Hago listas todo el tiempo. Hago listas de listas: hacer una lista de las cosas que tengo por hacer esta semana; hacer una lista de las plantas que quiero comprar para el jardín; hacer una lista de las palabras que me parecen bellas, aunque no sepa su significado; hacer una lista de nombres para obras que aún no existen pero que con nombrarlas ya aparecen. Hago listas como un ritual de orden en medio del caos y el despiste de los días ajetreados, como un intento de contar aquello que en su pequeñez sirve para sostenernos: colores, objetos, olores, palabras, nombres que podrían olvidarse.
A veces, en un ejercicio de arqueología doméstica, reviso libretas viejas con listas de deseos de años anteriores y entonces recuerdo que quería hacer cosas como dejarme crecer el pelo, llamar a mi mamá más seguido, pagar la promesa que le hice a Santa Catalina, ser más compasiva conmigo, aprender a conducir sin miedo mientras al mismo tiempo canto una canción de Cristina Rosenvinge; y entonces recuerdo que hay cosas que aún me faltan por concluir de esas listas.
Cuando empecé a estudiar artes visuales me di cuenta de que nunca nos hablaban de mujeres artistas, que siempre los referentes eran nombres de señores que saltaban como luces de neón en la historiografía del arte —Miguel Ángel, Picasso, Monet, Klimt, Caballero, Obregón, Botero—, así que empecé a mirar en los intersticios de tanta obviedad, y ahí agazapadas en la oscuridad, aplastadas por esa pila de nombres refulgentes y pesados como el aire del silencio, habían nombres de mujeres artistas; entonces empecé una lista cronológica. Un día abrí la computadora y escribí: ¿cuál es la mujer artista más antigua de la que se tenga registro en la historia del arte? y Google me respondió con un nombre extraño: Enheduanna, una sacerdotisa y poeta de Mesopotamia que, quince siglos antes que Homero, escribió una lista de poderes que le atribuía a una diosa:
Errar, vagabundear,
pasar a toda velocidad,
subir, bajar,
alcanzar el primer plano,
son tuyos, Inanna.
Allanar el camino al viajero,
despejar el camino de los débiles (...)
Enderezar el sendero,
hacer firme el lugar hendido (...)
Seducir,
provocar ardiente deseo (...)
La palabra de repudio,
la palabra de la eliminación,
son tuyas, Inanna.
Una mujer escribiéndole a otra mujer.
En ese camino de búsqueda que en principio creí que era solitario, me encontré a otras mujeres que se asomaron antes a esas fisuras y que habían mirado más lejos, más profundo y con más rigor. Linda Nochlin en 1971 se preguntó por qué no habían existido grandes mujeres artistas, pero sí habían existido y su pregunta no era retórica, era más bien, una crítica a la exclusión sistemática de las mujeres en la historiografía del arte; esa pregunta abrió el camino a los estudios feministas de la disciplina.
En Colombia, varias mujeres han hecho lo propio durante este siglo XXI: Adriana Villegas Botero, periodista, escritora, directora de periódicos, y buscadora de mujeres en la literatura; la profesora María Stella Girón, que ha publicado listas de escritoras de los municipios de Antioquia; Paloma Pérez Sastre, cuya área de investigación ha sido la literatura escrita por mujeres en Colombia. Y en el arte, la historiadora Carmen María Jaramillo puso la mirada sobre el enorme vacío que existía en el registro de la producción realizada por mujeres artistas. Para ilustrar esto, una cifra: la colección de arte que custodia el Banco de la República tiene registradas en sus archivos 6.000 obras y de éstas, tan solo el 8% son de artistas mujeres, ninguna de antes del Siglo XIX, es decir, solo 480 de esas 6000 obras son hechas por mujeres: solo cuatrocientas ochenta, de seis mil.
La escasa representación de las mujeres en la historia del arte podría estar explicada por múltiples factores: durante siglos, el acceso a la formación artística les fue limitado y las pocas que lograban superar las barreras sociales y económicas llegaban a los talleres de pintura y dibujo a hacer retratos y bodegones que eran considerados géneros menores, reservados para las mujeres a quienes se les atribuía la posibilidad de representar «lo femenino», entendido esto como aquello que mostraba la candidez o la cotidianidad de las escenas domésticas, y así, invisibilizadas para aquellas narrativas dominadas por hombres, se volvió casi un consenso que a ellas no les pertenecía la pintura de historia ni las escenas de guerra. La mujer, objeto de representación en la Edad Moderna, aparece muchas más veces que la mujer sujeto/pintora, incluso las mujeres que decidían transitar el camino de la pintura, estaban excluidas de las clases de desnudo y de algunos espacios frecuentados por los pintores.
Las mujeres eran parte de los cuadros, pero pocas veces eran ellas las artistas.
Además, las mujeres eran relegadas a roles domésticos, lo que les impedía dedicarse plenamente a la creación artística o integrarse a círculos de poder cultural, de tal forma que su contribución ha sido históricamente ignorada o subestimada, y sus nombres han quedado al margen de los relatos oficiales del arte. En mi lista, las mujeres empezaron a aparecer ya no agazapadas, sino con fuerza, con rebeldía, ya sin orden:
Lois Mailou, artista negra de Massachusetts que hizo un cuadro colorido en el que se veían dos mujeres de rasgos parecidos, labios anchos, cabello alisado, la de la izquierda de vestido blanco con un cuello de encaje, la de la derecha con un vestido amarillo estampado con unas hojas verdes, y yo sentía que esas podíamos ser mi hermana y yo, porque antes de ese cuadro no recordaba haber visto juntas a dos mujeres negras pintadas por una mujer negra, “la importancia de la representación”, dijo la profesora de historia del arte cuando le mencioné que esa era la obra con la que iba a trabajar todo el semestre. La pintura se llama así: Two Women.
Milu Correch, muralista argentina que pinta mujeres a lo grande; en sus murales aparecen mujeres gigantes ocupando el espacio público, mujeres indígenas, mujeres mayores, una abuela de la Plaza de Mayo, una mujer bruja de unos veinte metros de altura rodeada de tres gallos de pelea, con las tetas descubiertas y entre las manos un libro con lo que parecen ser recetas con las que quiere conjurar las inseguridades que tenemos todas.
Herrada de Landsberg, nacida en el año 1125 del Siglo XII, monja, abadesa, poeta, calígrafa, ilustradora de más de 300 piezas. Wikipedia dice que ella fue la autora de “la primera enciclopedia de la que se tenga evidencia que fue escrita por una mujer”. En Antioquia tenemos nuestra propia monja poeta, además santa, la Madre Laura, que en algún artículo de un periódico nacional para hablar de ella arrancaron el texto diciendo que “murió de gorda” cuando podrían haber empezado diciendo que escribió este poema de amor desbordado:
Es la paz del alma
decirte siempre sí;
presagio de vida eterna
que prende la luz en mí.
Sí, te dice mi amor.
Sí, el arranque de dolor,
que en horas amargas
brota mi pobre corazón.
Que el aire me traiga besos,
que el sol hable de tus incendios;
que retumbando el trueno,
traspase de terror mis huesos.
Pero ser monja, santa y poeta no le alcanzó para hacer parte de las listas de escritores antioqueños que se publican por ahí, en esa lista solo caben los hombres que escriben.
El que tenga ojos para ver, que vea.
Luego de varios semestres de universidad escudriñando nombres de mujeres en la Edad Media, en el Renacimiento, en La Modernidad, decidí que quería leer solo mujeres y ver obras de arte de mujeres —mujeres que miran mujeres—, empecé a ir más profundo, más lejos, ya no buscaba solo mujeres artistas a lo loco, ya no me bastaban las mujeres europeas, ahora además quería encontrar mujeres americanas artistas, mujeres indígenas artistas, mujeres negras artistas, mujeres artistas latinoamericanas y del Caribe, mujeres calígrafas latinoamericanas, mujeres artistas negras colombianas, y entre más estrechaba el zoom, más difícil se hacía la búsqueda, pero si me tomaba el tiempo y escarbaba con calma, aparecían las mujeres pintando, escribiendo, existiendo. Fue así como aparecieron Vera Molnár y Johana Calle, que me hablaron al oído de mi oficio de calígrafa.
Entonces hice una lista de cosas que me parecen lindas:
Una mujer pianista de dedos largos que cierra los ojos antes de empujar la tecla que da la primera nota
Una niña que corre sin zapatos a coger un mango maduro que se estrelló contra el suelo
Una mujer de pelo largo que se recoge su cabello afro en una sola moña frondosa
Una mujer mayor que reza para que la muerte le llegue tranquila y sosegada
Hacer listas de mujeres escritoras y artistas es un acto de reconocimiento y justicia, escribir sus nombres y ubicarlos en un mapa es un conjuro contra el silencio, una llamada que atraviesa siglos para sacar a la luz esas voces de mujeres que hasta el día de hoy intentan marginar. Dolly Mejía, Laura Montoya, Olga Elena Mattei, Isabel Carrasquilla, Aurita López, Giulia Lama, Tarsila do Amaral, cada nombre en esa lista es una historia de deseo, creación y materialización, hay en ellas y en su acto de escribir una resistencia, una terquedad por permanecer.
Hago listas que luego leo como cuentas de un rosario íntimo, como un ritual de orden en medio del caos y el despiste de los días ajetreados, como un intento de contar aquello que en su pequeñez sirve para sostenernos: colores, objetos, olores, palabras, nombres de mujeres escritoras, artistas y calígrafas que podrían desaparecer si no las atamos al lenguaje.
El que tenga ojos para ver, que lea.