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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • Título ilustración: Mujeres / Alejandra Pérez / @ale_perek / Técnica: Colores, acuarelas y acrílico / 2020
    Título ilustración: Mujeres / Alejandra Pérez / @ale_perek / Técnica: Colores, acuarelas y acrílico / 2020

Dos hermanos y dos hermanas

En las Mil y una noche está contenida la raíz de la misoginia y del sometimiento de las mujeres. Empieza con un par de hermanos, y termina con un par de hermanas.

Carolina Sanín* | Publicado

Una de las formas que tenemos de contar la historia de nuestra literatura —y de nuestra imaginación— empieza y termina —solo que nunca termina— con la colección de cuentos llamada Mil y una noches, que trata sobre una mujer que le cuenta a un rey cuentos en los que aparecen personajes que cuentan otros cuentos, cuyos personajes cuentan más cuentos, y así sucesivamente —solo que no sucesivamente, sino inclusivamente—, en una progresión y una regresión a un infinito posible. Algunos de los cuentos de las Mil y una noches tienen como protagonista a un rey en el que puede verse reflejado el rey que escucha narrar, quien, a la vez, refleja al lector, pues este recibe los mismos cuentos que él, simultáneamente con él. La mujer que narra, por su parte, está repetida en cada uno de los personajes que recuerda e inventa, y que, en su cuento, cuentan como ella.

Por medio de su estructura de repeticiones e interpolaciones, el libro hace que el lector y la lectora desciendan precipitadamente a través de textos contenidos en otros —y de personajes contenidos en otros—, hasta el que está más adentro, más sumergido entre capas de acontecimientos y bajo corrientes de palabras, y que luego vuelvan a subir como para despertar y tomar aire en la superficie —que es la noche en que la mujer está perpetuamente contándole historias al rey—. A lo largo de la lectura de las Mil y una noches —y a lo alto y a lo bajo, a lo ancho y alrededor de su circunferencia—, el lector y la lectora van entendiendo que un camino verdadero es un espejo, y llegan a sentir —sin entenderlo— el misterio que subyace tras toda esperanza: que lo más pequeño pueda contener lo más grande —como el cuerpo mortal al espíritu inmortal, el amante al amado, el autor a la obra y el hombre a Dios—, y que lo singular pueda contener lo plural —la madre a los hijos y las hijas; el individuo a la comunidad—.

La experiencia leída del infinito —la experiencia de la lectura de las Mil y una noches— puede dar paso a la alegría —otro nombre de la curiosidad— y a la compasión, si imaginamos la alegría como un atisbo de duración y de extensión —es decir, como un consuelo de la muerte—, y si imaginamos la compasión no como el proverbial «ponerse en el lugar del otro», sino como la constatación de que la propia historia —el lugar propio— comprende todas las historias que cuenten todos aquellos que se mencionen en ella.

En las Mil y una noches, antes de que aparezca la contadora de historias, se narra lo que les acontece a dos reyes hermanos que han heredado el mundo en dos partes y gobiernan en paz, hasta que, cierto día, el mayor siente nostalgia del menor y lo manda llamar. El menor se pone en camino hacia el reino de su hermano, pero de repente se acuerda de que se le quedó un regalo que quería llevar para su anfitrión, y se devuelve a su palacio. Descubre, al llegar, a su esposa con un esclavo negro en el lecho matrimonial. Entonces «pierde el mundo de vista», y mata a la esposa y al amante. Luego, reanuda su viaje. Ya huésped en el palacio de su hermano, descubre que a éste también lo engaña su esposa, y se lo hace ver. Confundidos y apesadumbrados, los dos hermanos se disponen a recorrer el mundo en busca de alguien que sufra una desdicha pareja a la suya. Lo encuentran enseguida, en la costa: un efrit —un ser mágico, poderoso y gigantesco— a quien su mujer engaña numerosamente a pesar de estar encerrada dentro de un cofre dentro de una caja cerrada con siete candados y confinada al fondo del mar. Con una medida de satisfacción, cada rey vuelve a su reino, de donde se ausentó más de la cuenta porque una mujer lo había adulterado —es decir, lo había hecho ser un personaje de ficción, un personaje que él no sabía que era, alguien que no puede ver su propia marca: un cornudo—.

Del hermano menor no se vuelve a saber. El mayor se convertirá en el destinatario de nuestro libro. A su regreso, decide que cada noche se acostará con una mujer y, al alba, hará que su visir la descabece. Así hace, hasta que quedan pocas mujeres en el reino; entre ellas, las dos hijas del visir encargado de los descabezamientos. La mayor, que posee mil libros y ha leído las historias de pueblos desaparecidos del pasado —que es, ella misma, una biblioteca y la pervivencia de lo muerto y lo perdido—, le sugiere a su padre que la case con el rey vengativo. El padre objeta contándole el primer cuento interpolado en el libro: una fábula que advierte contra la curiosidad. Ella lo escucha, pero no sigue su consejo. Asistimos entonces a un primer prodigio: la voluntad de una joven se impone sobre el padre, aún a riesgo de que éste se vea obligado a matarla. La mujer sabia, valerosa y aventurada se impone sobre el patriarca subalterno del rey y desata los vientos de la literatura.

La hija del visir se llama Shahrazad. Antes de que la lleven ante el rey despechado, elabora un plan con su hermana menor, Dunyazad. Convienen en que la menor esperará, a los pies de la cama, a que la mayor termine de hacer el amor con el rey, y entonces le pedirá a su hermana que cuente una historia para distraer el insomnio. Shahrazad empezará entonces a contar un cuento en el que «se hallará la salvación» —y que será el signo de la salvación misma: la interminable cancelación de la muerte, debido a que en cada historia que termina late una historia más—. A la mañana que sigue tras la peligrosa noche de bodas, resulta que el rey no mata a su nueva esposa, sino que, trasnochado, sale a reinar. Y sigue otra noche y siguen mil más.

La historia marco de las Mil y una noches —la que contiene todas las historias siguientes— empieza, como vemos, con un par de hermanos, y termina con un par de hermanas. Los dos hermanos ven cumplido el escenario que el hombre teme —y que constituye la raíz de la misoginia y del sometimiento de las mujeres, y funda prácticamente todo nuestro mundo social y político—: que una mujer lo engañe, y así ponga en duda la legitimidad de su descendencia; es decir, que ponga en entredicho su identidad y su posibilidad de pervivir en las generaciones ulteriores; es decir, que ponga en peligro el paso del tiempo humano, el tiempo sucesivo; es decir, que destruya cierto modo de existir. Si, encima, la mujer falsa engaña a un rey con un esclavo negro, a la amenaza de no supervivencia se suma otra contra el orden, el poder y la constitución del reino —contra la identidad no individual, sino nacional y cultural—, implícita en la unión de los sometidos y conducente a la emancipación y la subversión.

Los dos hermanos vencidos que «pierden el mundo de vista» encuentran un alivio —que les permite seguir gobernando— en la visión del efrit engañado, con la que comprueban que todos los machos sufren por causa del deseo inatajable de las mujeres. Esa consciencia de igualdad les hace establecer un pacto tácito que los asegura contra el deseo femenino. Sin embargo, los dos hermanos se separan: aparentemente, su pacto no deriva en la compañía, ni en la conversación. El mayor, que es el que continúa en nuestra historia, resuelve, en su soledad, cortar la cuerda de la experiencia —tejida con la tensión entre los hilos de la unidad y los la diversidad— al decidir que todas las mujeres son una y la misma, y que la mujer debe morir una y otra vez. Con ello, se acerca a cumplir precisamente el temor patriarcal de la detención de las generaciones y el fin de la historia.

Aparece, entonces, Shahrazad para salvar el mundo. Así como la mujer del efrit —por el deseo de la unión sexual— podía salirse de una caja encerrada dentro de un cofre cerrado con siete candados y depositado en el fondo del mar, Shahrazad saca, animada por el deseo de vivir —que es otro nombre de la curiosidad—, historias guardadas en otras historias consignadas dentro de personajes en el fondo del tiempo. A la exclusión del pacto de los hombres, antepone la inclusión mutua. Contra la desaparición, hace aparecer. A la igualdad temerosa patriarcal, antepone la hospitalidad desbocada que lleva a comprender no solo que todos los hombres son iguales, y sufren parejamente, sino también que todos son distintos, pero remiten unos a otros, y salen, todos, de una mujer.

Cada mañana, el rey Shahriyar sale de la cámara del sexo y de las historias —donde Shahrazad le fabrica sueños que reemplazan el dormir, y asume la expresión de su inconsciente— a gobernar: a juzgar, y a nombrar y destituir funcionarios, según nos dice el libro. Mientras que la ley diurna busca poner a cada cual en su lugar con actos de poder, la ley nocturna demuestra que el lugar de cada uno es el desplazamiento hacia el interior de otro en la paciencia de la escucha. La ley de la narrativa, o si se quiere, de la imaginación, construye durante la noche sin juicios la justicia humana que puede impartirse en el día. Muchos de los cuentos que Shahrazad cuenta al rey y a Dunyazad —quien, por cierto, a los pies de la cama de los amantes vive un aprendizaje erótico a la vez que literario— demuestran la imposibilidad de la culpa y la necesidad del perdón, y culminan en reconciliaciones y uniones.

Debido a que escucha cuentos, Shahriyar no solo deja vivir, sino que también puede gobernar en paz. En el reino se interrumpe la venganza —del rey contra todas las mujeres, es decir, del rey contra el tiempo y el número— con el nacimiento de la curiosidad del vengador por las historias de otros —que son formas de contar la suya—, y con la comprensión de que en cada uno estamos todos y, por tanto, no hay responsabilidades exclusivas. El aprendizaje estético de la narrativa es el aprendizaje ético de la clemencia, que es el principal atributo de Dios en el Islam. La posibilidad de un reino continuo, vivible, tiene como condición que la preocupación patriarcal por la identidad dé paso a la suspensión atenta y horizontal de la fraternidad. El tiempo sucesivo, vertical del reino sólo puede continuar si de noche se hila con la circularidad femenina de las historias. Y hay algo que yo no alcanzo todavía a descifrar: el sentido justo de que, mientras los dos reyes hermanos están lejos uno del otro, y sienten nostalgia y planean visitarse —para salirse de sí y que entonces cese la paz y empiece el motivo de la historia—, las dos hermanas ingeniosas estén en la misma cama compartiendo los placeres de copular y hablar, de los que surge el contenido de las historias. Barrunto que la respuesta tiene que ver con la variedad de la hospitalidad.

Me hago también otras preguntas: el rey, aparentemente, nunca duerme, pues de noche escucha historias y de día gobierna; pero ¿Shahrazad sí duerme? ¿Durante el día sueña, para poder contar por la noche? ¿O durante el día cría a los niños que durante la noche concibe del rey? ¿O durante el día se acuesta con los esclavos? ¿O durante el día escribe el libro? ¿Cómo es el tiempo de la señora del tiempo? ¿Quién podría contarlo?

*Escritora y profesora colombiana.

Carolina Sanín estará en la conversación Deseo y consentimiento de la Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín. Domingo, 17 de septiembre, 6:00 p.m.

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