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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • Cinco aprendizajes de una editora independiente

Cinco aprendizajes de una editora independiente

¿Cómo es el trabajo de un editor? ¿Vive horas de placidas y cocteles, como muestran las películas? Aquí cinco reflexiones sobre un trabajo que permanece en las sombras.

Por: Daniela Gómez | Publicado

Por mis manos habrán pasado ya un centenar de libros y no deseo nada diferente. Editar me parece el oficio más entretenido del mundo, aunque, como todo en la vida, tiene sus zonas oscuras, capaces de hacer zozobrar hasta al más curtido. Estas conclusiones podrán cambiar con el tiempo, por supuesto. Por ahora, son una intuición, una sensación, si se quiere. Temas, en todo caso, para seguir pensando.

1. Lo que nunca se pierde, o si se pierde es el primer síntoma de que algo anda mal, es la ilusión de empezar un libro nuevo. Este sí será perfecto, este sí lo entregaremos a tiempo. Me veo haciendo decenas de cronogramas con la candidez intacta. Luego, pasando del “esta vez sí” a “ni sé para qué lo estoy haciendo”. ¿Por qué empezar por acá? Porque la tarea del editor no solo es elegir una obra o un autor, sino hacer que todos los implicados desempeñen su papel y permitan trabajar el texto. Podía hacer el cronograma a ojo cerrado y armarme de paciencia para convencer a los colaboradores de la entrega puntual. Asistirlos, facilitarles la carpintería. Desde el principio, poner las condiciones sobre la mesa: ¿seguro que puedes? ¿Tienes tiempo? ¿Estás disponible? Entre las respuestas que recuerdo haber recibido, estuvo: “Voy al ritmo que humanamente me ha sido posible”. Un mes de retraso fue esa vez, no salió tan mal. En simultánea, sufría por otros: dos, tres, cuatro meses esperando unas páginas prometidas en videollamada, mensajes de WhatsApp, o lo que en mi caso era ya una medida desesperada, una llamada de celular sin previo aviso. “Sí, el viernes sin falta”. Cinco, seis meses. Yo también tuve 20 años y cometí barbaridades frente a editores, además iracundos y sin tacto. Pero la renuencia a cumplir con la responsabilidad debería ir desapareciendo con la edad.

Luego de haberme escampado en decenas de excusas, llegué a la conclusión, quizá mediocre, sin duda resignada, de que está bien cambiar dos gramos de talento por uno de puntualidad. El colaborador no será el prosista más brillante de su generación, pero si entrega un texto y se puede trabajar con él, vale más ese pájaro en mano que promesa de una pieza magistral volando.

2. Cada texto atraviesa un proceso diferente. Los hay intocables porque ya han sido publicados, traducciones para revisar con pinzas, grandes obras de grandes autores. También de escritores con cortas o medianas trayectorias. Por sentido común, se espera de estos últimos mayor disposición a la comprobación: ¿funciona? ¿Puedo hacer algo para mejorarlo? Pues no. Las respuestas van desde: “Puede tener problemas, pero prefiero dejarlo así” hasta el filo de “si le tocan una coma, no lo publico”. Parafraseo, pero suceden estas y otras respuestas en el espectro entre una falsa resignación y una arrogancia sin filtro. Cualquier nivel, creo, amerita una negativa rotunda de parte del editor, pero las circunstancias no siempre son favorables a la autonomía, así que toca negociar. Recuerdo una reunión virtual con una autora que se negó sin excepción a todas las ediciones sugeridas, hasta que en medio de la conversación le dije que tenía razón en resistirse al cambio de título del libro. Yo también tenía dudas, podíamos dejar su propuesta inicial. De forma mágica todas las demás correcciones le parecieron razonables, ni siquiera consideró volverlas a revisar. Las relaciones fructifican pese a los desacuerdos, y las hay armoniosas y productivas desde el primer día. Editando he tenido algunos de los intercambios más interesantes y las conversaciones más divertidas, precisamente con los autores que disfrutan volver sobre su texto, se ríen de los errores, aceptan sugerencias y se maravillan de lo que ocurre luego de que el texto se convierte en libro, gracias al editor.

3. En Colombia escasean la prensa cultural y la crítica literaria, así que puede pasar bastante tiempo antes de saber qué opiniones despierta un libro. Las ferias se convierten en el espacio de encuentro con los lectores dispuestos a expresar su gusto o su desagrado. Es una retroalimentación invaluable, casi siempre honesta, y dirigida a mejorar la manera como se presentan los contenidos o se le da continuidad al catálogo. Si las ferias solo fueran esta reunión de lectores críticos, de verdad serían el paraíso de los editores. Sin embargo, en franca supremacía numérica, la recorren los escritores ávidos de publicación. Los hay que se acercan con conocimiento de causa: saben a donde llegaron y lo que buscan. No ocurre esto con la mayoría. Van de estand en estand asegurándole a los editores que deben darle una oportunidad a su idea. Y quizá sea grandiosa, pero es imposible que un mismo libro pueda interesar a diez editores diferentes. Lo que quiere decir esta búsqueda sin filtro por parte del debutante es que no se tomó el trabajo de investigar el catálogo de las editoriales ni de hacer un primer análisis de cuál de ellas podría darle cabida a su obra. Me atrevería a decir que sus posibilidades de éxito son penosamente cercanas a cero, pues esa falta de tacto revela a su vez otros defectos, como el desconocimiento absoluto del mercado editorial. Muchas veces, después de sonreír cortésmente, terminé una conversación respondiendo: no publicamos libros religiosos, o de superación personal, o técnicos, o sagas juveniles.

4. Durante mis primeros años no hubo evento al que no me apuntara: seminario, charla, simposio. De tanto acumularlos, era imposible no percatarme de la reincidencia en los mismos temas, de las mismas preguntas sin horizonte de respuesta. Supe que había llegado a mi límite en uno de tantos eventos, esa vez celebrado en Cartagena. Era una mesa integrada por un par de editores independientes y un representante de un gran grupo editorial, realmente enorme, que se unió al lamento de sus colegas para decir lo de siempre: no hay lectores, no hay mercado, no hay políticas públicas. He vuelto a intentarlo en otras ocasiones, pero siempre salgo derrotada. Hay tantos temas sobre los que tenemos incidencia directa y de los que no se habla. Siento, por ejemplo, que muy pocas veces los editores se preguntan qué hacen mal. Si lo hicieran, los seminarios tratarían con más frecuencia sobre cómo diseñar una buena portada, cómo escribir una contratapa eficaz, cómo armar un lomo bello y elocuente. Recientemente me he estrenado como socia de una librería y me impresiona la cantidad de errores que cometen los editores cuando se trata de vender sus libros. Recibimos ejemplares amarrados por un chaleco de papel delicadísimo y sin textos explicativos. O sea, el lector no lo puede ojear y el editor no le dice qué tiene en sus manos. Y así podría seguir con los ejemplos. Si el librero no está, la compra se hará por adivinación.

Me gusta mucho una historia que cuenta Roberto Calasso en La marca del editor: durante el lanzamiento de una nueva colección de la editorial Einaudi, uno de los presentes reaccionó al coro de lamentos editoriales: “No se trata, dijo, de censurar una genérica insensibilidad de los lectores, sino, más bien, de determinar qué es lo que los deja indiferentes”. Creo que es la pregunta más provechosa que he visto en estos diez años de ejercicio editorial. Qué de lo que hacemos deja indiferentes a los lectores. Jamás he escuchado a nadie responderla.

5. Conectado con lo anterior, me ha sorprendido darme cuenta de todo lo que perciben los lectores que no está en la capa superficial de la editorial. Lo comprobé en dos ocasiones. La primera fue en el ambiente eléctrico y atiborrado de las ferias. No importaba qué tan adversa fuera la luz y el exceso de ruido, las personas veían en los libros los pequeños gestos que el editor había incluido con la intención de conmoverlo: un colofón escrito con gracia, un pequeño gesto de color en la última página, una cintilla para marcar el avance de la lectura. Esta observación me reafirmó el papel que cumple la belleza en una edición, pues es la cualidad definitiva para torcer el destino de un libro de convertirse en basura a trascender como un tesoro guardado por generaciones. La segunda ocasión, en realidad, es una experiencia en el tiempo que me ha demostrado cuán sensibles son los lectores a la coherencia de un catálogo y cómo de manera voluntaria o involuntaria, al no entender el plan global de un editor, abandonan la posibilidad de seguirlo y centran su atención en otra cosa. No hay peor castigo para un editor que perder a sus lectores ni derecho más elemental de estos que elegir lo que consideran mejor pensado y ejecutado. Sepan o no de edición, como destinatarios finales de todo el trabajo hecho tras bambalinas, tienen la última palabra para decidir si un libro se merece su tiempo. Si un editor está distraído, cansado, confundido, sus libros también lo estarán y los lectores no dejarán de percatarse de ello. Si un editor publica por cumplir, por dinero, por afán de seguir acumulando títulos, el lector le dará la espalda. Y suele ser una decisión sin retorno.

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