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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • Carlos Castro Saavedra: la voz del viento
  • Esta pintura revela otra de las facetas de Castro Saavedra: su inclinación por la plástica. Aunque menos conocidos que sus poemas, sus cuadros fueron expuestos en dos ocasiones en vida del autor. La mayoría de las obras fue comprada por los amigos del poeta.
    Esta pintura revela otra de las facetas de Castro Saavedra: su inclinación por la plástica. Aunque menos conocidos que sus poemas, sus cuadros fueron expuestos en dos ocasiones en vida del autor. La mayoría de las obras fue comprada por los amigos del poeta.
  • En su casa de Rionegro, los hijos de Carlos Castro Saavedra atesoran los libros, las pinturas y los objetos que el poeta reunió a lo largo de su vida. Llamada La voz del viento, la finca fue el espacio en el que el autor escribió buena parte de sus versos.
    En su casa de Rionegro, los hijos de Carlos Castro Saavedra atesoran los libros, las pinturas y los objetos que el poeta reunió a lo largo de su vida. Llamada La voz del viento, la finca fue el espacio en el que el autor escribió buena parte de sus versos.

Carlos Castro Saavedra: la voz del viento

La Fiesta del Libro celebra los cien años del natalicio del escritor antioqueño, quien publicó más de 40 libros; en su momento, fue celebrado por Pablo Neruda y Alejandra Pizarnik.

Por: Mateo Navia | Publicado

Esta parcela, “La voz del viento”, está habitada por árboles. Los más frondosos, robustos y altos los sembró Carlos Castro Saavedra hacia 1984, con las sugerencias de Inés Agudelo Restrepo, su esposa, el amor de su vida, de quien llegó a decir que cada vez que pronunciaba su nombre sentía “en la rama del corazón un nido”. “Siémbralos más lejos unos de otros, que crecerán”, le dijo entonces de manera delicada. Él la obedeció. Un platanillo tupido al lado izquierdo de la casa, como una mano abierta, saluda a los visitantes. Las hojas más erguidas apuntan al cielo. Del suelo verde, con distintas tonalidades, se levantan como un ejército de acompañantes plantas bajas cuyas hojas lucen gotas de rocío cual collares. El entorno obliga al residente y al forastero a la convivencia pacífica, a que dulcifique su ser con el acompañamiento sencillo, armonioso y paciente de la naturaleza, y a que se recuerde la poesía de Emily Dickinson, aquella observadora atenta de la hierba, las abejas y las mariposas, de las flores y de la vida, cuyos poemas fueron y son apuntes de lo que pasaba por sus sentidos y anclaba en su sensibilidad, la sensibilidad de muchos. “Es tan poco el trabajo de la hierba, / una esfera de simple verde: / solo para criar mariposas / y entretener abejas. // Todo el día bailar al ritmo de las lindas / tonadas que las brisas traen / y recibir el sol en el regazo / y a todo decir sí, inclinándose. // Ensartar el rocío –como perlas– / toda la noche. Y emperifollarse / más elegantemente / que una duquesa”.

En el corredor de la casa campestre me reciben Gloria Inés, María Victoria y Diego, las dos hijas y uno de los cuatro hijos que tuvieron Carlos e Inés. Mientras estrecho sus manos al saludarnos, me llegan estas oraciones del prosista Castro Saavedra en Elogio de los oficios (1961): “Merecen especial admiración y gratitud, los que trabajaron y aún trabajan con las solas manos. Los más pobres, los más poetas, los que dejan en los materiales el calor de la sangre, la huella de los dedos iluminados por la emoción”. Me invitan a sentarme y así lo hago en una silla acolchada con el color del cielo del verano, aunque afuera el día está nublado. Con la conversación capto que son custodios de la memoria de su padre, luchadores contra el olvido, gladiadores contra el temible Leteo, hijo de Eris. Hablan de las conmemoraciones que están en curso a los 100 años del nacimiento de su padre: varios lanzamientos del libro Viaje a tu cuerpo y otros versos de amor, una compilación poética seleccionada por Darío Jaramillo Agudelo; una intervención en un vagón del Metro de Medellín; una exposición de poemas, que serán ilustrados, y cuadros del poeta, en el Maja (Museo de Antropología y Arte de Jericó); un concierto infantil con canciones y versos para niños y niñas musicalizados por Gustavo Adolfo Rengifo. También me hablan de los truncamientos de algunos eventos planeados y aun no precisados ni confirmados, y con sus palabras recuerdo a Marco Aurelio cuando dijo: “Próximo está tu olvido de todo, próximo también el olvido de todo respecto a ti”.

Pero no hay que temer al olvido de Carlos Castro Saavedra. Su memoria está en esos árboles, en esas hierbas, y en los bustos, esculturas y placas que tienen su nombre en lugares de Medellín, Antioquia y otras ciudades. En la Biblioteca Pública Piloto está un gran acervo de su obra –libros, manuscritos, fotografías, artículos de prensa–, y un busto; otra sede de la BPP lleva su nombre: Moravia, en El Bosque; también la Biblioteca Departamental que se aloja en el Palacio de la Cultura Rafael Uribe Uribe, el Auditorio del Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA), y allende Medellín, el de la Biblioteca Municipal y Casa de la Cultura en Cocorná y el del Aula múltiple del Liceo Departamental Juan XXIII en San Andrés de Cuerquia. En el parque Boston se erige un monumento al escritor, el busto de Óscar Rojas en un pedestal con una placa en la que está grabado el poema Camino de la Patria”. En el noroccidente, el Monumento a los Trabajadores del panameño Justo Arosemena Lacayo en la Urbanización Nueva Villa de Aburrá, está inspirado en Elogio de los oficios. Existen colegios e instituciones educativas con el nombre de Carlos Castro Saavedra en La Estrella (Valle de Aburrá), Cali, Pereira y Bogotá, y se encuentran placas con el poema “Camino de la Patria” en Ibagué y Buga.

Tal vez Carlos Castro Saavedra no esté muy presente por estos días en los labios de muchas personas, pero como muchos personajes, puede estar siendo reservado para otro momento de la historia. Aristóteles y Georges de La Tour permanecieron en las tinieblas de no ser recordados durante siglos. Entre tanto, Gloria Inés, María Victoria y Diego recitan “Angustia” hasta que sus voces se confunden con un rezo, un poema que su padre le escribió a su madre como regalo y desagravio, un día en el que ella estaba enojada con él: “Yo me lleno de angustia mirándote la frente / porque estás más lejana cuando estás más presente. / Para que yo no pueda llegar hasta tu alma / tú me miras a veces con esa misma calma / con que miran los lagos una noche estrellada: / la miran hasta el alba y no le dicen nada. (...) Angustia de mis manos buscando en el vacío / tu corazón que ignora la soledad del mío. / Angustia de tus trenzas, que recortaste un día / y que tenían la forma de la tristeza mía”.

Esta pintura revela otra de las facetas de Castro Saavedra: su inclinación por la plástica. Aunque menos conocidos que sus poemas, sus cuadros fueron expuestos en dos ocasiones en vida del autor. La mayoría de las obras fue comprada por los amigos del poeta.
Esta pintura revela otra de las facetas de Castro Saavedra: su inclinación por la plástica. Aunque menos conocidos que sus poemas, sus cuadros fueron expuestos en dos ocasiones en vida del autor. La mayoría de las obras fue comprada por los amigos del poeta.

Esta parcela, “La voz del viento”, estáhabitada por árboles. Los más frondosos,robustos y altos los sembró CarlosCastro Saavedra hacia 1984, con las sugerencias de Inés Agudelo Restrepo, su esposa, el amor de su vida, de quien llegó a decir que cada vez que pronunciaba su nombre sentía “en la rama del corazón un nido”.

“Siémbralos más lejos unos de otros, que crecerán”, le dijo entonces de manera delicada. Él la obedeció. Un platanillo tupido al lado izquierdo de la casa, como una mano abierta, saluda a los visitantes.

Las hojas más erguidas apuntan al cielo. Del

suelo verde, con distintas tonalidades, se

levantan como un ejército de acompañantes

plantas bajas cuyas hojas lucen gotas de rocío

cual collares.

El entorno obliga al residente y alforastero a la convivencia pacífica, a quedulcifique su ser con el acompañamientosencillo, armonioso y paciente de la naturaleza,y a que se recuerde la poesía de Emily

Dickinson, aquella observadora atenta de la hierba, las abejas y las mariposas, de las flores y de la vida, cuyos poemas fueron y son apuntes de lo que pasaba por sus sentidos y anclaba en su sensibilidad, la sensibilidad de muchos. “Es tan poco el trabajo de la hierba, / una esfera de simple verde: / solo para criar mariposas / y entretener abejas. // Todo el día bailar al ritmo de las lindas / tonadas que las brisas traen / y recibir el sol en el regazo / y a todo decir sí, inclinándose. // Ensartar el rocío –como perlas– / toda la noche. Y emperifollarse / más elegantemente / que una duquesa”.

En el corredor de la casa campestre me reciben Gloria Inés, María Victoria y Diego, las dos

hijas y uno de los cuatro hijos que tuvieron Carlos e Inés. Mientras estrecho sus manos al saludarnos, me llegan estas oraciones del prosista Castro Saavedra en Elogio de los oficios (1961): “Merecen especial admiración y gratitud, los que trabajaron y aún trabajan con las solas manos.

Los más pobres, los más poetas, los que dejan en los materiales el calor de la sangre, la huella de

los dedos iluminados por la emoción”. Me invitana sentarme y así lo hago en una silla acolchad con el color del cielo del verano, aunque afuera el día está nublado. Con la conversación capto que son custodios de la memoria de su padre, luchadores contra el olvido, gladiadores contra el temible Leteo, hijo de Eris. Hablan de las conmemoraciones que están en curso a los 100 años del nacimiento de su padre: varios lanzamientos del libro Viaje a tu cuerpo y otros versos de amor, una compilación poética seleccionada por Darío Jaramillo Agudelo; una intervención en un vagón del Metro de Medellín; una exposición de poemas, que serán ilustrados, y cuadros del poeta, en el Maja (Museo de Antropología y Arte de Jericó); un concierto infantil con canciones y versos para niños y niñas musicalizados por Gustavo Adolfo Rengifo. También me hablan de los truncamientos de algunos eventos planeados y aun no precisados ni confirmados, y con sus palabras recuerdo a Marco Aurelio cuando dijo: “Próximo está tu olvido de todo, próximo también el olvido de todo respecto a ti”.

Pero no hay que temer al olvido de Carlos

Castro Saavedra. Su memoria está en esos árboles, en esas hierbas, y en los bustos, esculturas y placas que tienen su nombre en lugares de Medellín, Antioquia y otras ciudades. En la Biblioteca Pública Piloto está un gran acervo de su obra –libros, manuscritos, fotografías, artículos de prensa–, y un busto; otra sede de la BPP lleva su nombre: Moravia, en El Bosque; también la Biblioteca Departamental que se aloja en el Palacio de la Cultura Rafael Uribe Uribe, el Auditorio del Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA), y allende Medellín, el de la Biblioteca Municipal y Casa de la Cultura en Cocorná y el del Aula múltiple del Liceo Departamental Juan XXIII en San Andrés de Cuerquia. En el parque Boston se erige un monumento al escritor, el busto de Óscar Rojas en un pedestal con una placa en la que está grabado el poema “Camino de la Patria”. En el noroccidente, el Monumento a los Trabajadores del panameño Justo Arosemena Lacayo en la Urbanización Nueva Villa de Aburrá, está inspirado en Elogio de los oficios. Existen colegios e instituciones educativas con el nombre de Carlos Castro Saavedra en La Estrella (Valle de Aburrá), Cali, Pereira y Bogotá, y se encuentran placas con el poema “Camino de la Patria” en Ibagué y Buga. Tal vez Carlos Castro Saavedra no esté muy presente por estos días en los labios de muchas personas, pero como muchos personajes, puede estar siendo reservado para otro momento de la

historia. Aristóteles y Georges de La Tour permanecieron en las tinieblas de no ser recordados durante siglos. Entre tanto, Gloria Inés, María Victoria y Diego recitan “Angustia” hasta que sus voces se confunden con un rezo, un poema que su padre le escribió a su madre como regalo y desagravio, un día en el que ella estaba enojada con él: “Yo me lleno de angustia mirándote la frente / porque estás más lejana cuando estás más presente. / Para que yo no pueda llegar hasta tu alma / tú me miras a veces con esa misma calma / con que miran los lagos una noche estrellada: / la miran hasta el alba y no le dicen nada. (...) Angustia de mis manos buscando en el vacío / tu corazón que ignora la soledad del mío. / Angustia de tus trenzas, que recortaste un día / y que tenían la forma de la tristeza mía”.

***

Aunque Carlos Castro Saavedra escribió una novela, dos dramaturgias, siete himnos, y prosas – columnas periodísticas, ensayos, cuentos infantiles, prólogos, discursos–, es conocido sobre todo como poeta. Para componer sus poemas, el soneto y el verso libre fueron sus formas preferidas. Provistos de lirismo, al ser leídos aparecen propensos a la declamación e incluso al canto. Listas y pareados, rítmicos y melodiosos, están presentes en ellos, así como tautologías que aportan intensidad y solemnidad a las expresiones. Como lo describió in illo tempore Edmundo Pérez Garcés al analizar el libro Los ríos navegados (1961): “Hay logros extraordinarios que hacen de Castro Saavedra un poeta nacional con todo lo que esto significa. La sensibilidad receptora de su obra poética no es ni ordinaria ni aparente; es de tal ritmo, de tal vuelo y profundidad poética que consigue transplantar el alma acongojada del colombiano contemporáneo, y comunicar un poco de amor, de consuelo, de comprensión, de esperanza, al lector de todas las capas sociales”.

El amor y lo social son los dos temas principales de la obra de Castro Saavedra, aseguran sus

hijas y su hijo, y dice la crítica académica y literaria. Es ese un punto de encuentro de personajes nacionales colombianos como Gabriel García

Márquez, Manuel Mejía Vallejo, Alberto Aguirre, Belisario Betancur, Carlos Gaviria Díaz, Darío Jaramillo, y de dos escritores de renombre en América y el planeta como Evgueni Evtushenko y Pablo Neruda –a quien Castro Saavedra conoció en Chile mientras pasó allí sus seis meses de exilio provocados por la persecución acérrima de la izquierda agenciada por la administración de Gustavo Rojas Pinilla–, así como el de la celebrada escritora Alejandra Pizarnik. Esta última, en el prólogo de Obra selecta (1962) describió la poesía de Castro Saavedra como “de tono exaltado y trágico”, que expresa “la magnífica cólera del poeta y su participación en el sufrimiento ajeno, que cesa de serle ajeno por obra y gracia de su generosa inmersión en el corazón de la miseria”.

“El poeta de la paz”, como lo apellidaron muchas personas, empezó a escribir, entre el mito y la

leyenda, a los nueve años, y chocan varias fuentes al establecer si tenía trece o quince cuando publicó su primer poema. Coinciden sin embargo en que lo primero que publicó fue un soneto en El Colombiano en 1939. ¿Un adolescente con voz propia a los quince años? No, no era propia, clarificó él mismo años después en Oda a Colombia (1987): “En el Tolima nació mi madre / y con ella nació mi canto / y empezó a irse por el mundo / como los días y los barcos. / Ella vino desde muylejos / con las primicias de mi voz, / y anticipó la madrugada / de mis labios y mi canción”. Su madre, María Saavedra Rengifo, dio a luz y dio luz a Carlos Castro el 11 de agosto de 1924.

Luego de ser bautizado como Carlos Benjamín, la errancia de su padre Eduardo Castro Jaramillo –que alcanzaría el grado de comandante de

la Policía en Antioquia–, lo condujo a vivir por un tiempo en el Chocó, donde pasó días y noches soñando con el sueño, de que, a aquella gente oscura, “gente negra, dulce / y a la vez marginada”, le tuviera el futuro reservada una patria a la que fuera integrada. De vuelta a Antioquia cursó estudios de primaria y secundaria en el Colegio San Ignacio y en el Liceo Antioqueño, donde, me contó Gloria Inés –trayendo a su voz un recuerdo de alguna conversación del pasado con su padre–, él leyó muchísimo, “lo leyó todo”, en muchas ocasiones, incluso ausentándose de las clases.

El influjo de los tíos paternos, Alfonso, Gabriel y Enrique no debió ser baladí. Todos fueron periodistas; el primero, además, médico, parlamentario, cuentista y novelista, y el último director del bisemanario satírico El Bateo. En su estela, Carlos haría de sí un hombre prolífico: en su vida publicó treinta y ocho libros, decenas de cuentos infantiles y más de cuatro mil columnas periodísticas. Esta información, que se encuentra como anexo en varios libros, da inicio a una discusión entre sus descendientes: –Habla uno de cuarenta libros, de obras de teatro, de novela... –dice Diego.

–Cuarenta y cinco –dice María Victoria, con

énfasis, pero inmediatamente duda–... Ahí están los registros. –Cuarenta y tres –asegura Gloria Inés, ahijada de Manuel Mejía Vallejo–. Ahí está todo incluido: la poesía, prosa, novela, teatro, entre todos esos libros, libros, no poemas. Sería impertinente poner sobre estas páginas los títulos del escritor para contarlos. Su goteo se convertiría en un aguacero torrencial dada la prolijidad del listado. Pero vaya aquí una clave, una llave a toda su poesía: los cuatro libros antológicos preparados por él mismo: Selección poética (1954), Obra selecta (1962), Poemas escogidos (1974) y Poesía rescatada (1988). Al final quizá solo importa que Carlos Castro Saavedra fue copioso de frutos, un hombre que vivió fruteciendo –palabra que se encuentra en varios de sus poemas–, y que se pliega a su vida vivida como la corteza al árbol: escribiendo, inmerso en ese “duro ejercicio”, “que duele”, esa “especie de terca y confusa agonía que no puede evitarse”, encontró utilidades para sí y su familia –que había nacido el 8 de noviembre de 1947 cuando se casó con doña Inés–; su nación, Colombia, y su América, su novia, su esposa, su muchacha de trenzas, de quien escribió que dejaría que tomara entre sus brazos su cabeza de monte para ponerle relámpagos en el pelo.

***

Relampaguea y truena en Rionegro, y con la conversación voy comprendiendo que al vate cantor de la paz y del amor, debe añadírsele haber sido recitador, como lo atestiguan los programas de mano de recitales poéticos que dio en teatros como el Bolívar, el Aranjuez y el Paraninfo de la Universidad de Antioquia, y en teatros como el San Bartolomé y el Municipal, en Bogotá, durante la segunda mitad de 1940. Como rapsoda, tal cual lo fue también por aquellos mismos años el reconocido exiliado español Fausto Cabrera Díaz con quien se reunió en una ocasión, Castro Saavedra intentaba ajustar el dinero para sostener a su familia. “Mi mamá decía que mi papá llegaba de un recital y le entregaba la plata y le decía: ‘Vea mija, ahí tenemos para vivir tres meses”, cuenta María Victoria.

Pero no solo con recitales puede intercambiarse la residencia, los vestidos y el alimento de una familia. A dicha labor, sumó Castro Saavedra durante su vida convertirse en columnista de varios periódicos de Medellín, Cali y Bogotá; publicó en más de veinte revistas nacionales; ocupó cargos directivos en festivales del libro y en entidades culturales, y escribió por encargo libros e himnos –el de laUniversidad de Medellín, el del Ingenio Riopaila del Valle del Cauca, el del Cooperativismo colombiano, el del municipio de San Roque, el del Colegio Miguel de Aguinaga, entre otros. “Almanaques al revés” se llamó su columna de El Colombiano en 1954, y “La voz del viento”, la que publicó de manera continua entre 1970 y 1985. Entre otros seudónimos que utilizó se encuentran Omar, Saulo, Juan Diego. En los libros La voz del viento (1989) y Escritos sobre literatura y arte (2002) están compiladas más de 160 columnas. En el primero, el que contiene mayor cantidad, dice Carlos Gaviria Díaz en el prólogo: “Que no se llame a engaño el lector de estas páginas. Son escritos de prensa, pero casi nada tienen que ver con el periodismo como género literario. Ni la ‘prosa’ ni los buenos propósitos resultan eficaces para despojar a Castro Saavedra de su única e intransigente condición: la de poeta”. En efecto, así ocurre cuando se deslizan los ojos por las páginas de ambos libros, que permiten al lector enterarse de lo que está pasando en Europa con Marc Chagall, Ezra Pound, Miguel Hernández o Pablo Picasso; en América Latina con Violeta Parra, Gabriela Mistral o Borges; en Colombia con León de Greiff, García Márquez o Manuel Mejía Vallejo. Grandes nombres de la cultura y el arte, pero también, pequeñas cosas rescatadas de lo efímero y depositadas en páginas que las hacen perdurables. Imborrable le resultan a María Victoria señalamientos de su padre desde la máquina de escribir, como aquella de unos zapatos viejos: “Eran notas que se le ocurrían a mi papá. Un zapato en la calle... Diciendo que ese zapato fue de alguna persona; tuvo su compañero; le sirvió mucho a la persona y luego lo desecharon”.

Lo pequeño, lo elemental fue central en la escritura de muchas de las prosas del poeta. Por los

años de 1960 y 1970 en que estuvo vinculado al SENA y a la Secretaría de Salud, Educación y Bienestar Social del Municipio de Medellín, publicó Elogio de los oficios (1961) –cuyos textos están acompañados con ilustraciones de Malmgred Restrepo–, Cosas elementales (1965) –con fotografías de Pablo Guerrero– y Cartilla popular y mandamientos del ciudadano (1970). En los dos primeros, en tono elegíaco son alabados y exaltados, entre muchos otros, obreros, campesinos, soldados, bomberos, carpinteros y relojeros, pero es en la Cartilla donde, además de la exaltación de oficios, labores y profesiones, Castro Saavedra se descubre como un impulsor y promotor de la formación ciudadana.

Dicha tarea, la emprende tanto desde la indicación de lo pequeño: “Los parques están allí, silenciosos y verdes, para que los llenemos de cariño y de calor humano. Ayudemos a conservarlos limpios, barrerlos con una escoba que no les cause daño”, hasta la más encumbrada abstracción de reconocer una ciudad como propia: “Con el mismo derecho con que yo llamo mía a mi ciudad, tú puedes y debes llamarla tuya, porque en realidad la ciudad es de todos los hombres y mujeres que la habitan”.

Elogio de la odontología (1967) y Camino ymontaña. Elogio de la Ingeniería (1966) son claramente libros que Castro Saavedra escribió por encargo. El segundo, impreso por el Fondo Acumulativo de la Sociedad Antioqueña de Ingenieros, es una historia no ortodoxa de la ingeniería en Antioquia y Colombia con su tono poético característico, con menciones, entre otras, a Francisco José de Caldas como fundador de la Academia Militar de Ingenieros en 1814; a la construcción del Puente de Occidente; al Ferrocarril; a El Zancudo, complementado con fragmentos de murales de Pedro Nel Gómez –otro de los cofundadores, con Castro Saavedra, de la Casa de la Cultura de Medellín en 1948– y fotografías de Gabriel Carvajal.

Hacer de la escritura un trabajo que le permitiera sostenerse y sostener a su familia, fue su orgullo. Como le recordó doña Inés a Yeison Gualdrón en una entrevista para El Tiempo en

2012, Carlos no permitió que sus amigos poetas le ayudaran económicamente para construir una casa en el lote que había comprado luego de vender por 10.000 pesos los derechos de autor de Elogio de los oficios. “Él dijo que él mismo construía su casa, con su plata, con sus poemas, y así lo hizo”, contó doña Inés. Una anécdota que el poeta Ciro Mendía sintetizó de manera maravillosa de esta manera: “Carlos Castro Saavedra fue el único poeta de Colombia que construyó una casa con el sudor de sus versos”. Esta síntesis la repiten sus hijas y su hijo como un eco que se ha prolongado por más de cincuenta años, y que no acalla el canto en semicorcheas del pájaro caravana que escucho gritar, estridente y repetitivo, transformado luego en el Museo de Antioquia; y la segunda, en la Sala de Arte de la Biblioteca Pública Piloto. Sobre esta última, escribió Carlos Gaviria Díaz: “Que se atenga antes a la emoción del poeta que a la destreza del pintor quien quiera mirar inteligentemente los cuadros que constituyen la muestra. (...) Inútil buscar conflictos o siquiera escisiones entre el poeta y el pintor, porque son uno mismo: el poeta”. En efecto, no hay destreza pictórica en dichos cuadros, pero sí referencias a poemas que había escrito. Sus hijas dicen que varios cuadros se corresponden con poemas específicos, como en los casos de “Astronauta” y “Maternidad”. En el primero, las líneas geométricas del rostro se complementan con el contraste intenso entre la cara roja y el verde y azul del fondo, y en el segundo pueden confirmarse las influencias picassianas y la huella de Guayasamín con la posición del rostro de la mujer, y con las manos de uñas demarcadas que presionan los senos hasta erguir los pezones que se destacan mirando hacia el cielo, acentuando la expresión de la dadivosidad maternal. Sobre los cuadros de 1956 dijo el propio Castro Saavedra: “Aparte de la poesía, me dio por pintar. Pintaba en el poyo de la cocina en mi casa de San Juan, era como desbrozando un monte, porque no sabía ni cómo se mezclaban los colores. Hice 50 óleos malos, pero con mucha fuerza protestaria. Tenía que venderlos para comer y así fue,no quedó ni uno”. A Ciro Medina le faltó este componente –me digo–: ¡el sudor de los lienzos!

Entre los cuadros colgados hay uno, que me indican Gloria Inés y María Victoria a coro, es de 1956. –¿No los había vendido todos?, les pregunto contrariado.

–Este se lo había comprado Héctor, pero se lo devolvió a mi papá poco antes de ser asesinado. Héctor Abad Gómez y Carlos Castro Saavedra fueron amigos, me habían contado las hijas y el hijo mientras caía una breve llovizna, pero en ese momento recuerdo que Héctor Abad Faciolince había narrado con sonoras palabras, que su padre, después de la pensión impuesta en 1982, se había dedicado a leer más, a vivir más feliz y a cultivar rosas y amigos. Instalado la mayor parte de la semana en la finca de Rionegro, “al atardecer visitaba a su amigo del alma, el poeta Carlos Castro Saavedra, y por la noche leía nuevamente hasta que el sueño lo vencía”. Los dos eran vecinos en Rionegro, continúan contándome las hijas y el hijo, y solían beber aguardiente los fines de semana. La cercanía era tal que Héctor llegaba disfrazado de Papá Noel en diciembre, y se desbordaban las risas. como inseguro de no haber sido escuchado.

***

El sol se ha ocultado en Rionegro. Los árboles inician su sueño de pie, y me invitan a pasar al interior de la casa para recorrerla. Los muebles de la sala están custodiados por cuadros. Castro Saavedra pintó en dos momentos de su vida: en 1956 y en 1986. En ambas ocasiones expuso: la primera, en el entonces llamado Museo de Zea que fue Después del asesinato de Héctor Abad Gómez, Castro Saavedra escribió el poema “Carta a Héctor”, que contiene estos extractos remarcables: “Te estoy viendo caer, pero hacia arriba, / hacia la luz, hacia la madrugada (...) Buen amigo de todos, / buen compañero de la gente honrada, / de las rosas, del pan y la batalla / a cada instante nueva y empezada (...) Ante tu ausencia, Héctor, / no grito ni me rasgo la túnica morada, / sino que te acompaño silencioso / hasta donde me alcanza la mirada”.

En las habitaciones hay más cuadros, más

huellas que dicen la permanencia de Carlos Castro Saavedra en el presente después de treinta y cinco años de su muerte. No hay olvido en las paredes, hay presencia, reelaboración de la palabra al través de la pintura, traslación de la fuerza de las manos que volcaba en la máquina de escribir redirigida hacia los lienzos. Como música de fondo escucho la voz de Gloria Inés recitando el poema que su padre le escribió, “La reina de la casa”, alternando versos con risas breves: “Gloria se llama la reina de la casa... su sonrisa es una estrella / su cara es una flor... perfuma el pan, los manteles, el aire, los corredores / los muñequitos de trapo y los troncos de colores... y al final cuando se cansa de rodar y de rodar / se duerme sobre mi pecho como espuma sobre el mar”.

Tras atravesar la zona del comedor, dejando atrás el “Retrato de Carlos Castro Saavedra” quepintó al óleo el caldense Alipio Jaramillo en 1952, y de girar a la izquierda, está el estudio, el santo atelier del escritor donde casi todo ocurría. Sobre el escritorio han puesto su máquina de escribir, una Remington entre el gris y el verde, robusta – como la figura de él en algunas de sus fotos más conocidas–, y con el rodillo antaño negro atiborrado de pisadas de letras que lo fueron blanqueando. de pisadas de letras que lo fueron blanqueando. Más de dos paquetes de cigarrillos Pielroja se fumaba cada día, me habían contado, y yo imagino para completar la escena, un cenicero desbordado de colillas y cenizas, los gritos y juegos de los hijos y las hijas por la casa y algunas oraciones emitidas por doña Inés. Falta todo, pero no la voz de Castro Saavedra. La contiene el long play que descansa al lado derecho de la máquina. Leo la carátula: “Emisora H. J. C. K. presenta su colección literaria. La voz de Carlos Castro Saavedra. Antología”. Recuerdo entonces su voz, me la compartió el gestor cultural Sergio Restrepo en una USB días antes. En un archivo está la voz de Castro Saavedra como dramaturgo leyendo Historia de un jaulero (1960), de la que me resulta inolvidable, por su certera y potente calidad expresiva, la intervención del personaje José criticando la sociedad capitalista: “Los hombres gordos bailan con el oro y los flacos con la miseria. Todos morimos de bailar, y al fin caemosen los ataúdes con las bocas abiertas, mientras la lluvia llora largamente por la mejilla de los árboles”. Me agrada pensar en la voz del poeta, con los vínculos que escribió su hijo Santiago: con el mismo sonido de una flauta, del viento entre los bosques, del rayo en la tormenta y de su propia sangre.

Colindante con el escritorio se encuentra una biblioteca con los libros publicados por el escritor, antologías posteriores a su muerte, copias de miles de columnas periodísticas encuadernadas y ordenadas según su cronología en los medios en que aparecieron. Dichos cuadernos, me cuenta María Victoria, fueron producto de algunos de los proyectos emprendidos por la Fundación Carlos Castro Saavedra, que tuvo una efímera existencia. En el escritorio y en la pared frente a este hay documentos enmarcados: Premios, condecoraciones, reconocimientos y distinciones que recibió en vida, siendo los más destacables la Estrella de Antioquia en Grado Oro otorgada por la Gobernación de Antioquia en 1978; la Orden de San Carlos en Grado de Comendador que le otorgó la Presidencia de la República en 1986, y su ingreso como Miembro de la Academia Hispanoamericana de Letras en 1963, y como Miembro de la Academia Colombiana de la Lengua en 1986. Detrás del escritorio, en la parte superior de la pared, varias caricaturas que le hicieron al escritor han sido cuidadosamente enmarcadas. Identificouna de Obregón y otra de Merino, pero hay más.

En la pared contigua, retratos, afiches de eventos, portadas de libros, un cuadro grande con la firma, varias fotos, y una pequeña que se destaca: Carlos Castro Saavedra está de frente mirando a quien toma la fotografía. Tendría veinte años, poco más, poco menos. Peinado con esmero, vestido de manera correcta con traje oscuro con rayas claras y corbata, su mirada transmite intensidad y futuro promisorio. A su lado derecho, de perfil, mirando hacia afuera de la foto, reconozco a León de Greiff con sus habituales gafas redondas y su boina, y con su figura esbelta y quijotesca.

En esta foto se concentra una parte esencialde mi visita, pienso. En aquel momento de la foto, todo el recorrido, lo que vendría, era un sueño: la dedicación a la escritura de poemas en torno al amor y lo social; los cuatro hijos y las dos hijas; los recitales poéticos; la escritura de prosas en columnas periodísticas y en textos para adultos y niños y jóvenes; el sudor de los versos y de los lienzos; la construcción de las casas; en síntesis, la gran apuesta por vivir de la escritura, el amor a doña Inés y la muerte. Despliegue de una vida que pareciera haberse iniciado con estos versos de De Greiff: “Mañana vendrá a mi ser / el beso de una mujer, / y un eterno florecer... / en el morir!”; los que el propio Castro Saavedra escribió, y que lo recitan a dúo Gloria Inés y Diego en el estudio de su padre: “Aquí yacen, y el polvo los conserva, / una mujer y un hombre que se amaron / y que de beso en beso se acercaron / a la paz que la muerte nos reserva... Ella fue silenciosa, triste, pobre, / y él con su cara de ceniza y cobre / trabajó en las entrañas de las minas. / Es esta tumba, caminante amigo, / deja caer un poco de tu trigo / para que no le falten golondrinas”, o los que escribió Walt Whitman, el poeta al que Castro Saavedra se refería con frecuencia: “Y ¿qué es un cadáver después de todo? / Estiércol, / buen estiércol para fecundar las tierras. / Y no me repugna, / no me repugna porque puedo oler las rosas blancas / que crecen y embalsaman, / porque puedo tocar los labios de los pétalos / y los senos pulidos del melocotón”.

Después de aquella foto, vino también el Castro Saavedra novelista poco recordado que escribió Adán Ceniza, una novela que recibió el Premio Jorge Isaacs en 1982, una autobiografía ficticia fascinante portadora de un encanto que embelesa con sus escenas e imágenes potentes.

Ejemplo de ello son dos personajes femeninos inolvidables: la esposa Magnolia Chacón, que, en medio del duelo por la muerte de su esposo minero, con su llanto inundó la casa solitaria hasta que un día la encontraron flotando sobre sus propias lágrimas, y la vidente María Sapa, que “podía ver el futuro con sus ojos nublados y recordar cosas que aún no habían pasado”.

Salgo de la casa, solo, y deambulo por los alrededores. Descubro el huerto, no hay cosecha todavía; un árbol de aguacate, gigantesco, de una edad avanzada que no sé calcular, tiene frutos, muchos frutos, y me habla. Dice: “Estoy anciano y fruteciendo”. Pienso que si bien Carlos Castro Saavedra fruteció durante su vida innumerables páginas con las cuales pudo sostenerse y sostener a su familia, en las décadas posteriores a su muerte ocurrida el 3 de abril de 1989, su obra fue dejada a un lado. Los y las poetas, columnistas, novelistas y dramaturgas posteriores a 1990 tomaron rumbos dispares, y cuando se interesaron en la formación ciudadana —tema que ocupó a Saavedra—, se encontraron una ciudadanía muy distinta de aquella anterior a 1990. ¿Envejeció la obra? No. La obra está viva. Libros como la novela Adán Ceniza y la dramaturgia Historia de un jaulero le hablan, con mucha seguridad, a la ciudadanía de hoy. Otros libros como los poemarios Fusiles y luceros y Oda a Colombia, le son de utilidad a quienes estén interesados en comprender la época en que Castro Saavedra escribió.

En su casa de Rionegro, los hijos de Carlos Castro Saavedra atesoran los libros, las pinturas y los objetos que el poeta reunió a lo largo de su vida. Llamada La voz del viento, la finca fue el espacio en el que el autor escribió buena parte de sus versos.
En su casa de Rionegro, los hijos de Carlos Castro Saavedra atesoran los libros, las pinturas y los objetos que el poeta reunió a lo largo de su vida. Llamada La voz del viento, la finca fue el espacio en el que el autor escribió buena parte de sus versos.

El sol se ha ocultado en Rionegro. Los árboles inician su sueño de pie, y me invitan a pasar al interior de la casa para recorrerla. Los muebles de la sala están custodiados por cuadros. Castro Saavedra pintó en dos momentos de su vida: en 1956 y en 1986. En ambas ocasiones expuso: la primera, en el entonces llamado Museo de Zea que fue transformado luego en el Museo de Antioquia; y la segunda, en la Sala de Arte de la Biblioteca Pública Piloto. Sobre esta última, escribió Carlos Gaviria Díaz: “Que se atenga antes a la emoción del poeta que a la destreza del pintor quien quiera mirar inteligentemente los cuadros que constituyen la muestra. (...) Inútil buscar conflictos o siquiera escisiones entre el poeta y el pintor, porque son uno mismo: el poeta”. En efecto, no hay destreza pictórica en dichos cuadros, pero sí referencias a poemas que había escrito. Sus hijas dicen que varios cuadros se corresponden con poemas específicos, como en los casos de “Astronauta” y “Maternidad”. En el primero, las líneas geométricas del rostro se complementan con el contraste intenso entre la cara roja y el verde y azul del fondo, y en el segundo pueden confirmarse las influencias picassianas y la huella de Guayasamín con la posición del rostro de la mujer, y con las manos de uñas demarcadas que presionan los senos hasta erguir los pezones que se destacan mirando hacia el cielo, acentuando la expresión de la dadivosidad maternal.

Sobre los cuadros de 1956 dijo el propio Castro Saavedra: “Aparte de la poesía, me dio por pintar. Pintaba en el poyo de la cocina en mi casa de San Juan, era como desbrozando un monte, porque no sabía ni cómo se mezclaban los colores. Hice 50 óleos malos, pero con mucha fuerza protestaria. Tenía que venderlos para comer y así fue, no quedó ni uno”. A Ciro Medina le faltó este componente –me digo–: ¡el sudor de los lienzos!

Entre los cuadros colgados hay uno, que me indican Gloria Inés y María Victoria a coro, es de 1956.

–¿No los había vendido todos?, les pregunto contrariado.

–Este se lo había comprado Héctor, pero se lo devolvió a mi papá poco antes de ser asesinado.

Héctor Abad Gómez y Carlos Castro Saavedra fueron amigos, me habían contado las hijas y el hijo mientras caía una breve llovizna, pero en ese momento recuerdo que Héctor Abad Faciolince había narrado con sonoras palabras, que su padre, después de la pensión impuesta en 1982, se había dedicado a leer más, a vivir más feliz y a cultivar rosas y amigos. Instalado la mayor parte de la semana en la finca de Rionegro, “al atardecer visitaba a su amigo del alma, el poeta Carlos Castro Saavedra, y por la noche leía nuevamente hasta que el sueño lo vencía”. Los dos eran vecinos en Rionegro, continúan contándome las hijas y el hijo, y solían beber aguardiente los fines de semana. La cercanía era tal que Héctor llegaba disfrazado de Papá Noel en diciembre, y se desbordaban las risas.

Después del asesinato de Héctor Abad Gómez, Castro Saavedra escribió el poema “Carta a Héctor”, que contiene estos extractos remarcables: “Te estoy viendo caer, pero hacia arriba, / hacia la luz, hacia la madrugada (...) Buen amigo de todos, / buen compañero de la gente honrada, / de las rosas, del pan y la batalla / a cada instante nueva y empezada (...) Ante tu ausencia, Héctor, / no grito ni me rasgo la túnica morada, / sino que te acompaño silencioso / hasta donde me alcanza la mirada”.

En las habitaciones hay más cuadros, más huellas que dicen la permanencia de Carlos Castro Saavedra en el presente después de treinta y cinco años de su muerte. No hay olvido en las paredes, hay presencia, reelaboración de la palabra al través de la pintura, traslación de la fuerza de las manos que volcaba en la máquina de escribir redirigida hacia los lienzos. Como música de fondo escucho la voz de Gloria Inés recitando el poema que su padre le escribió, “La reina de la casa”, alternando versos con risas breves: “Gloria se llama la reina de la casa... su sonrisa es una estrella / su cara es una flor... perfuma el pan, los manteles, el aire, los corredores / los muñequitos de trapo y los troncos de colores... y al final cuando se cansa de rodar y de rodar / se duerme sobre mi pecho como espuma sobre el mar”.

Tras atravesar la zona del comedor, dejando atrás el “Retrato de Carlos Castro Saavedra” que pintó al óleo el caldense Alipio Jaramillo en 1952, y de girar a la izquierda, está el estudio, el santo atelier del escritor donde casi todo ocurría. Sobre el escritorio han puesto su máquina de escribir, una Remington entre el gris y el verde, robusta –como la figura de él en algunas de sus fotos más conocidas–, y con el rodillo antaño negro atiborrado de pisadas de letras que lo fueron blanqueando.

Más de dos paquetes de cigarrillos Pielroja se fumaba cada día, me habían contado, y yo imagino para completar la escena, un cenicero desbordado de colillas y cenizas, los gritos y juegos de los hijos y las hijas por la casa y algunas oraciones emitidas por doña Inés. Falta todo, pero no la voz de Castro Saavedra. La contiene el long play que descansa al lado derecho de la máquina. Leo la carátula: “Emisora H. J. C. K. presenta su colección literaria. La voz de Carlos Castro Saavedra. Antología”. Recuerdo entonces su voz, me la compartió el gestor cultural Sergio Restrepo en una USB días antes. En un archivo está la voz de Castro Saavedra como dramaturgo leyendo Historia de un jaulero (1960), de la que me resulta inolvidable, por su certera y potente calidad expresiva, la intervención del personaje José criticando la sociedad capitalista: “Los hombres gordos bailan con el oro y los flacos con la miseria. Todos morimos de bailar, y al fin caemos en los ataúdes con las bocas abiertas, mientras la lluvia llora largamente por la mejilla de los árboles”. Me agrada pensar en la voz del poeta, con los vínculos que escribió su hijo Santiago: con el mismo sonido de una flauta, del viento entre los bosques, del rayo en la tormenta y de su propia sangre.

Colindante con el escritorio se encuentra una biblioteca con los libros publicados por el escritor, antologías posteriores a su muerte, copias de miles de columnas periodísticas encuadernadas y ordenadas según su cronología en los medios en que aparecieron. Dichos cuadernos, me cuenta María Victoria, fueron producto de algunos de los proyectos emprendidos por la Fundación Carlos Castro Saavedra, que tuvo una efímera existencia. En el escritorio y en la pared frente a este hay documentos enmarcados: Premios, condecoraciones, reconocimientos y distinciones que recibió en vida, siendo los más destacables la Estrella de Antioquia en Grado Oro otorgada por la Gobernación de Antioquia en 1978; la Orden de San Carlos en Grado de Comendador que le otorgó la Presidencia de la República en 1986, y su ingreso como Miembro de la Academia Hispanoamericana de Letras en 1963, y como Miembro de la Academia Colombiana de la Lengua en 1986.

Detrás del escritorio, en la parte superior de la pared, varias caricaturas que le hicieron al escritor han sido cuidadosamente enmarcadas. Identifico una de Obregón y otra de Merino, pero hay más. En la pared contigua, retratos, afiches de eventos, portadas de libros, un cuadro grande con la firma, varias fotos, y una pequeña que se destaca: Carlos Castro Saavedra está de frente mirando a quien toma la fotografía. Tendría veinte años, poco más, poco menos. Peinado con esmero, vestido de manera correcta con traje oscuro con rayas claras y corbata, su mirada transmite intensidad y futuro promisorio. A su lado derecho, de perfil, mirando hacia afuera de la foto, reconozco a León de Greiff con sus habituales gafas redondas y su boina, y con su figura esbelta y quijotesca.

En esta foto se concentra una parte esencial de mi visita, pienso. En aquel momento de la foto, todo el recorrido, lo que vendría, era un sueño: la dedicación a la escritura de poemas en torno al amor y lo social; los cuatro hijos y las dos hijas; los recitales poéticos; la escritura de prosas en columnas periodísticas y en textos para adultos y niños y jóvenes; el sudor de los versos y de los lienzos; la construcción de las casas; en síntesis, la gran apuesta por vivir de la escritura, el amor a doña Inés y la muerte. Despliegue de una vida que pareciera haberse iniciado con estos versos de De Greiff: “Mañana vendrá a mi ser / el beso de una mujer, / y un eterno florecer... / en el morir!”; los que el propio Castro Saavedra escribió, y que lo recitan a dúo Gloria Inés y Diego en el estudio de su padre: “Aquí yacen, y el polvo los conserva, / una mujer y un hombre que se amaron / y que de beso en beso se acercaron / a la paz que la muerte nos reserva... Ella fue silenciosa, triste, pobre, / y él con su cara de ceniza y cobre / trabajó en las entrañas de las minas. / Es esta tumba, caminante amigo, / deja caer un poco de tu trigo / para que no le falten golondrinas”, o los que escribió Walt Whitman, el poeta al que Castro Saavedra se refería con frecuencia: “Y ¿qué es un cadáver después de todo? / Estiércol, / buen estiércol para fecundar las tierras. / Y no me repugna, / no me repugna porque puedo oler las rosas blancas / que crecen y embalsaman, / porque puedo tocar los labios de los pétalos / y los senos pulidos del melocotón”.

Después de aquella foto, vino también el Castro Saavedra novelista poco recordado que escribió Adán Ceniza, una novela que recibió el Premio Jorge Isaacs en 1982, una autobiografía ficticia fascinante portadora de un encanto que embelesa con sus escenas e imágenes potentes. Ejemplo de ello son dos personajes femeninos inolvidables: la esposa Magnolia Chacón, que, en medio del duelo por la muerte de su esposo minero, con su llanto inundó la casa solitaria hasta que un día la encontraron flotando sobre sus propias lágrimas, y la vidente María Sapa, que “podía ver el futuro con sus ojos nublados y recordar cosas que aún no habían pasado”.

Salgo de la casa, solo, y deambulo por los alrededores. Descubro el huerto, no hay cosecha todavía; un árbol de aguacate, gigantesco, de una edad avanzada que no sé calcular, tiene frutos, muchos frutos, y me habla. Dice: “Estoy anciano y fruteciendo”. Pienso que si bien Carlos Castro Saavedra fruteció durante su vida innumerables páginas con las cuales pudo sostenerse y sostener a su familia, en las décadas posteriores a su muerte ocurrida el 3 de abril de 1989, su obra fue dejada a un lado. Los y las poetas, columnistas, novelistas y dramaturgas posteriores a 1990 tomaron rumbos dispares, y cuando se interesaron en la formación ciudadana —tema que ocupó a Saavedra—, se encontraron una ciudadanía muy distinta de aquella anterior a 1990. ¿Envejeció la obra? No. La obra está viva. Libros como la novela Adán Ceniza y la dramaturgia Historia de un jaulero le hablan, con mucha seguridad, a la ciudadanía de hoy. Otros libros como los poemarios Fusiles y luceros y Oda a Colombia, le son de utilidad a quienes estén interesados en comprender la época en que Castro Saavedra escribió.

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