El paisaje amazónico palpita. Cada año, con una marcada regularidad, se turnan mundos profundamente diferentes. En la época de las inundaciones, los ríos se derraman. Los bordes de los lagos se borran, el universo de los peces se extiende en todas las direcciones, los animales de la tierra se apiñan en las tierras más altas. Y buena parte de los lugares donde los humanos cultivan quedan sumergidos.
Como parte del aprendizaje de incontables generaciones, durante más de 10.000 años, los habitantes humanos de la selva han aprendido a bailar al ritmo de esas pulsaciones. Mueven sus cultivos, rastrean en el tiempo y en el paisaje terrestre y acuático las rutas de los cerdos de monte, de las dantas, de los cocodrilos y de los pirarucús, de las enfermedades y de las curaciones. Sintonizan sus dietas y sus bailes con estas pulsaciones.
Pero no solo eso: los humanos también aprendieron a robarle tierra firme al agua. Para seguir cultivando mientras todo lo demás se inundaba, diferentes pueblos amazónicos construyeron islas artificiales de hasta diez metros de altura y hasta 25.000 metros cuadrados. Trabajos monumentales de ingeniería, formas geométricas “truncadas, escalonadas, circulares, planas o convexas”, según los arqueólogos que las describen, y que han resistido por siglos la fuerza erosiva del agua gracias a un diseño sofisticado, a la selección de materiales precisos, al trabajo formidable y coordinado de posiblemente miles de personas.
Otro de los milagros de esa selva palpitante es la exuberancia de la vida (esa vida que nosotros podríamos llamar no-humana, aunque los amazónicos saben que eso también es gente), sostenida en los suelos más pobres del planeta. En esos bosques, la riqueza desafía la imaginación (¿a quién le caben en la cabeza 1.500 especies de aves, 40 mil especies de plantas, 2.5 millones de especies de insectos?) Plumas, melenas, brillos, rugidos, chillidos, verdes, fucsias, marrones, sedas, escamas, cantos, estruendos, susurros. Todo sostenido en un piso casi sin suelo. Porque bacterias, hongos, insectos, bichos incontables, visibles e invisibles, digieren y mastican y desmenuzan y trituran y pudren y alimentan a la multitud. Todo es demasiado húmedo, demasiado caliente, demasiado rápido como para que exista la capa de paciencia que es el suelo fértil, la tierra negra.
Y entonces, una vez más, los humanos se las ingenian para comer, para tener un suelo donde cultivar. En diferentes lugares de la selva se han encontrado parches de tierra negra de hasta dos metros de profundidad. Algunos son pequeños, abarcan menos de una hectárea; otros son enormes, cubren más de cien. La terra preta de indio es tierra preparada por pueblos indígenas mezclando y acumulando a través del tiempo carbón vegetal, huesos de peces y de otros animales, diferentes plantas y heces de animales. Estos parches resisten la aceleración metabólica de la selva y son testigos de diferentes formas de comer, de construir, de bailar. En algunos casos, la terra preta habla de muchedumbres en la Amazonía.
Los árboles también son testigos de la humanidad amazónica de muchas maneras. Todavía hoy, después de cinco siglos de colonización, dentro de los bosques persisten muchísimas especies domesticadas, es decir, especies que resultaron de la selección de semillas hechas por humanos: árboles y palmas y arbustos que están ahí porque unos seres humanos, hace décadas, o siglos, o milenios, los moldearon a partir de parientes silvestres. Hay grandes extensiones amazónicas dominadas por especies que fueron parientas de los humanos, que les permitieron existir y existieron gracias a ellos. Parches de árboles de la nuez de Brasil, de guamos, de uva caimarona dan fe de que los bosques son seres híbridos.
La existencia misma de la selva, en algunos lugares, es el resultado de la presencia humana. De la presencia de unos humanos en particular, que llegaron en el siglo XVI, trayendo enfermedades y otros horrores que causaron el gran colapso de las poblaciones indígenas y permitieron que el bosque se convirtiera en eso que ahora conocemos. Al menos en parte de las riberas de los grandes ríos, la selva amazónica podría pensarse como una riquísima huerta abandonada.
Me dedico hace tiempos a un oficio que se llama “conservación de la naturaleza”. Se trata, de alguna manera, de cuidar un legado, algo que sentimos que es importante heredar a los que vienen después. Pero realmente no sabemos qué es eso que nos convoca, qué es esa “naturaleza” de la que hablamos con sorprendente fluidez. Las conversaciones han sido largas, con libros, con colegas, con amigos y detractores, muchas veces conmigo misma como detractora ¿Qué es esa “naturaleza” que quiero conservar? ¿Qué es ese legado? Más específicamente: ¿qué es la Amazonía, ese ser que me deslumbra y me intimida, que me produce compasión, que me duele y me emociona?
Buena parte de esa emoción proviene de reconocer, con estupor, que hay algo radicalmente diferente a mí, a nosotros los humanos, algo prodigiosamente ajeno, que viene de un tiempo insondable, que me gusta imaginar como prístina. Algo que no me pertenece, que es salvaje, ciego a mi existencia y que justamente por eso, por su otredad radical, quiero custodiar y venerar. Como quien venera un templo donde se manifiestan los dioses.
Y hay otra parte de ese afán por cuidar eso que llamo naturaleza que proviene de sentirlo como un ser parcialmente humano, moldeado por humanos, enredado conmigo a través de millones de vasos comunicantes. Esa selva abonada, labrada, cosechada, marcada por los humanos del pasado y del presente es un pariente prodigioso a quien también quiero cuidar.
La Amazonía, patrimonio del mundo
La mitad de todos los bosques de la Tierra están en la Amazonía. En esa enorme concavidad, que se extiende desde las faldas orientales de los Andes colombianos, ecuatorianos y peruanos hasta el Caribe brasileño, y cobija un tercio del continente, la riqueza de formas de vida es exorbitante. Se han encontrado alrededor de 40.000 especies de plantas, más de la mitad de todas las identificadas en el planeta; en una sola hectárea puede haber 200 especies, más que en todo Estados Unidos. Por mencionar solo algunos grupos, en este bosque las ciencias han encontrado el mayor número de especies de mariposas y casi la mitad de las especies de aves del mundo, y los números siguen creciendo.
Estos datos científicos pueden y deben ser cuestionados; tienen un enorme poder e, incluso sin proponérselo, pueden acallar otros conocimientos. Sin embargo, sería necio no reconocer que dan indicios de las dimensiones de la complejidad amazónica, dados, al menos, los vínculos ecológicos, evolutivos y fisiológicos que hacen posible esta gran variedad de seres vivientes.
En la segunda mitad del siglo XX, el ensamblaje de conceptos científicos con acontecimientos políticos, sociales y económicos a diferentes escalas aceleró espectacularmente la creación de áreas protegidas en el continente. Hoy, alrededor del 15% del Amazonas ha sido designado por los estados nacionales con alguna forma de protección legal.
Pero la Amazonía había venido siendo cuidada desde hace milenios, y sigue siéndolo en gran medida, por sus habitantes humanos, gracias a los vínculos que empezaron a tejerse hace al menos 10.000 años. Alrededor de 400 grupos étnicos viven hoy allí, en universos que se sobreponen y se conectan. Con cerca de 300 lenguas indígenas, la Amazonía supera a Asia y a África en este poderoso indicador de prácticas, significados y conexiones bioculturales. Al menos 50 de estos pueblos viven en aislamiento voluntario. El 35% del bosque amazónico se encuentra en territorios indígenas reconocidos.
Los pueblos indígenas conforman alrededor del 10% de sus habitantes. El resto de los 30 millones de seres humanos que se suman al complejo tejido social amazónico son mestizos: campesinos, citadinos, miembros de comunidades de fe, que de formas distintas y cambiantes se relacionan con este paisaje.
Además de esta riqueza abrumadora, la Amazonía es fundamental para la existencia de agua y la regulación del clima en la mayor parte del continente. Buena parte de la transpiración de este bosque se convierte en los preciosamente bautizados “ríos voladores”, que transportan agua suspendida a otros paisajes, a miles de kilómetros de distancia. Además, gran parte del carbono que se emite en la atmósfera es absorbido por esta selva. La lluvia y el clima, y por lo tanto la vida del continente dependen de la integridad de la Amazonía.
Más información sobre la Amazonía:
https://ibcperu.org/
http://tropenboscol.org/
https://www.gaiaamazonas.org/
https://fcds.org.co/
https://www.rapidinventories.fieldmuseum.org/
https://wwf.panda.org/es/dondetrabajamos/amazonia/noticiasypublicacionesamazonia/informe_amazonia_viva_2022/informe_lar_2022_espanol/
*Bióloga y científica social colombiana, actualmente trabaja con el Museo Field de Historia Natural de Chicago.