Las tres fotografías incluidas en la primera y segunda edición de La vorágine siguen despertando toda clase de preguntas. Nadie sabe con certeza si son imágenes documentales o fruto de una maliciosa labor en el cuarto oscuro. El profesor Carlos Guillermo Páramo sugiere, en su excelente ensayo Cosas de La vorágine. Una guía para viajeros hacia el vórtice de la nada, que la primera foto, aquella en la que vemos al personaje principal, Arturo Cova, retratado por Zoraida Ayram, pudo ser en realidad un collage «en el que se superpuso la cara de quien efectivamente era José Eustasio Rivera sobre la de un misterioso y acaso legítimo caboclo; tal vez incluso el Arturo Cova “histórico”». Las otras, la del baquiano Clemente Silva y la de un siringuero sangrando un palo de caucho, podrían ser postales compradas en Manaos, ciudad donde Rivera estuvo en 1923, o parte del archivo extraviado del explorador francés Eugène Robuchon.
Independientemente de cómo hayan sido creadas, importa resaltar que la fusión de Rivera en Cova (¿o de Cova en Rivera?) es la causa original del equívoco que desde 1924, año de publicación de libro, ha persistido entre los lectores y parte de la crítica especializada: ¿es La vorágine una novela «basada en hechos reales» o es, más bien, una requisitoria política que ha recurrido a elementos de la ficción? Esta pregunta es relevante porque, como también sugiere Páramo, al incluir tres fotografías, Rivera podría haber sido el primer autor en el mundo en emplear este recurso para darle verosimilitud a una novela, ya sea utilizando imágenes supuestamente fidedignas o alterándolas para hacerle un «ajuste» a la realidad.
¿De dónde tomó Rivera la idea para ensamblar un texto con un estatuto así de ambiguo? ¿En qué fuente se apoyó para concebir una literatura con fronteras deliberadamente porosas? La respuesta que propone Páramo en Cosas de La vorágine no me convence. En primer lugar, porque The Lost World (1912), de Arthur Conan Doyle, la novela que él señala como la primera en fusionar texto e imágenes fotográficas en el mundo, incluye solo una fotografía, lo cual parece insuficiente para considerarlo un gesto deliberado. (Las otras trece ilustraciones del libro corresponden a mapas, esquemas y dibujos).
Mi conjetura inicial es que, si Rivera se fijó en una obra literaria para sus propósitos de mezclar realidad y ficción, la fuente a la que acudió fue la novela Brujas, la muerta (1892), de Georges Rodenbach. Publicada veinte años antes que la de Doyle, en esta fantasmagórica pesadilla de un viudo que persigue el recuerdo de su esposa por un pueblo belga, las treinta y cuatro fotografías encargadas a los estudios parisinos Lévy y Neurdein sí cumplen un papel crucial. El propio Rodenbach lo dice en la nota introductoria: «Por eso es importante, puesto que estos escenarios de Brujas colaboran con las aventuras, reproducirlos también aquí, intercalados entre las páginas ... para que quienes nos leen experimenten también la presencia y la influencia de la ciudad».
A comienzos del siglo XX, Rodenbach gozaba de un prestigio considerable entre los lectores colombianos. Ramón Vinyes lo saludó en un poema dedicado a la isla de Curazao, Eduardo Castillo lo ponderó en las páginas de Cromos y José María Vargas Vila lo incluyó entre aquellos a quienes consideraba «cumbres» de la literatura europea en De sus lises y de sus rosas (1912). Rivera pudo, pues, perfectamente leer el libro, ya fuera en la edición francesa de Ernest Flammarion, ya en la traducción al español de 1896.
Ahora bien, si Rivera buscó en fuentes documentales para su objetivo de mezclar historia y mito, entonces parece plausible que su modelo fuera la memoria Diez de febrero (1910) del fotógrafo Lino Lara. En este libro, que incluye una extensa serie de documentos sobre el atentado al presidente colombiano Rafael Reyes en Barrocolorado en 1906, Lara mezcla sus fotografías de reportero, tomadas en el momento, con simulaciones teatrales realizadas varios años después.
Al igual que con la novela de Rodenbach, se puede afirmar con cierto grado de certeza que Rivera conocía el libro, no solo porque trabajó en el Ministerio de Relaciones Exteriores (institución que encargó la memoria para el Centenario de 1910), sino también porque, en diversos sentidos, Rafael Reyes forma parte del mundo que se recrea en La vorágine. A los diecisiete años, Reyes fundó junto a su madre la empresa Elías Reyes & Hermanos, la cual se dedicó a exportar quina a Europa para tratar la malaria. El éxito comercial de la compañía le brindó la oportunidad de llevar a cabo grandes proyectos urbanos en las selvas colombianas, atrayendo la atención de la prensa y los científicos sobre el Putumayo. De no ser por la trágica muerte de sus familiares y la caída mundial de los precios de la quina, quizás Reyes se habría convertido en alguien similar a Julio Cesar Arana, el fundador de la firma exportadora de caucho denunciada en La vorágine.
Hoy en día, las fotos de Lara del atentado a Reyes y del fusilamiento de los frustrados asesinos circulan como documentos históricos reales, a pesar de ser falsas. Tal vez Rivera intuyó la modernidad implícita en ese gesto y decidió que, si podía ayudarnos a ver con ojos distintos la historia, también podía añadir un elemento nuevo (e inquietante) a la literatura.
*Escritor y editor colombiano.