A los 12 años de edad conocí a Carlos Castro Saavedra. En la casa de patio donde vivíamos –Caracas con Sucre # 45-169– a cuadra y media del Parque Bolívar se reunían o “caían” pintores, teatreros, artistas de todo tipo, poetas y escritores. Los seis hermanos, hijos de Dora Ramírez, estábamos acostumbrados a ver entrar y salir a todo tipo de personajes y, para nosotros, era completamente normal la presencia de artistas famosos reconocidos y otros tanto que luego lo serían (Obregón, Grau, Negret, Botero, Callejas, Jaramillo, Marta Elena Vélez, Freddy y Karen, Kathman, Echavarría, Félix Ángel... los Once Antioqueños y, por supuesto, Manuel y sus amigos: Óscar Hernández, el Coro de Los Peregrinos, Enrique Buenaventura, Enrique Restrepo... la lista sería interminable).
En una de esas noches, escuchando por primera vez los poemas de Carlos Castro Saavedra en la voz de Oliva Posada, entendí, desde esa edad, que las palabras tenían un poder insospechado.
“Yo no digo tu nombre. Yo digo mi locura.”
El silencio de todos los presentes era total y el mismo Carlos Castro estaba ahí, en un rincón, escuchando. Después supe que sus poemas eran repetidos en todo tipo de espacios y que las mujeres, incluso en los prostíbulos, suspiraban y decían los poemas sin saber que eran inspirados por Inés; los mismos poemas que diría tantas otras noches la voz de Manuel:
“Esto es amor: candela
estremecida empujando la
noche de la vida hacia la
madrugada de la muerte”
Quince años más tarde, Carlos nos acompañaría en la última celebración en esa casa, próxima a ser demolida por la construcción de la Avenida Oriental: mi matrimonio con Manuel. Recuerdo su entusiasmo por la vida, su voz dulce, unos ojos pícaros y el amor profundo y siempre manifestado hacia Inés, Inés Agudelo –a quien conoció todavía con trenzas– y sus hijos. Hablaba de cada uno de ellos con una ternura especial: Carlos Eduardo, Pablo, Santiago, Diego, Maria Victoria, Gloria.
“Unas trenzas oscuras y una flor
y una boca que ignora su pasado
y un corazón pequeño y un
callado deseo de saber lo que es amor.”
Inés lo amó y apoyó toda la vida a pesar de la oposición de la familia y de algunos de los amigos que trataron de convencerlo de que no lo hiciera. Se casaron arriesgando ella su estabilidad, apostándole todo a un poeta, un bohemio rebelde, siendo ella una “niña bien”, totalmente valiente y clara en su decisión. Gracias a ella el amor imposible se hizo posible.
“Mujer casi imposible, yo te invoco”
... y sería su inspiración toda la vida:
“Mientras tanto yo soy el infinito”
Carlos fue uno de los seres más auténticos y puros, así decía Manuel: “puros”, que uno pudiera conocer, con los que compartió sueños, el amor por las palabras y el dolor por el país desde que se conocieron. Siendo los dos considerados precoces, el uno como poeta y el otro como novelista, viajaron a Bogotá. Siempre recordaban con picardía y cariño a los dos “montañeros” el tiempo que vivieron en esa ciudad y las anécdotas allí vividas: el encuentro con León de Greiff, el legendario Café Automático, la Media Torta... En 1948, con Alberto Aguirre –abogado, librero y editor– y otros como Guillermo Angulo y Óscar Hernández, promovieron la Casa de la Cultura e idearon un reinado para crear las primeras bibliotecas de los barrios de Medellín, cuya reina sería la que más libros consiguiera, y soñaron todos, hasta su muerte, con un mejor país donde el rumbo lo marcara la cultura y la paz. Cuando lo conocí Carlos era casi un mito urbano. Bohemio pero enamorado locamente de su mujer:
“Inés digo y mi boca se convierte
en azúcar de manzana partida por
la luz del verano.Decir esta palabra
es como adivinar que está cantando
un pájaro en un árbol lejano”
Reconocido por los grandes del país y del mundo: Pablo Neruda, León de Greiff, Rogelio Echavarría, entre tantos otros, prefería a su familia y amigos cercanos. Viajó por Europa y el mundo y rechazó cargos diplomáticos ofrecidos por Michelsen y Betancur... dijo entonces:
“¿Cambiar La Voz del Viento
por París?”... La Voz del Viento, su
casa en Rionegro.
Dolido por la violencia reinante, por las injusticias sociales, prefirió ser el poeta de los oficios más humildes, de los obreros, de los estudiantes, siempre en un torrente de palabras, aunque a veces silencioso en las reuniones de amigos.
El poema “José Antonio Galán” abrió un espacio de poesía comprometida, como lo dice Neruda: “Pienso que la poesía colombiana despierta de un letargo adorable pero mortal, este despertar es como un escalofrío y se llama Carlos Castro Saavedra” . La muerte de Héctor Abad Gómez, tal vez su más cercano amigo, en 1987, fue un golpe de desesperanza para todos los que todavía creíamos en la posibilidad de la paz. Dos años más tarde, en 1989, Carlos moriría de un infarto.
A Carlos y a Héctor les gustaba oír cantar. Hay una canción entre las que yo cantaba, “Soneto a mamá”, de Serrat, por la que compartían el amor:
“Que un manjar puede ser cualquier bocado
Si el horizonte es luz y el rumbo un beso.”
– Hombre, Manuel, a mí me faltó escribir ese verso: “y el rumbo un beso”, repetía.
Carlos, el rumbo siempre debería ser un beso, pero para vos siempre fue así, no te faltó escribirlo.