Sexo. Un sustantivo pegado al paladar seco. Sexo. Todos paran y urgan en el ombligo propio para esgrimir su anatomía, su género, su orientación sexual. Se accionan el erotismo, las performáticas posibles. Si hay un escenario para desatar las pasiones secretas de Medellín es el teatro erótico, una expresión artística que desde el 2013 empezó a narrar las luces y sombras de la ciudad desde otro lugar, ajeno a los actos trágicos que la han marcado.
Hay una silueta que aguarda tras bambalinas, sus latidos son desacompasados porque pronto va a dar el paso decisivo sobre la escena iluminada donde esperan los espectadores. Una obra de teatro erótica es una puerta que se abre con un estallido de bisagras reventadas como paradigmas rotos. Divina obscenidad, compañía teatral paisa, lleva haciéndolo así desde 2013 cuando Antonio Úsuga y Dai Vera pusieron a prueba por primera vez la dramaturgia del porno.
Úsuga creció en la Comuna 13 de los años 90, allí las vísceras de la ciudad bullían con una pulsión de muerte marcadísima. Se sabe que la tragedia ha atravesado a Medellín con la imponencia de única narrativa, de ahí que cuando aparece el placer se ve entrelazado con un discurso transaccional y primariamente heterosexual. Aquí no.
En esa Medellín noventera hubo un primer impulso de concretar una movida donde las disidencias sexuales y de género se juntaran para algo más que “culiar”. Pero Úsuga y Vera no estaban solos con su idea, Óscar Tamayo, más conocido como Severina, ya pensaba el asunto de la sexualidad como parte integral de la cultura; estudiaba filosofía en la UdeA y guardaba lo de sus comidas para comprar “Tacones”, una revista chilena (muy difícil de encontrar en Colombia y que solo llegaba desde Europa) creada por el movimiento LGBTQ+ como publicación de resistencia a las posturas que en democracia se habían heredado de la dictadura de Pinochet.
En 2015, como anfitrión de unos aperitivos que hacía en su casa los lunes, Severina logró una utopía sin proponérsela: conectó a la gente fetichista, a las disidencias sexuales y de género, a la gente dañada de esta ciudad, (así, él mismo describe a sus cercanos).
En el clóset de Severina hay mil stickers, vinilos rarísimos de salsa, todas las ediciones del Vergajo (su épico fanzine erótico), juguetes de todos los calibres, látigos, su diploma de Máster en Artes plásticas de una universidad francesa, látex hasta para cubrir el cuerpo de un cristo lidioso, y una fotografía, “la inmostrable porque son personas que con el tiempo tomaron mucha distancia (políticamente y desde la diversidad); una varieté en la que posan Gozo Vital, la Pulga, Tapias y Laferal cuando era Luis Gabriel”. Aquellos que serían los gestores de una rama inexplorada del arte colombiano que se estrenaba con bombos y platillos en 2015 con la autodenominada “primera sala erótica del país”: Sala Sentidos.
El teatro quedaba encima de una sex shop por la carrera 80 y fue sitio icónico de varietés, festivales, fiestas BDSM, kinky munchs (conversatorios fetichistas y de parafilias) que abrían paso a una escena bedesemera, cuando aún ni salía la película Cincuenta sombras de Grey. Aquellos eventos capturaron la atención de una facción de la ciudad que se movía subrepticiamente hacia un placer negado y unas expresiones alternativas del mismo.

Desde las sombras surge la mayor luz, así, la Likuadora —un icónico bar cultural que funcionó en San Juan con la 70— nació un año y medio después para mezclar música, fetichismo y artes en la medida, curaduría y antojo personal de Severina. “La escena erótica de sexo más convencional puede ser pornográfica o erótica, personalmente, yo no descalifico, ni hago la diferencia entre lo erótico y lo pornográfico, pa’ mí es la misma cosa. No hay categorías pa’ decir que esto es bueno y esto es menos bueno”.
En cambio, en ese entonces, Úsuga —aquel que empezó en 2013 con Divina obscenidad— sí se peleaba con esa dicotomía defendiendo a capa y espada el erotismo latente en su obra, pero ahora le da igual: “Hay muchas manifestaciones de lo pornográfico que son absolutamente decentes, no obstante, la forma tradicional hetero es bien aburrida, solo gira en torno a una premisa, y no hay una conexión con la exploración de los cuerpos, los consensos e ir hacia límites insospechados de los cuerpos”.
Están los que separan y dividen: lo pornográfico exhibe de manera explícita los actos sexuales, mientras que el erotismo se cuida de hacerlo y se rige por el misterio (hay algo que está a punto de suceder y no termina de suceder del todo). En escena se follan estas líneas ilusorias.
En sincronía con esa mixtura, en Divina obscenidad operan las fuerzas de lo abyecto, lo cotidiano y lo clásico y allí subyacen las bases y fuentes principales de una propuesta artística sólida y vigente.
Los latidos desacompasados de un ser mitad toro, mitad hombre se lanzan sobre el escenario. Es el Minotauro que con su fuerza expresiva deja de lado a Ariadna y se folla a Teseo. Hay en el público un muchacho joven, heterosexual, que retira la mirada, no soporta la intensidad del encuentro amoroso, profundo, con felaciones y clavadas sobre las tablas. No le gusta. Aún así vuelve durante tres noches seguidas a escuchar el texto, a saborearlo, a investigarlo.
Otra noche, cuerpos constreñidos bajo sus trajes de trabajo, bajo sus máscaras de “esposo”, “novia”, “profesional” deciden asistir a Casa Teatro el Poblado. Los reflectores lamen sin pudor un cuerpo desnudo que vomita un texto. Narciso irrumpe con la fuerza de una granada de fragmentación y sus trozos son espejos que reflejan las luces y sombras propias de cada espectador.

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Fragmento de Narciso. Úsuga:
“Ahí hace su entrada triunfal, nada más y nada menos que el artista. La artista. Y con él, con ella, trepado a un lado, sobre su hombro, viene toda esa mierda del zapateo sobre una alfombra invisible. Y, ante esa farsa nosotros los fantasmas decidimos morir y sólo existir en la obra, en ese espectro, y ¿qué es el espectro sino la obra de arte y nunca el supuesto de un artista? Carroñero en busca de presas. La masa informe de mierda conceptual. La obra agonizando bajo sus criterios. Y a la sombra de ella, de la obra, estamos los fantasmas. Deslizándonos por las paredes evitando el murmullo. Trepando por las paredes defendiendo una textura, un color, una nota musical, el parlamento de un personaje. Una metáfora. Una sinalefa. Nosotros los invisibles. A los invisibles morir no nos aterra. Por el contrario, lo hacemos una y otra vez sobre la obra. Ahí y sólo ahí hemos de existir”.
Existen pasajes donde se desliza una lengua con tranquilidad por un tacón, donde se devoran tomates con voracidad, donde una mirada se clava por el intersticio de una puerta para consumir sin poseer un cuerpo, donde un nudo hace fricción exacta en un punto vital para liberar una tensión específica, desatar un demonio reprimido.
“Obviamente hay gente que está más llamada a hablar del sexo mainstream o del sexo pop, el sexo popular que es como otra cosa que es más convencional, pero yo no estoy ahí, nunca he estado —dice Severina; es allí donde el teatro refuerza o cuestiona los patrones culturales que han sido heredados del porno—. Antes pensaba que el erotismo no hacía parte de la escena cultural y luego entendí que el erotismo es otro producto cultural más, como lo puede ser la música clásica o el reggaetón. Lo erótico como objeto de representación y de espectáculo es también cultura”.
La acción va tomando, entonces, cuerpo a través de la vida cotidiana del espectador y lo que la performática va dictando a las vísceras está profundamente influido por lo cotidiano. “Estamos influidos o profundamente marcados por una cultura contemporánea hipersexualida. Medellín se desarrolló como un epicentro del negocio, no de la cultura, sino del negocio del sexo. Todas esas vainas... Pero en esa parte como libertina, el paisa sigue siendo un reprimidito escondido tras la cortina, salvo personalidades de excepción como en todo el mundo las hay. Lo peor, es que lo que se celebra del negocio del erotismo es lo menos interesante a mi parecer: el negocio del sexo, todo el tema de la explotación de los cuerpos, lo que la ciudad está produciendo ahorita y que está ligado al mundo de la prostitución, la parte no chévere del sexo”, dice Severina.
En contraposición a esa celebración vacua de los cuerpos al servicio del consumo, el Divina Fest irrumpe en 2023 como espacio de difusión y con el objetivo de retornar a las bases de la compañía: la construcción de un erotismo consciente, “lo cual es una paradoja porque la consciencia está puesta sobre un acto de la razón, pero el erotismo, que es un acto salvaje, ha de pasar por la razón. Es un acto complejo y maravilloso porque, si bien es un acto animal, no se puede quedar solamente en lo animal, pero tampoco se puede volver un acto absolutamente razonable”, reflexiona Úsuga.
En esa labor de deconstruir los mitos griegos y las hegemonías del porno, los cuerpos se disponen una vez más con la mansedumbre de quien consensua su dolor y da paso a sus sombras. Con la irreverencia de quien esgrime sus rarezas contra un orden determinado. Con el orgullo silencioso de quien da rienda suelta a sus gemidos, pupilas dilatas, curso desordenado de los instintos, caos de cabellos, la aparente armonía de las cuerdas tensas; todas expresiones auténticas que la industria pornográfica tradicional ha relegado y que en este escenario concreto que es Medellín cimientan la posibilidad de arar el placer propio en la escena cotidiana.