a esta pluma y a este cuaderno es su amabilidad; el adjetivo final, gracia y talento literario, una hermosa verdad.
El título me remite a la contemplación, como si la prosa no deseara salir de sí ni desbordarse y permaneciera en su origen, en la fuente, en su inercia, en la palabra silencio, la mejor de la literatura, la que excede al verbo ser y accede a otro más íntimo, sentir, en reflejo o eco: sentirse, que es el supuesto de la originalidad.
El medidor de tierras es una novela redonda: comienza por el final y termina en el principio. En el castellano del diccionario de la RAE, uno de los nombres de la palabra redondo es perfecto, y a mí me eleva, como en ensoñación, a ciertas montañas, a la luna llena (el girasol de la noche) de mi sensibilidad, al sol que la amarillea, a las coplas redondillas españolas y antioqueñas del amigo que vive en vegetal en un roble, a la rueda que patina en el pantano, a los recuerdos, a las tristezas que se gozan, a los oleajes de Joseph Conrad, a Proust y su tiempo que se recobra, a la quietud de mi siesta que de tanto conservarse se repite como un pleonasmo.
Entre la primera frase y la última hay continuidad de la línea curva de las palabras, que va sin interrupción por distracción ni pérdida del hilo del estilo, sin florituras, siguiendo la orden de la historia para el disfrute del escritor y el lector.
Toda la prosa es coherente y conduce, por necesidad de la redondez, al punto final, a la sensación de que desde ahí ya no hay sustento para más palabras. Digo que no le faltan ni le sobran palabras ni puntuación, que las que están ocupan sus lugares cómodamente, que ninguna se siente mal acompañada, que sus sentidos incontables y quizás inagotables van saliendo al toque de la sensibilidad y la imaginación y la intuición y hasta el deseo milagroso del escritor y del lector, que se juntan casi insensiblemente en otro mundo que se llama La experiencia literaria en las palabras de Alfonso Reyes, ese muerto que sigue vivo.
Aquí va el primer párrafo de la novela:
“Los tres caballos y la mula cargada se detuvieron al pie de un caño cuya corriente pulsaba lenta como la arteria de un hombre dormido. Después de la tempestad de toda la noche y el aguacero que todavía caía, la sabana empezaba a derramarse. Los cauces secos durante meses rebosaban ahora de agua y la tierra se convertía en un extenso pantano”.
Con el relato en marcha se va formando la historia, poblada de ausencias, sorpresas y sobresaltos, de descripciones de paisajes que se tragan a sus habitantes y parecen vacíos y desolados, de manifestaciones de vida y movimiento en una tierra aparentemente abandonada, sumida en la proximidad de la nada, de esa nada cuya única realidad consiste en que tampoco es imaginable ni nombrable.
Hay otra palabra que es verdad aplicada a la escritura de Duperly: elegancia, atribuible también a su persona, de fondo y de apariencia, de palabras y de silencio, de actuación y de abstención.
La elegancia es una rareza reconfortante. Es precisamente lo contrario de la vulgaridad, entendida esta en el sentido 5 del diccionario: Que no tiene especialidad particular en su línea.
Es natural y viene del origen, no se adquiere y puede y suele perderse. Es interior y puede salir a la luz, pero en casos de delicadeza extrema prefiere la penumbra y permanece en condición de sentimiento, de actitud, de intimidad. Atrae y trasmite placeres, sensaciones, bondad, alegría, sensibilidad, arte: el gusto de vivir.
La novela de Esteban la lleva con discreción y hasta humildad, pero se le nota, como a la narración del accidente de la magdalena en Proust, que desata el título de En busca del tiempo perdido con un emblema repostero de la elegancia parisina de hoy, visible en la fotografía de la tienda de magdalenas en la culata del Hotel Ritz.
La amistad con Esteban Duperly se va acercando.
Pero él está en peligro. Cuando terminé la primera lectura de la novela, le envié a Luis Miguel Rivas un mensaje de admiración muy expresivo, que me pidió el favor de no ahondar porque le sacaba la envidia, que a mí ya me había invadido. Y nos cruzamos estos dos mensajes, el mío y el suyo:
Entonces veámonos primero vos y yo cuando vengás, y planeamos el asesinato de Esteban. Si no lo matamos, nos borra.
Y dijo: Jajajaja. Le dejamos un letrero al cuerpo: Por excelente.
*Escritor colombiano. Su última novela es Aves de paso.
