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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • Bao bei, un bocado que me hizo sonreír

Bao bei, un bocado que me hizo sonreír

Quizá este sea el restaurante del año en Medellín. Desde 2017 empezó con una propuesta asiática moderna. Además de ser un éxito que se llena cada noche, pusieron el dedo en una herida que hoy sangra en Medellín: la gentrificación y el aumento de los arriendos en zonas como El Poblado, donde los precios se doblaron en los últimos meses. Esta es su historia.

Daniel Rivera Marín | Publicado

Hoy, cuando las dietas son lo primero y los carbohidratos espantan incluso a los más jóvenes y las proteínas se prefieren veganas y las salsas por favor hechas con agua y poco más, es difícil encontrar que a un lugar se vaya solo a comer sin la necesidad de pasar por unos tragos o el show de una banda o la música a todo volumen. Es decir: comer por comer. Comer como lo hacía Montaigne: hasta la gula.

Ese lugar era un bistrocito, un restaurancito de poco más de cinco metros cuadrados, con los cocineros en el fondo vestidos con un delantal blanco limpísimo y las ollas arriba de sus cabezas como la espada de Damocles, ese lugar era Bao Bei. Ese lugar es Bao Bei. La primera palabra, “Bao”, quiere decir “pan”, pero cuando se encuentra con la segunda, “Bei”, quiere decir “pequeño tesoro” en filipino. Después de subir la agobiante calle 10 hasta la esquina del Dóminos Pizza se giraba a la derecha y después de una panadería y de un restaurante de ramen estaba el pequeño tesoro con su puerta de vidrio y un dibujito impreso que parece la unión de cuatro corazones como diciendo el corazón está en el estómago y cuánta razón.

Ian Delfín y Nataly Montoya —esposos, él filipino, ella de Medellín— abrieron Bao Bei en 2017 contra todo consejo. El restaurante se convirtió en un pequeño éxito, contrario a lo que todos sus amigos creían, quienes les advirtieron —con mucha razón— que en Medellín solo se comían frisoles, sancochos, carne asada o comida rápida. Sus primeros clientes fueron los llamados “foodies”, jovencitos de la generación zeta o millennials que después de viajar por el mundo no se asustaban con un arroz teñido con tinta de pulpo o con un huevo tibio flotando en un caldo con su yema trémula. Este año, con el éxito de esta ciudad como objeto de turismo, de residencia de los nómadas digitales que ganan en dólares o en euros, y los arriendos carísimos, el dueño del local donde funciona Bao Bei decidió doblar el canon y les hizo un aumento que les pasaba la obligación de siete a ocho cifras. Se anunció en redes sociales que iban a cerrar y hubo lamentos. Bao Bei se va, cierra, para pasar al barrio Manila, donde tendrán un poco más de espacio, pero seguirán trabajando por medio de listas, una reserva que se hace por WhatsApp o Instagram. Aquella noche, cuando cada cucharada fue una felicidad, me sorprendió la gente esperando afuera a que se abriera un espacio en la lista de espera, a que alguien faltara. Nos vemos con Ian un lunes por la tarde en un café que está a pocas cuadras del Parque Lleras. El ruido es absoluto: hay construcciones, pasan hombres rapeando con parlantes a todo volumen, un anciano ya sin dientes canta vallenatos con voz perfecta. Ian dice que estudió periodismo en la universidad, pero que en 2001 cuando abrieron la primera escuela de gastronomía en Filipina abandonó su trabajo en un periódico local, y se matriculó.

—Cuando fui niño pasé mucho tiempo con mi abuela, que es una muy buena cocinera. No era profesional, pero es una mujer que cocina para toda la gente. Como ella era muy católica, todos los domingos cocinaba muchas cosas para los vecinos, como un compartir después de la eucaristía. Yo le ayudaba, hacíamos comida tradicional: guisos de pollo, pollo al limoncillo, pollo a la plancha, sopas, mariscos. En mi familia fui el único que sacó el gusto por cocinar.

Trabajó en restaurantes de Filipinas, de Japón y de Estados Unidos.

—Siempre quise estar en cocinas de muchos lugares distintos. En Estados Unidos estuve en un crucero, aprendí mucho, pero también fue difícil por razones como las cantidades de comida que había que preparar, porque atiendes a cinco mil personas; además está el asunto de los suministros, porque si en un hotel no tienes un ingrediente puedes llamar al proveedor, pero en un crucero debes solucionar con lo que tienes. Yo estaba en carnes y éramos solo tres personas; además tienes que hacer capacitaciones en seguridad muy específicas, como bajar en botes salvavidas al mar, simulando una emergencia.

En ese crucero se conocieron Ian y Nataly, se enamoraron, hicieron planes. La empresa que los contrató los regresó a sus respectivos países. Ian viajó de Filipinas a Medellín, conoció a la familia de su esposa y conoció un mundo, este: hizo morcilla en San Javier —lavó el menudo, probó el embutido—, conoció los sudaos, las carnes asadas de la Calle 10, los frisoles, el sancocho, las hamburguesas pletóricas.

—Nos fuimos a Filipinas y montamos un restaurante latino, pero no de comida mexicana, queríamos hacer comida colombiana, venezolana, ecuatoriana.

El restaurante se llamó Brazas y aún tiene una cuenta en Instagram. Vendían sudaos, arepas, carnes asadas machacadas, sancochos, arroz blanco coronado de plátano y un pollo a la plancha. Tenían un ingrediente secreto: el triguisar; vieron el oro de la cocina colombiana y lo potenciaron, el material desechado por los cocineros de renombre, fue exaltado por ellos, el amarillo omnipresente, nuestro umami. Brazas duró unos cinco años y dieron la vuelta hasta Medellín para empezar con Bao Bei, era 2017. Terminamos la primera entrevista en medio del bullicio del café, insoportable, y es un lunes y son las tres de la tarde. Nos vemos al día siguiente y está Nataly, que me cuenta que creció en el barrio Villa Hermosa y ese detalle me hace verla con otros ojos, no fue la cocinera privilegiada cuyos padres podían pagar una gran academia. Es tímida, de sonrisa sincera que apenas deja ver los dientes. Dice que empezó a cocinar porque su abuela la inspiró —igual que a Ian—, una abuela que hacía frisoles en las noches, postre de tres leches y torta de sesos.

Después de graduarse de la Escuela Gastronómica de Antioquia trabajó como asistente en el Country Club, se encargaba de picar, de hacer fondos, de preparar salsas; luego estuvo en la cocina del orfanato Casa Mamá Margarita y finalmente se fue para Los Ángeles, a trabajar en el crucero donde encontró su destino: Ian.

—Era muy joven y mi inglés era muy regular. Me dio duro el choque de culturas, no entendía los acentos del inglés, fue frustrante al principio. Además, el trabajo era pesado. Lloré mucho. Luego conocí a Ian.

Bao Bei fue el principio de lo desconocido. Los amigos pensaban que sería un fracaso en la tierra de los frisoles y la arepa. Ya dije: llegaron los foodies con sus fotos para Instagram, volvieron los foodies ya con sus padres, los extranjeros lo convirtieron en pequeño fetiche. En la pandemia el equipo se mantuvo haciendo domicilios y en 2021 empezó una bonanza increíble. Lo dicho: en 2023 el arrendatario pidió mucho más dinero por ese espacio minúsculo, estuvieron a punto de cerrar y ahora —en dos semanas— abrirán en el barrio Manila.

Hay en Ian y Nataly una sencillez inédita, porque incluso las madres llevan con orgullo sus secretos, su capacidad de entregar felicidad en cada bocado. Ellos parecen hechos de trabajo, de dedicación y no del resultado, de esos platos bellos y llenos de sabor, sin misterio. Pensé que Ian, cuando pensó en Bao Bei tuvo la idea de cocinar en contra del cocinero artista insoportable que se considera un genio. Creo que pensó en replicar los platos de su abuela, de sus maestros, de sus amigos, como el mito de los maestros de sushi: hacer el mismo sushi durante toda la vida. Yo me quedo con el recuerdo de aquella noche, cuando dimos el bocado final en la noche veraniega y sonreímos, sonreímos profundamente y no sé por qué.

Daniel Rivera Marín

Editor General Multimedia de EL COLOMBIANO.

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