Alessandro Baricco se registró hace poco en el hotel. Su vuelo se retrasó un par de horas, y las mesas vacías de la cafetería donde debemos reunirnos no le hacen eco a la conmoción vial que por poco impide su llegada a tiempo. Se acerca, y en su paso leo cansancio. Viene a la puesta en escena de su última obra Sobre el tiempo y el amor. La dramaturgia es solo una de sus muchas facetas, sus novelas se leen desde hace décadas en todos los continentes, y sus ensayos nos invitan a pensar el mundo que hemos construido. Amor y tiempo son solo dos de los conceptos que inquietan a este autor a quien no le gusta repetirse. Comienzo preguntando entonces por una idea que intuyo atraviesa toda su obra.
Una cita suya me llama la atención: “La verdad es siempre inhumana”. ¿Considera que sus obras son instrumentos para ir más allá de la verdad? —me mira con atención y sus movimientos son pausados. Casi puedo oírlo pensar. Responde en un italiano igualmente pausado, claro, sencillo.
“Esta es una pregunta difícil para comenzar. El discurso sobre la verdad es muy complejo. Existen muchos tipos de literatura. La mía parte de una maravilla, de una maravilla que es real, y dentro de ella encuentro un misterio del que me ocupo, y el cual dice alguna verdad, pero esa verdad puede ser inútil o demasiado poética para ser práctica. Pero en mis libros sí me interesa decir algo sobre la verdad y no solo que sean bellos o agradables, sino que digan algo sobre la vida”.
A propósito de la vida, ¿Cuál camino prefiere para ir más allá de la superficie de las cosas, la reflexión del ensayo, o la imaginación de la novela?
“Me gustan ambos, es bello alternar, pues son dos labores diferentes, y el cerebro trabaja de manera diferente, las emociones y el empeño físico son diferentes, y yo soy bastante afortunado porque lo he hecho así. Considero que es algo sano y lo recomiendo, quien tenga la posibilidad de hacerlo, debe intentarlo”.
¿Hay alguna relación entre el hecho de que en su literatura la música sea tan importante, con el hecho de que escriba en italiano, que es una lengua tan musical y rítmica y además usted toque el piano?
“Es cierto que mi escritura es muy musical, porque me gusta que las frases se muevan con un ritmo, un canto, el timbre de un instrumento. Y este estilo me gusta en mi escritura, pero también encontrarlo en las lecturas que hago. Y pienso que cuando alguien me lee baila, siento que es capaz de bailar conmigo”.
¿Cree que sus obras pierden esta musicalidad con las traducciones, o sumar lectores es siempre una ganancia?
“La traducción es un misterio, una alquimia. Si una obra escrita en italiano se siente diferente en español, imagine qué ocurre cuando esa misma obra es traducida al japonés. Allí la distancia es enorme, pero creo que algo permanece. Los libros bellos sobreviven incluso una traducción fea. Cuando era joven leí en malas traducciones a los autores americanos, y no obstante pude percibir su fuerza. Y la traducción es mágica. Los diálogos de mis libros traducidos al inglés son mejores, traducidos al francés no los reconozco, mis obras traducidas al español son bellas, porque el español es una lengua precisa”.
En su obra la acción ocupa un lugar preponderante. ¿Por qué la privilegia en sus personajes?
“A mí no me interesa la introspección sicológica, me gusta que los personajes hagan cosas y el lector comprenda a partir de esas acciones. No soy el tipo de escritor que se mete en la cabeza de sus personajes y ausculta sus vidas sicológicas, mis personajes actúan, uso poco el diálogo, construyen, destruyen, se mueven con velocidad o tienen paciencia, sienten miedo, son valientes, y no tengo necesidad de decirlo, eso se comprende observándolos”.
Seda, quizá su novela más famosa, construye a partir de lo no dicho la poderosa historia de Hélene, un personaje solo en apariencia secundario. En City, la narración fragmentada le exige al lector tender los puentes que permitan atribuirle sentido. ¿Es usted un escritor que confía en la capacidad de sus lectores?
“La lectura es un duelo. Mis libros se pueden entender en muchos niveles, pero el lector debe trabajar. Si está dispuesto a hacerlo entonces viaja conmigo y además viaja dentro de sí. Yo tengo gran confianza en los lectores, no me interesa demostrar que sé más que ellos o que soy más fuerte que ellos”.
En Homero, Ilíada usted rescata para el presente no solo las raíces de nuestra tradición oral, sino también conceptos antiguos como la guerra y la aventura. ¿Cómo explicar a la luz de hoy estos tópicos?
“La experiencia de la guerra ha estado con nosotros durante milenios, y es la experiencia más fuerte para los seres humanos, seguida de la experiencia del viaje y de la necesidad de generar descendencia. De hecho, las grandes narraciones que hemos recibido del pasado se ocupan de estos tres temas. El tiempo se ha encargado de demostrar que la guerra es una experiencia por la que se paga un precio demasiado alto. Debemos entonces pensar en algo que pueda sustituirla, su emoción, sus retos, la realización de quienes participan en ella. Y esta es una historia que comenzó a cambiar no hace mucho tiempo, pero es el único camino que tenemos para eliminar la guerra. Causa impresión cuando leemos La Ilíada que en ella la guerra es un valor altísimo para los hombres. Las mujeres son quienes hablan de paz y contra la guerra. Pero este camino de transformación es muy lento, es un camino muy lento”.
Así como en Homero, Ilíada usted rescata del pasado valores para el presente, ¿qué considera que debemos rescatar del presente para el futuro?
“La Ilíada contaba una guerra que había ocurrido 400 años antes, que para nosotros sería por ejemplo contar una guerra del renacimiento italiano, o de las guerras napoleónicas, y esta es una fórmula que toma del pasado formas nuevas de civilización. Hoy nuestra situación es más complicada, pues tenemos la oportunidad de construir un futuro completamente nuevo a partir de la revolución digital, y podemos hacerlo olvidando completamente el pasado o conservando elementos del pasado, y esto es un reto muy importante del que me he ocupado en mi ensayo The Game. Para nosotros, que somos humanistas, naturalmente es muy importante que la revolución digital incluya la música de Mozart y Schubert, las pinturas de Van Gogh, que podamos construir el futuro sin perder el pasado, y es lo que estamos intentando hacer, algunas veces fallamos y otras lo hacemos bastante bien”.
¿Le preocupa que la velocidad exponencial con la que se ha dado la revolución digital impida que podamos adaptar nuestra mentalidad a los retos impuestos antes de que nos superen?
“La velocidad es una de las características principales de la revolución digital. Todos los gestos hoy son más veloces. Hacer una llamada telefónica, tomar una fotografía y acceder a esa imagen, han cobrado una velocidad casi monstruosa. Pero los humanos hemos demostrado que ganada esta velocidad monstruosa no hemos perdido la capacidad de una lentitud inteligente. Porque muchos jóvenes leen libros (hablo de Europa, no sé cómo sea acá), que es un gesto que exige pausa, lentitud. Muchísimos jóvenes caminan, que es un gesto lento, son veloces, pero capaces de caminar lentamente. Hay muchas relaciones sentimentales que son lentas, quizás se conocen rápidamente pero luego proceden lentamente. Por lo tanto, como ha sucedido a lo largo de la historia, cuando los hombres encuentran una velocidad mayor, adaptan su realidad a ella. Ocurrió con la imprenta de Gutenberg, o la máquina a vapor, que la realidad se tornó más inteligente, más despierta. La velocidad crea una inteligencia mejor, pero también la marginación de muchos que no pueden adaptarse a ella y esto puede ser peligroso”.
¿Le preocupa que esta revolución digital esté en manos de una élite conformada en su mayoría por hombres, blancos, ingenieros, californianos? ¿Cómo podemos cuestionarla, y de ser necesario, rebatirla?
“Es muy importante que las mujeres, los europeos, la cultura humanista, la cultura popular, los jóvenes, los pobres, los ricos y en general quienes no pertenecemos a esa élite, intervengamos en la civilización digital. Lo que ocurre es que quienes tienen los dispositivos —que somos casi todos— tenemos la posibilidad, a través del uso que les demos, de transformar desde la base esta revolución. Por supuesto existen muchísimas posibilidades, y también es necesario que los intelectuales se convenzan de ello, pues por lo general tienen mucho miedo y se ocupan solo de denunciar la civilización digital, y esto poco ayuda”.
En este momento de visiones apocalípticas con respecto al futuro, usted ha dicho ser, no un optimista, sino un realista, a pesar de que su idea del futuro es positiva. ¿Cree que existen fundamentos para pensar en un futuro esperanzador?
“Yo no tengo lascivia del apocalipsis, no me gusta anunciar el apocalipsis, no me divierte, no me genera placer físico, no es sexy, no me importa. Entonces cuando otros gritan el desastre de la realidad, yo busco entender el desastre. Y no es una cuestión de optimismo porque hay números que son muy claros y muchos argumentos que apuntan hacia ese futuro esperanzador, pero muchos no quieren verlos porque es más simple denunciar que el mundo va mal. Es más fácil decir que los jóvenes son ignorantes porque han leído pocos libros, sin tener en cuenta que saben otras cosas. La cultura cinematográfica que tiene mi hijo de 18 años es cien veces más rica que la mía a su edad, la música que conocen los jóvenes, la capacidad de conectarse velozmente con ella, con las imágenes, brinda inmensas posibilidades. No puede de ningún modo decirse que son ignorantes, no puede decirse que no saben escribir, escriben, escriben todo el tiempo, y la escritura es un proceso inteligente, no se puede decir ahora que el mundo está destruido, y no es por ser un optimista, sino que veo las cosas como son y no me divierte predicar el desastre. No quiere decir que la revolución digital no traiga consigo peligros, me cuesta entender esa peligrosidad y a veces la entiendo tarde. En The Game no menciono el trato tóxico que pueden traer los dispositivos, y allí me equivoco, pero son más fuertes las posibilidades que los peligros, pues incluso la fisuras son importantes”.
¿Considera que las formas unificadoras de las redes sociales atentan contra la diversidad, y por ende la creatividad, o por el contrario la creatividad es una condición inherente al ser humano que siempre encontrará una vía de expresión?
“La homologación siempre ha existido. Los hombres medievales tenían un estilo de vida homologado, muy simple, si eras rico vivías de un modo, vestías de un modo, si eras pobre trabajabas, morías; no había mucho margen. E igual ocurría en el imperio romano, si piensas en las villas de Pompeya, eran iguales, con estructuras repetitivas. La Iglesia católica ha buscado homologarnos, ¿cuántas diferencias puede haber en un mundo católico? Pero hoy nos escandalizamos porque ya hay muchas formas de homologación diversas, que no existían antes, y mucha diversidad cultural, y eso debemos verlo y reconocerlo. Si un hombre medieval nos viera, tendría la impresión de que estamos en un mundo dominado por la anarquía”.
Usted ha dicho que Europa es un continente decadente, cansado, desgastado en términos creativos. ¿En ese escenario, cómo puede Latinoamérica impactar esa realidad?
“Las posibilidades son inmensas, porque se trata de países jóvenes, con gente más joven, con más historias, con muchísima intensidad, con más pasión. Hay intensidad en las personas, en la naturaleza, todo es mucho más intenso, el odio, el amor, y la cultura digital tiene una gran necesidad de intensidad. Si estos países pudieran tener una justicia social como la que existe en Europa, que es una justicia social resuelta, o al menos a avecinarse a ella, serían una guía cultural, un modelo a seguir. Sin embargo, no siempre se logra exprimir esta fuerza de fantasía, de creatividad, de intensidad, porque la realidad local es complicada, vivir es complicado, existe un complejo de inferioridad con respecto a los norteamericanos y europeos que está equivocadísimo. Cuando un europeo llega acá piensa “aquí sí”. Los latinoamericanos tienen la facilidad de fusionar la realidad con la magia, la naturaleza con lo sobrenatural, habitan con comodidad ambas dimensiones, algo que para nosotros los europeos es difícil. Aquí hay un montón de posibilidades, de fuerza”.
Decir que la escritura es un oficio solitario se ha convertido en un lugar común. ¿Es posible pensar en la escritura como una obra que se construye de manera colectiva?
“La escritura para mí es respiración. Inspiro, espiro. Se inspira el mundo todo, y en ese sentido escribir no es un oficio solitario. Luego, cuando escribo, siento algo similar a la plegaria, y la plegaria es siempre un poco mística, es un gesto similar al del ejercicio solitario de una comunidad que reza. Lograr ambos momentos, el de la inspiración que absorbe el mundo y el de la espiración que se hace en solitario, aunque en comunidad, sin enloquecer, no es fácil, y por eso hay tan pocos grandes escritores”.
¿Hay que vivir para escribir, o es posible escribir para vivir?
“Me parece que lo más bello es vivir. Existe una idea, que Gabriel García Márquez plasma, y es que es posible vivir para contar, pero yo creo que vivir es lo verdaderamente importante, emocionante. La escritura es un gesto, una práctica muy rica, a través de la cual podemos entender la vida. Cuando escribes le das forma a la fuerza de la vida, y esto es maravilloso, pero no hay nada como la vida, que es más compleja, es más sofisticada, es más rica. La literatura es como tener fuego en la mano, un fuego que no quema y que te puedo pasar sin que te queme, pero sí te dé calor, y eso es fantástico. Pero la vida es para vivirla, contarla es un gesto bellísimo, pero la única vida es la que se vive. La literatura puede amplificar esos momentos. Proust, por ejemplo, consideraba que la única vida era la que desarrollaba la escritura. Pero si me preguntan, ¿vivir o escribir?, elijo vivir”.