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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • Una foto de Manuel Mejía Vallejo tomada por su amigo Guillermo Angulo.
    Una foto de Manuel Mejía Vallejo tomada por su amigo Guillermo Angulo.
  • Manuel Mejía con sus hijas Adelaida y Valeria.
    Manuel Mejía con sus hijas Adelaida y Valeria.

Don Papá, un recuerdo de Valeria Mejía

La hija menor del escritor recuerda a su papá desde la relectura de sus libros.

Valeria Mejía Echeverría | Publicado

Páguese únicamente al primer beneficiario”, dice en el cheque por ciento noventa y siete mil seiscientos pesos, con fecha del 27 de enero de 2012, catorce años, seis meses y cuatro días después de la muerte del destinatario (julio 23 de 1998). ¿Concepto del pago? Derechos de autor de una reconocida editorial por un año de regalías de una de las más potentes, originales y arriesgadas novelas de la literatura colombiana... un derroche de lenguaje, violencia, música, belleza, barrio, ciudad y aguardiente: Aire de tango. ¿El beneficiario? Manuel Mejía Vallejo, escritor de más de 25 libros —novelas, cuentos, poesías, ensayos, artículos—, figura fundamental de la literatura latinoamericana y, además, mi padre.

Soy Valeria, la menor de los cuatro hijos más conocidos de don Manuel (“don papá y me respetás”, respondía entre risas al llamado infantil de “papi, papi”) como ha dicho con humor mi madre, sabiendo de las andanzas de juventud y exilio por Venezuela y Centro América del hombre, y consciente, siempre, de la capacidad de seducción de la belleza y la palabra... ambos “dones” dados a él.

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Tuve una infancia entre libros y sonidos de “tras tras” de su máquina de escribir, de su radio que sonaba sin parar tardes y noches: noticieros que hablaban de muertes y secuestros, Montecristo, Vargasvil, “Siempre Pilsen va marcando el paso”, “Porque Carvajal hace las cosas bien”, “condimentos la gran cocina y Triguisar”; y por un siempre continuo musical de fondo de boleros y tangos en la voz de mi madre o en las también musicales y desbordadas palabras del padre: exageradas pero precisas, profundas, alegres y a ratos tristes de amor o de alcohol —entonces no entendía yo qué era eso de la tristeza o del licor—.

Recuerdo: yo sentada sobre las piernas de El hombre mientras juega al solitario, el reverso de las cartas desgastado por el uso, casi blanco. Recuerdo: el padre—escritor frente a la máquina Olivetti, digitando a toda velocidad, mi hermana y yo encaramadas en unas sillas, una a cada lado, poniendo hebillas y flores en su pelo. Recuerdo: despierto de la siesta a su lado y exijo historias de tigres que escalan cascadas, de cazadores de nubes, de animales que... Recuerdo: mi papá “sube de Medellín” en algún bus con destino final La Ceja o El Retiro, camina por los rieles empinados que terminan en nuestra Ziruma—la finca, con su maletín de cuero café, contenedor de la dicha infantil: Frunas, chocolatinas Jet, caramelitos Noel... Recuerdo: el padre devorando, con cáscara incluida, mandarinas pequeñas que cogíamos de algún árbol cercano y le llevábamos a su estudio. Recuerdo —con dolor agregado por el tiempo, ligado a la comprensión de las circunstancias—: los hijos (Mateo, María José, Adelaida o yo) empujando una silla de ruedas, el papá en ella, recién desempacado de la clínica; semanas, meses —que se convirtieron en años—, él obligado a caminar soportado —abrazado a alguien, a mi hermano casi siempre—... Cuatro años antes de morir un “derrame cerebral” le limitó el movimiento e hizo borrosas sus frases —porque la palabra también puede ser borrosa— y lo encerró en su cuerpo ... a él, un hombre cuya esencia era la palabra escrita, hablada, lo dejó “sin voz”..

***

El 16 de enero de este año, casi un siglo después del nacimiento de mi padre, 23 de abril de 1923, llegó a este mundo Bruno, mi hijo... una suerte de milagro si se consideran los tratamientos que recibí, años atrás, para acabar con un cáncer que prometía acabarme —pero no cumplió, o no aún— y que, según expertos, impedirían un embarazo.

Con el bebé recién nacido en brazos, en piernas, en la cama, encima de la mesa, sobre el piso (...), me di a la tarea de leer, con una aproximación inexplorada antes: encontrar errores en cuatro novelas del padre que se publican este mes con Planeta: Aire de tango, La Casa de las dos palmas, El día señalado y la Tierra éramos nosotros. Sin haber pasado por lecciones de “erre con erre cigarro”, Bruno se arrulló con historias de tangos, de barrios que narran tristezas y soledades, de paisajes de montaña, de fantasmas, guerras, espejos, cuchillos, gallos, venganzas y amores.

En lugar de las cuarenta gallinas que la tradición invita a comer a las mujeres en “la dieta” (un mes y diez días después de parir un hijo), devoré palabras escritas por el padre, navegué sus textos y, como pasa con la buena literatura —también con las personas—, el regreso a ella me reveló nuevos secretos, gozos y dolores inéditos. Comprobé una vez más que, trascendiendo las anécdotas que de él puedan contarse (las mías incluidas), la mejor forma de homenajear la vida del hombre dedicado al oficio de escribir, a un escritor, es leerlo.

¿Los recuerdos? Aparecen “sazonados” por los cambios que uno va incorporando al contarlos o por las historias de otros que irrumpen en ellos y los modifican definitivamente. Sé pues que la idea que tengo de mi padre la he ido acomodando a mis necesidades a lo largo de los años. “... Dejen que viva a mi modo, nadie morirá por mí”, es el final de una décima que escribiera don Manuel y que sin duda resume la esencia de un hombre que como él vivió sin ahorrar vida (o plata). Me gusta creer que a su modo murió. Quizá debió fumar menos, beber menos, querer menos, escribir menos, viajar menos, leer menos. Tal vez, tal vez, tal vez...

***

“Colgá los cheques de Manuel visibles en aquel murito... uno tiene que poner en la casa temas de conversación”, sugirió mi madre en mi último trasteo. Ante la imposibilidad de la resurrección de un hombre, requerida por unas editoriales para cobrar dinero en el banco, fui enmarcando los cheques que hasta 2015 llegaron a nombre del padre por derechos de autor, un par por Aire de tango, ninguno por más de 200.000 pesos.

Cuando en mi apartamento de Medellín veo los cheques, recuerdo con humor a El hombre y a su legado, ajustado en materia de dinero, abundante en literatura —y en amigos y en canciones que fueron sinónimo en su existencia—...una que no se agota en una primera ojeada, que no es de vitrina: en quince, veinte o cincuenta años “muchos Bruno” (entiéndase esto como: las nuevas generaciones y las por venir) podrán descubrir ciertas y necesarias verdades al leer a Manuel Mejía Vallejo. Imaginarán y comprenderán paisajes de campo y ciudad, aprenderán y desaprenderán del amor, del dolor, del olvido... por la curiosidad y las emociones vividas serán ellos más —ojalá mejores— humanos.

* Gestora cultural, maestra en Artes Plásticas y MBA en Empresas e instituciones culturales. Mamá de Bruno.

$!Manuel Mejía con sus hijas Adelaida y Valeria.
Manuel Mejía con sus hijas Adelaida y Valeria.

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