La palabra dictadura, que está de moda, curiosamente nació no para denominar a un gobierno de largo aliento, como las tiranías de hoy, sino para hacer referencia a un periodo de estrictos seis meses durante el cual le daban especiales poderes al “dictador” en la Antigua Roma para lidiar con una crisis particular. El último “dictador” fue Julio César. Y a este hombre, como suele pasar con quienes los dominan los encantos del poder, no le pareció suficiente medio año y decidió declararse “dictador perpetuo”. Aunque lo de perpetuo fue un decir porque pronto su poder absoluto comenzó a incomodar y un grupo de senadores, liderados por Bruto –que en teoría era su aliado– y Casio, le aplicaron 23 puñaladas en el Teatro Pompeyo.
Es decir, la historia del primer dictador es parecida a la de tantos que ha tenido la humanidad en los 2.068 años transcurridos después de su muerte: son personajes que una vez prueban el poder –o una vez se creen el cuento del poder– sienten la necesidad de consumir más cada día, como cualquier otra adicción, sin importarles si para obtener la dosis diaria tienen que pasar por encima de todo tipo de reglas de juego o de leyes.
El relato histórico viene a cuento en momentos en los que el mundo se sacude ante la aparición de personajes autoritarios en distintos puntos del planeta, en particular en el vecindario donde el debate ha estado encendido por cuenta de la manera cómo Nicolás Maduro, tras perder las elecciones, decidió atornillarse en el poder en Venezuela y sobre todo cuando el miedo a los populismos de esta nueva época cunde. Populismos que tienden a convertirse en tiranías de nuevo cuño, apalancados por las redes sociales y la inteligencia artificial.
La más reciente medición que se conoce sobre el estado de la democracia en el mundo, de la Unidad de Inteligencia de la revista The Economist, concluye que menos del 8% de la población mundial vivía en 2023 en una democracia plena, mientras que casi el 40% vivía bajo gobiernos autoritarios, una proporción que ha ido aumentando en los últimos años. Ese índice evalúa 167 países y asigna una puntuación de 0 a 10 de acuerdo con el proceso electoral y pluralismo, el funcionamiento del gobierno, la participación política, la cultura política y las libertades civiles.
Colombia, por ejemplo, no alcanza a estar en las democracias plenas. El país está en un segundo grupo que denominan “democracias defectuosas”. La calificación que ha recibido el país no ha cambiado mucho desde las primeras mediciones: en 2008 sacó 6,6 y en 2023 6,55, solo tuvo un pico de 7,1 en 2019.
La perfección de la democracia parece difícil de alcanzar. Según el Índice en 2023 sólo 24 países del mundo eran democracias plenas, de América Latina sólo Uruguay y Costa Rica clasifican en ese selecto grupo. Luego hay 50 países en la categoría de democracias defectuosas. Y los otros 93 están en una peor situación: 34 países están en el grupo de los “regímenes híbridos” y 59 países denominados “regímenes autoritarios” o dictaduras.
Al mundo en general, en promedio, no le ha ido bien en esta materia. Desde 2006, cuando arrancó con un puntaje global de 5,52, ha caído lenta pero constantemente de tal manera que el 2023 fue de 5,23, calificación que ha ubicado al planeta entero en todos estos años en la categoría de “régimen híbrido”.
La pregunta puede ser si la humanidad se está volviendo más autoritaria, si tal vez simplemente está en una especie de movimiento circular en el que va y viene a su origen de caudillos, caciques y jefes de tribu o si está haciendo el tránsito a nuevos tipos de gobierno adaptados al ecosistema tecnológico y filosófico de este siglo 21: una especie de versión de los tiranos 5.0.
La historia muestra que cada momento tiene sus caudillos o sus dictadores con las peculiaridades propias del contexto histórico en el que les toca vivir. Basta dar un vistazo rápido a los últimos cinco siglos de la civilización occidental para encontrar en los siglos XVI y XVII, las monarquías absolutas que dominaban a Europa, al estilo de Luis XIV en Francia que con la “teoría del derecho divino” tenía el control absoluto sobre las instituciones y las libertades individuales.
En el siglo XVIII, todo cambió con la llegada de la Ilustración, y filósofos como Montesquieu, Rousseau y Locke defendieron la separación de poderes, la soberanía popular y los derechos individuales. Ese boom del pensamiento democrático se concretó en momentos que cambiaron la historia como la Revolución de Estados Unidos y la Revolución Francesa, la primera tuvo lugar en 1776, y desde entonces, hace 250 años exactamente, la humanidad está tratando de construir democracias modernas.
El siglo XIX fue un período particular. En América Latina las nuevas naciones trataban de aprender cómo formar gobiernos pero, ante la carencia de instituciones quedaban en manos de caudillos como Bolívar, Rosas, O’Higgins o Iturbide y más tarde como Porfirio Díaz. Mientras en Europa aparecía un joven general de la revolución francesa, que más se demoró en destruir la monarquía absoluta a nombre de la revolución, que en dar un golpe de Estado (1799), hablamos de Napoleón Bonaparte que consolidó un régimen autoritario bajo el pretexto de proteger los logros de la Revolución y en 1804 convocó un plebiscito para aprobar ser coronado como emperador. ¿Por qué será que suena tan familiar a lo que sucede en el vecindario?
En el siglo XX llegaron otro tipo de dictaduras, las ideológicas, las revoluciones volvieron de moda el nacionalismo y con un inescrupuloso manejo de la propaganda aterrizaron regímenes autoritarios como el de Stalin en la Unión Soviética, el de Mussolini en Italia y el de Hitler en Alemania.
Stalin sucedió a Lenin, que fue el encargado de la revolución bolchevique, pero a diferencia suya, que promovía una dictadura del proletariado, Stalin creó un régimen totalitario que duró casi 30 años y para el cual utilizó una brutalidad pocas veces vista. Ha sido estudiado como un caso paradigmático de control absoluto del Estado y la represión sistemática. Por algo, en noviembre pasado, casi un siglo después, decía el uruguayo Pepe Mujica que la “dictadura del proletariado no sirve porque lo que crea es burocracia”.
Los tiranos se convirtieron en pandemia en el siglo XX: Mao Zedong en China, Kim Il-sung en Corea del Norte, Idi Amín en Uganda, Muhammad Gadafi en Libia o Fidel Castro en Cuba. Todos ellos inspirados en el nacionalismo. Y, en medio de la guerra fría que se desató entre Estados Unidos y la Unión Soviética, aparecieron también en América Latina regímenes militares respaldados por Washington como los de Pinochet en Chile, Videla en Argentina y Stroessner en Paraguay.
Y a principios del siglo XXI apareció una nueva versión de las dictaduras, a los países que tenían sus bolsillos llenos con las extravagantes utilidades del petróleo les comenzó a flaquear la democracia. Tal vez no es coincidencia que varios de los dictadores hayan llegado por la misma época al poder: Putin en Rusia en el 2000, Bashar Al Assad en Siria, apoyado por la petrolera Irán, también en el 2000, Chávez en 1998 en Venezuela y Daniel Ortega, en 2007, impulsado por la petrochequera chavista.
Para dar una idea, se calcula que Venezuela llegó a ventas de petróleo de 776.000 millones de dólares entre 2004 y 2014, en pesos de hoy sería 3 trillones 336 billones de pesos. A manera de comparación de coyuntura: según el presidente Gustavo Petro, el gobierno de Colombia está dejando de funcionar porque no se aprobó una reforma tributaria de 10 billones de pesos. Sin duda el botín de Venezuela, para cualquiera que se lo quiera tomar, es demasiado jugoso.
Estas dictaduras del amanecer de este siglo, como también las que han ido apareciendo sin petróleo de por medio, vienen con otro manual de instrucciones: son una suerte de dictaduras 5.0.
Los dictadores modernos han hecho de la democracia constitucional una fachada, en la cual fingen que la democracia funciona –llaman a elecciones, mantienen un aparato legislativo y otro judicial– pero en realidad el tirano manipula las instituciones democráticas para mantenerse en el poder y socavar la democracia misma. ¿Cómo? Deja fuera de combate a los candidatos o figuras de la oposición a través de la guerra jurídica, mantiene la amenaza latente del uso de las armas del Estado y, sobre todo, utiliza el ecosistema digital de manera que con el músculo de los recursos públicos crea ejércitos digitales y contrata influenciadores a sueldo para distorsionar la información, desacreditar a sus críticos, y multiplicar la mentira y la propaganda en favor del “dictador”.
Como dicen Sergéi Guriev y Daniel Treisman, en su libro Los nuevos dictadores: en lugar de las torturas físicas, manipulan las mentes a través de las redes sociales y los aparatos ideológicos del Estado. El mundo apenas está comenzando a descubrir hasta qué punto los grupos de mensajería privados usados con ejércitos de servidores proxy y bots para difundir información falsa, así como la inteligencia artificial, pueden transformar la política. Lo que hemos visto hasta ahora con X, Facebook, YouTube y TikTok parece ser apenas el comienzo.
A pesar de todo esto, un detallado informe de The Wall Street Journal asegura que el 2024 que termina no fue un buen año para las dictaduras. Los dictadores de Siria y Bangladesh cayeron de forma inesperada. Assad era apoyado por Irán, Rusia y Hezbollah, por eso resistió a la Primavera Árabe y a la guerra civil que siguió. Pero el apoyo se debilitó en 2024. Irán, por su parte, a pesar de sus riquezas de petróleo y gas, por la mala gestión y la corrupción, ha vivido en una creciente crisis económica, de apagones eléctricos y devaluación aguda. Y a Rusia, su ataque a Ucrania, que ha costado más de 750.000 muertos, la ha dejado aislada y con serios problemas para el comercio. ¿Algo similar puede ocurrir con Venezuela en América Latina?