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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • Un collage de imágenes con el sombrero de Carlos Pizarro, excomandante del M-19 y otros referentes de la historia nacional luego del debate que se generó tras su “homenaje”. Fotos: Colprensa
    Un collage de imágenes con el sombrero de Carlos Pizarro, excomandante del M-19 y otros referentes de la historia nacional luego del debate que se generó tras su “homenaje”. Fotos: Colprensa

Del monumento al sombrero: las disputas por la historia y la memoria

El presidente Gustavo Petro ha empezado una cruzada por “refundar la patria” a partir de símbolos que en algún momento significaron algo para las guerrillas, el tema ha levantado polvareda. ¿Cuál es el peso de la memoria?

Por: Luis Fernando González | Publicado

La memoria colectiva es el mayor y más fundamental espacio público de la sociedad, por tanto, escenario de disputa social, cultural, histórica y política. Como lo señala la socióloga argentina Elizabeth Jelin, “la memoria es un pasado que se hace presente, que va en un trayecto no lineal y, por lo tanto, cambiante; en esas dinámicas, el pasado evocado está ligado al campo en disputa”. En esas hemos estado y estamos en Colombia y el mundo. Aunque todavía hay gente que piensa la memoria colectiva como una esencia y no una construcción, ante lo cual está de manera permanente sometida a fricciones, disputas, imposiciones, olvidos y recuerdos intencionados, cambios y reinterpretaciones. La memoria no es estática. Por el contrario, es dinámica, fluida, contradictoria y sometida a múltiples intereses y, por lo mismo, a diversas presiones. Para fijar la memoria, por ejemplo, los discursos y narrativas se han valido de diversas estrategias, desde las toponimias urbanas —tanto los espacios públicos como las calles—, la implantación de estatuas y monumentos, los rituales urbanos, hasta un sinnúmero de estrategias discursivas, educativas y pedagógicas para imponer un discurso oficial convertido en memoria histórica. De ahí que por esas razones muchos la ven como algo dado, un hecho que siempre ha sido así y, como consecuencia, creen que debe preservarse intocada.

Ante lo cual cabe preguntar en estos tiempos de iconoclastias ¿Las estatuas y monumentos a los héroes a qué sociedad corresponden? ¿De qué ha-blan y a quién o quiénes lo hacen? ¿todos estamos representados allí? Durante decenios, para el caso colombiano, se fue creando cierto tipo de “consen-so limitado”, de arriba hacia abajo, sobre qué debe-ría ser la memoria nacional del Estado Nación creado en el siglo XIX. Son muchos más, pero bas-ta señalar rituales como la celebración del 20 de julio, el cual solo se oficializó como festivo nacio-nal en 1873, en el gobierno de Manuel Murillo Toro, en el contexto de una Exposición Nacional, para crear una idea la unidad nacional en tiempos del federalismo; y así, de manera sucesiva, a fina-les de ese mismo siglo XIX se fueron sumando me-morias para celebrar una sociedad mestiza y cató-lica, arropada en los símbolos patrios —bandera, escudo e himno—, y diversos museos, hasta llegar al clímax centenarista de 1910, con la proliferación de estatuas y monumentos, incluidos discursos pa-negiristas y laudatorios a los llamados padres fun-dadores de la nación. Desde el Parque Centenario de Bogotá se configuró todo un ideario e imagina-rio, que también se desplegó en todo el país.

Una memoria de bronce precedida de una his-toria de bronce, como se le llamó a este tipo de his-toria, la misma que tuvo sus primeros disensos, cuando al centralismo espacial de los parques de Bolívar esparcidos por ciudades y pueblos de Co-lombia, fue puesto en entredicho en los entornos urbanos regionales como los de Medellín y Cali, ciudades en las que plantearon sus centralidades a partir de los héroes regionales, de allí la plaza Cay-cedo o el parque de Berrío. Una disputa de bron-ces, pero desde la superioridad del pedestal.

En 1938, tiempos de la denominada Revolu-ción en Marcha, esto es, en el gobierno de Alfonso López Pumarejo (1934-1938), se realizó la Exposi-ción Nacional del IV Centenario de la fundación de Bogotá, la que fue presentada como un ejemplo de modernidad y a la vez un mapa de la nación, en cuyos recintos se incluyeron pistas de baile, músi-cas y grupos folclóricos de distintas partes del país como reconocimiento de las “identidades regiona-les”. Este ejemplo particular estaba en sintonía y articulado con lo que el sociólogo e historiador Re-nán Silva denominó la invención liberal de la cul-tura popular, pensada desde la base de una matriz folclórica. Lo que marca el inicio y ascenso del re-conocimiento de la diversidad social y cultural co-lombiana, algo que sólo va a tener mayor validez y reconocimiento jurídico a partir de la Constitu-ción de 1991, y expresado posteriormente en la ley de cultura de 1997, en la que se garantizaba, al me-nos nominalmente, “a los grupos étnicos y lingüís-ticos, a las comunidades negras y raizales y a los pueblos indígenas el derecho a conservar, enrique-cer y difundir su identidad y patrimonio cultural”.

En ese lapso de más de 60 años la lucha por emerger la diversidad fue larga, difícil, compleja y traumática, pero fue ganando espacio en la his-toria la idea de lo popular, con planteamientos como los de Indalecio Liévano Aguirre, en traba-jos como Los grandes conflictos sociales y eco-nómicos de nuestra historia que, para historia-dores como Germán Colmenares, fue “la inter-pretación liberal de la historia de Colombia, una interpretación que las instituciones culturales de la época —entre ellas las academias de histo-ria—, y las opiniones oficiales de los gobiernos, no miraron con simpatía, sobre todo por la idea, estrambótica en este entonces, de que los con-flictos sociales podían tener relaciones con la “economía”, y por su exaltación populista de las masas, que no tenía antecedentes tan claros en la historiografía nacional”. Una exaltación anti-tética “pueblo”–“oligarquía” polémica pero que para muchos aún tiene vigencia, como se expre-só y se expresa desde las movilizaciones sociales de 2019.

Las nuevas formas de percibir y escribir la his-toria, le abrieron espacio no solo a lo popular, sino también a la diversidad étnica y cultural. Producto del cambio del paradigma se implantaron monu-mentos a los héroes de las luchas populares y su-balternos como, por ejemplo, El Prometeo de la Li-bertad, una obra del escultor Rodrigo Arenas Be-tancur, inaugurada en Ciénaga (Magdalena) en 1978. Benkos Biohó no fue el único. Se plantearon otros proyectos, unos se construyeron otros no, como el Barule en Tadó (Chocó), del mismo Are-nas Betancur, pero la iconografía y simbolismo in-dependentista y centenarista se pusieron en entre-dicho, como se expresó en la propia celebración bicentenaria —entre el 2010 y 2019— y, posterior-mente, en las movilizaciones sociales que expresó el más reciente gesto iconoclasta que recorrió el mundo desde el Black Lives Matter de los Estados Unidos en 2013 hasta las movilizaciones sociales de Latinoamérica y Colombia, estas últimas entre 2019 y 2020. Así se derribaron estatuas de diverso simbolismo —esclavistas, conquistadores, colonia-listas, etc.— para reivindicar en el espacio público otros ordenes, otras maneras de rememorar y con-memorar a partir de la relectura y revisión de la historia. En el caso colombiano, la fricción de la memoria en el espacio público implicó a los gru-pos étnicos, colectivos barriales, organizaciones comunitarias o grupos feministas que decapitaron, derrumbaron, vandalizaron, grafitearon, resignifi-caron o impusieron nuevos gestos sobre los monu-mentos existentes o con la implantación de otros distantes de las formas estéticas convencionales y previstas en el canon conmemorativo.

Ahora bien, en la lucha por la memoria para el caso colombiano, ya se había sumado algunos años atrás otro componente fundamental como es el “memorial”. Diferente al monumento que es más el gesto de la victoria y el poder, el memorial exal-ta y recuerda a las víctimas. La memorabilia imple-mentada desde principios del siglo XXI definió nuevos lugares de memoria, desde los pequeños al-tares o los distintos museos, hasta una nueva tipo-logía arquitectónica dispuestas tanto en grandes ciudades como en pequeños pueblos.

Es inocultable que desde finales del siglo XX ha emergido un “otro” escenario para la historia, la memoria y el patrimonio en Colombia, producto de las nuevas realidades sociales, culturales y polí-ticas. Esto fractura las convenciones establecidas. Pone en entredicho la solidez del monumento. Lo redefine y, junto al mismo, la manera de escenifi-carse. Incluso los rituales son otros, no son las marchas ordenadas, disciplinadas y jerárquicas, sino las tumultuarias e, incluso, violentas y anár-quicas que apuntan a demoler lo convencional ins-tituido. Hay una disputa entre esa memoria tradi-cional de arriba hacia abajo, construida desde hace muchas décadas sobre ese consenso limitado del que hice referencia, y otras memorias emergen ex-plosivas, plurales, diversas y complejas, aunque no crean consensos amplios y sostenidos, sino frag-mentados e, incluso, en delimitaciones parcelarias ortodoxas. A la vez que se trata de imponer otra narrativa oficial desde simbolismos culturales y po-líticos diferentes, algunos de los cuales surgen de reivindicaciones históricas más larga duración y crean mayor consenso —la repatriación de los res-tos del general Melo, la recuperación del Tesoro Quimbaya o el rescate del tesoro del Galeón San José—, mientras que otros emergen de las parcelas políticas rebeldes, pero que promovidas ya como gobierno pretenden ser convertidas en narrativas amplias e incluyentes —la espada de Bolívar, el sombrero de Pizarro— e , incluso, determinadas como bienes patrimoniales, generando reacciones encontradas y ostensibles rechazos, al menos en el segundo caso. Las disputas políticas se trasladan a la cultura, la memoria y las narrativas.

¿Cómo se decanta todo esto en el espacio público? En una dinámica de fricciones y ten-siones sin resolver. Las marcas sobre los viejos íconos o sus decapitaciones no necesariamente los borran de la historia, a lo sumo los cuestio-nan para resignificarlos o, en unos casos de ma-nera necesaria, recontextualizarlos. Incluso las marcas de ignominias que contienen están allí presentes, están ahí actuantes para enrostrarnos las marcas traumáticas de nuestro pasado, por tanto, una memoria imborrable pese a su condi-ción; y, por otro lado, surgen y surgirán nuevos elementos de memorabilia, con nuevos cánones estéticos, aunque las imposiciones exaltadas ra-dicales no logren consensos ampliados que per-mitan la permanencia en el tiempo. A lo sumo serán anécdotas o memorias leves, pues la po-tencia de los símbolos parte de esos consensos que se puedan lograr; y así, la memoria cultural, establece barreras para limitar la politización ra-dical de la memoria. Lo cierto es que ya hace va-rios años estamos en una fase de transición en la construcción de los nuevos símbolos, acorde con la reconfiguración de la memoria, algo pro-pio a la manera de redefinir la nueva relación social con la historia.

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