Resulta extraño escribir para un lector que no conoces. De eso se trata ser escritor, descomponer tu esencia en palabras que luego tomen forma al ser leídas o pronunciadas por otros. Al principio, no estaba muy seguro si me ibas a leer, pero así como Balandú, el universo que creaste en gran parte de tus libros y donde viven muchos de tus personajes y tus historias, está lleno de apariciones y presencias de otras épocas que viven en casas, en objetos y se evocan con los recuerdos, puede que logre llegar este mensaje a ti, Manuel Mejía Vallejo.
Recuerdo que el primer libro que leí fue La casa de las dos Palmas. Decir que esta obra habla sobre la antioqueñidad es quedarse corto. Para mí fue un viaje en el tiempo y hacia las montañas y ríos que no conocía. Sentí el asombro de quien descubre por primera vez la victrola y percibe las voces que se apropian de la estancia; quise entender el significado de las flores con las cuales Efrén Herreros comunicaba sus sentimientos; también me dejé llevar por las historias de Medardo y descubrí la casa con la ceguera de Zoraida Vélez.
Sin embargo, me tomó un par de años más descubrir tu obra y conocerte bien. Dicen que la verdadera lectura es la relectura. Recuerdo una frase del relato Un cuento para Saroyan de Álvaro Cepeda Samudio: “Fíjate, por ejemplo, Faulkner les agrega páginas y personajes a sus novelas cuando uno no lo está viendo, así que cuando tú lees un libro de él por segunda vez encuentras cosas que antes no había”. No dudo de que visites las bibliotecas de todos los que te leen para añadir nuevas palabras e historias.
La necesidad de crear un proyecto de grado nos llevó a mi amigo Santiago Jaramillo y a mí a pensar de nuevo en ti. Te leímos otra vez y buscamos cualquier indicio que nos llevara a conocer y ubicar a Balandú. Más allá de que tuviera algo de Jardín, el pueblo donde creciste y en el que te inspiraste para tu primera novela, La tierra éramos nosotros, decir que ese era Balandú no era suficiente. Más allá estaba el páramo y en algún punto La Casa de las dos Palmas. Yo quería subir muy alto para ver si era verdad que allí se inventaba la lluvia y podía alzar las manos y hacerle cosquillas a Dios, como dices en Y el mundo sigue andando.
Todos tenemos nuestras biblias, el libro de libros, ese autor que nos apasiona y cuyas palabras sentimos que nos pertenecen, como un pequeño tesoro. He tenido muchos escritores y escritoras que lo han sido para mí: Walt Whitman, Emily Dickinson, Gabriel García Márquez y Mary Oliver. A ninguno de ellos lo conocí tanto como a ti. Tú también tuviste los tuyos. Por esto fue que seguiste los pasos a Porfirio Barba Jacob en su periplo por Centroamérica y que también podías recitar de memoria sus poemas sentado en la silla que siempre ocupaste en Ziruma, tu finca, junto a un vaso de ron con Coca-Cola y tus amigos.
Te imagino leyendo su poema Futuro: Vagó, sensual y triste, por las islas de su América; / en un pinar de Honduras vigorizó su aliento; / la tierra mexicana le dio su rebeldía,/ su libertad, su fuerza... Y era una llama al viento. Pensando en el poeta que admiraste y te llevó de viaje hasta escribir El hombre que parecía una fantasma. Tú que pensabas mucho en las apariciones y que viviste con algunas de ellas en tus relatos de Las noches de la vigilia o en Los invocados. Como un médium que presta su voz para hablar por otros.
No es tan original, como se piensa, escribir un libro que pretenda reconstruir los pasos, la vida o el universo literario de un autor. Muchos otros lo han hecho antes y lo seguirán haciendo. Tengo que reconocer que has sido el primer autor del cual leí la totalidad de su obra. Solo podía hablar de eso con Santiago, mi novia y mis amigos. La memoria se debilita con el tiempo, sin embargo, aún puedo recitar algunas de tus frases o poemas como aquel que da título a esta carta (aunque estas no suelen llevar uno). Dejen que viva a mi modo, nadie morirá por mí, es otra de esas máximas tuyas que me acompañan.
Así fue como nos llenamos de referentes biográficos y geográficos para armar un mapa de viaje hacia un lugar que no sabíamos si existía, pero al cual queríamos llegar y divisar. La vida a la cual no pudiste regresar y tuviste que cobrar venganza del tiempo y la muerte al darle una nueva vida en el papel; tu paraíso perdido, Balandú. Como dijiste una vez, “Balandú es un lugar donde nacen los sueños”.
Gracias a ese Viaje a Balandú pude conocer más de ese pueblo que creaste y sentir sus ecos en la naturaleza y las personas con las que me crucé en el trayecto. Como don Blas, el arriero que ha visto brujas en el monte y que con la palabra puede detener la lluvia. Al final, puedo decir con orgullo que ese proyecto de grado se convirtió en un libro de libros gracias a tu presencia y tu guía.
A veces pienso que los viajes traen desilusión. Como la anécdota que nos contaron de cuando fuiste con León de Greiff para que él conociera el mar y este dijo que era mejor el suyo, el imaginado. Sin embargo, pienso mucho en Ítaca de Constantino Cavafis: lo importante es emprender el viaje, empezar el camino, tomar todo lo que se pueda de la experiencia y hacerse sabio.
Si me sintiera facultado para dar un consejo a quien lea esta carta, sería que viaje y conozca el libro que lo apasiona. Que cree con su experiencia su propia adaptación y que se anime a escribir sus notas al pie de la página de esa historia. Nosotros escribimos ese relato de viaje y sin saberlo ayudamos a cumplir esa promesa que hizo uno de tus personajes: Algún día volveré a Balandú en busca de mis pasos perdidos. Una frase que se transformó en un paso que dio inicio a un camino hacia tu vida, hacia los farallones, los antepasados y tu legado. Gracias por tu obra en la que, como en La casa de las dos Palmas, nunca me sentí un forastero y siempre fui invitado a quedarme tantas veces.
Bello, 26 de marzo de 2023,
Daniel.
Fragmento Viaje a Balandú
Siendo todavía un niño, Manuel salía al solar de la casa, se recostaba contra un palo de naranjas a mirar el cielo y a recitar poemas. En las noches escribía en las cajetillas de los cigarrillos Marlboro y en todos los papelitos que se encontraba. Su madre, que en las mañanas le tendía la cama, fue la primera en darse cuenta de que podía ser escritor.
Él le escribía las cartas a los agregados de su padre. Una muchacha del servicio, Jael, le pidió que le ayudara a hacer una carta para Ramón Ángel, su enamorado. Él la escribió y el hombre quedó tan encantado que le dijo que le ayudara a responder, y como en esa época se escribía en verso, Manuel escribió:
Como florecen los nardos,
como florece el clavel,
así espero con ansia
el aguinaldo de Jael
