Sopita en botella, en la voz de Celia Cruz
La devoción está profundamente conectada con los calendarios: en todas las comunidades hay fechas importantes en las que los fieles renuevan su compromiso con la fe o con el grupo, que vienen a ser lo mismo. Pienso en ello luego de ver la diligencia con la que los matanceros de Medellín –reunidos en una corporación o al margen de las instituciones– celebraron en enero dos fechas importantes en la historia de La Sonora Matancera. La primera fue el 12 de enero, cuando se cumplió un siglo de la fundación de Tuna Liberal, un grupo que con los años cambiaría varias veces de nombre hasta quedar en 1935 con el que sería conocido en todo el continente. La segunda fecha fue el 29 de enero, momento en el que se conmemoró el centenario del nacimiento de Celio González, una de las gargantas inconfundibles del son y la guaracha cubanos.
El rosario de efemérides continúa. En el segundo piso del centro cultural La Huerta –Avenida La Playa, frente al Pablo Tobón–, la periodista Luz Patricia Vargas me cuenta que el 11 de febrero se celebra el aniversario 69 del primer concierto de la Sonora en Medellín. “Se presentaron en el Club Unión, un sitio de la élite de la ciudad”, dice Luz Patricia mientras echa un vistazo a las fotografías que adornan la sala en la que conversamos: ahí están colgados reproducciones de retratos de Manuel Mejía Vallejo, Elkin Restrepo y otros escritores y artistas antioqueños. Aunque nunca la vio tocar en vivo, muy joven Luz Marina contrajo el gusto por la Sonora. Y habla con soltura de la importancia que la música afrolatina tuvo para transformar la rumba y la bohemia locales en los sesenta, setenta y ochenta del siglo pasado.
Antes –adverbio gaseoso para hablar del pasado– la vida nocturna era dominada por los hombres. “En mi juventud las cantinas estaban llenas de machos solos, algo muy paisa. Se trataba de hombres que se sentaban a escuchar música y a beber”. En esos escenarios del centro y del norte de la ciudad la presencia femenina estaba vedada o respondía al placer masculino. “Había la idea de que las mujeres decentes no íbamos a esos sitios de diversión. Y las que iban eran prostitutas o meseras”, dice Luz Patricia.
En ese contexto ella y sus compañeras de la Universidad de Antioquia descubrieron la salsa, el son y, por extensión, el enorme repertorio de la Sonora Matancera. También se percataron del poder liberador del baile, de la carga política que tiene moverse al compás de la voz seductora de Bienvenido Granda o de la voz marihuanera de Daniel Santos. Al final de cuentas, estas mujeres aprendieron de Celia Cruz que se les podía decir no a los hombres y no perder por ello la cheveridad. “Oye mi socio/ no esperes que yo te lleve esa sopita en botella/ Ni que te compre ese pardo/ Ni que te dé esa mesada”, cantó la Guarachera en Sopita de botella.
Al tiempo que las madres o las abuelas de las veinteañeras de hoy descubrieron la vida por fuera del matrimonio, aparecieron bares consagrados a los sonidos antillanos. Seguro la lista es más larga, pero me limito a la que hace de memoria Luz Patricia. Ella habla con una pizca de nostalgia de La Fuerza, Bahía, El Oro de Múnich, de Bururú Barará, todos ubicados en las calles tropeleras del centro de Medellín.
“Algunas veces estábamos en estos sitios y llegaba la policía a pedirnos el carné de sanidad a las mujeres que estábamos ahí”, dice Luz Patricia. Luego recuerda con una risa leve su gran miedo de esos años: terminar en un calabozo de la policía y que sus familiares tuvieran que sacarla de allí. “Ellos nunca supieron que yo iba a esos sitios”, dice.
Le pregunto por las razones que hicieron tan popular la música de la Sonora en Medellín. Para ella son tres: las cantinas, la radio y Daniel Santos. Sobre la influencia del Jefe en su generación -la de ella-, dice que la gente de la ciudad se acostumbró a verlo en las calles, caminando por ahí como un parroquiano más. A diferencia de otras estrellas de la música, Daniel era cercano para la gente. Al menos eso recuerda Luz Patricia. “La gente le acolitaba el gusto que Daniel tuvo por la marihuana. Hoy hay en Medellín Danielistas puros, gente que no tolera las críticas a las canciones del Jefe”.
Su experiencia con la orquesta cubana ilustra los cambios en los papeles de los sexos y los géneros. Una noche, siendo universitaria, trató de entrar a las tertulias de la Corporación Sonora Matancera. Al darse cuenta de que no era socia, el portero no le franqueó el paso. Ahora, luego de las vueltas de la vida, hace parte de la junta directiva de la misma organización: es la responsable de las tertulias del segundo viernes de cada mes, en la sede de A puro tango.
El gavilán, en la voz de Nelson Pinedo
Minutos antes de las dos de la tarde, en el estudio de Latina Estéreo, el locutor Eliabel Ángulo prepara los temas que llegarán a la audiencia del programa Maravillas del Caribe. La primera canción de la lista es Rabo e mula, del cubano Panchito Riset. La segunda es Guajiriando, del mostacho musical Bienvenido Granda con la Sonora Matancera. Apenas suena la cortinilla de su programa, Eliabel –conocido por casi todos los radialistas de Medellín con el nombre de guerra El hijo del Siboney– se acomoda frente al micrófono y saluda a su público con la frase: “Vaya, caballero. Soy Eliabel Ángulo y aquí comienza un recorrido imaginario por los pueblos del Caribe”.
Aunque no sea del todo preciso decirlo, el programa de Eliabel es el relevo de Una hora con los solistas de la Sonora, el mítico programa de Orlando Patiño. La afirmación está en el limbo porque, por un lado, ambos programas comparten horario y audiencia, y, por el otro, el de Eliabel tiene un repertorio más amplio: Celina y Reutilio, Miguel Matamoros, el Septeto Nacional.
La entrevista continúa en los ratos en los que se apaga el aviso de neón que dice Al aire. Eliabel narra en detalle su debut en Salsa en grande, un programa que a mediados de los setenta se emitió en La Voz del Río Grande. El primer disco que presentó en una cabina de radio fue Canto a Borinquen, de la maravillosa dupla Colón-Lavoe. En el torrente de nombres que suelta Eliabel en las pausas del programa sobresalen los del empresario Bernardo Tobón y el locutor Alfonso Gómez Barrios.
Ellos, además de Paché Andrade, Orlando Patiño, Jairo Luis García, del mismo hijo del Siboney, fueron los responsables de una mutación de la radio y la rumba de Medellín. Antes –de nuevo aparece el diablillo del adverbio– la radio difundía tangos y música de los Andes. Los dueños del dial y de las cantinas eran Carlos Gardel, Garzón y Collazos. Con estos radialistas los ritmos de las costas renovaron los gustos y las tácticas de seducción de los jóvenes de entonces. La gente dejó de llorar por el desamor y comenzó a bailarlo.
Al menos eso hizo la muchachada, según el relato de Eliabel, que ahora lee en las pantallas de su celular y de un portátil los mensajes que llegan a su WhastApp y al de Latina. La gente solicita canciones o reporta sintonía. Uno de ellos pide una de Celio González, a lo que Eliabel responde que el programa del día anterior estuvo casi por completo consagrado a la memoria del cubano.
Da la hora y presenta Vuela la paloma, de Tito Rodríguez. Las trompetas sueltan su brillo de metal y Eliabel dice que los oyentes saben más de música que los locutores. Narra la anécdota de una mujer que le regaló elepés de Celina y Reutilio que ni siquiera hacían parte del inventario de Claridad –la primera emisora salsera de Medellín, según Eliabel– ni de La Voz del Río Grande. Se acerca el final del programa, le pregunto a Eliabel por sus canciones favoritas de la Sonora. Responde con la diplomacia del radialista experto: “Llave, hay muchos discos bacanos. Pero, por paisanaje, escojo las canciones que grabó Nelson Pinedo con la Sonora”.