En los años setenta, cuando los artistas de Medellín centraron su mirada en el afuera, en las transformaciones aceleradas que atravesaba la ciudad –la emergencia del narcotráfico, el crecimiento acelerado de la población, el paso definitivo de lo rural a lo urbano–, Ángela María Restrepo miró hacia adentro y retrató su vida en las escenas más cotidianas. Y en esa cotidianidad se revela una tremenda desobediencia, porque Ángela renuncia al vertiginoso ritmo de vida que ofrece la ciudad, y detiene el tiempo en sus grabados. Por eso, aunque nunca pretendió ser una artista, su obra gana cada vez más relevancia. En lo que va de este año ha tenido una exposición individual en la galería Policroma, Celsia le hizo un libro, Yo Angela María Restrepo, y hace parte de la exposición “La línea introspectiva, hacia una historia del grabado en Antioquia”.
¿Cómo se interesó por el arte?
“El interés mío por el arte nació con el maestro Rodrigo Callejas, que me dio unas clases de cerámica. Yo dibujaba mucho en el colegio, y cuando salí no sabía que hacer, entonces mi mamá dijo, eso es por ahí y me metió a esas clases. Después entré al Instituto de Artes Plásticas de la Universidad de Antioquia, hice cerámica; dibujo, con el maestro Rafael Sáenz. Era un mundo muy chiquito, pero muy bueno, muy familiar, y yo le decía a don Aníbal Gil, que estaba montando el taller de grabado, que quería entrar, y él me decía: ‘usted está como muy débil, Angela, esto es muy duro’, hasta que un día me dijo, ‘bueno, venga pues’”.
¿Por qué el grabado?
“Me parecían tan hermosos todos las pasos para lograr un grabado; y en el talle yo iba, miraba y conocía a don Aníbal, que es la persona más encantadora del mundo”.
¿De dónde viene su amor por los metales?
“Nosotros tuvimos la Fundición Gutiérrez por 140 años. Yo vivía arriba de la fundición, toda mi familia trabajaba ahí y mi mamá tenía que ir todos los días a dar vuelta, yo conocía todos esos procesos”.
Es como una herencia...
“Lo mismo que cuando empecé a coser. Yo crecí viendo a mi mamá y a mis tías tejiendo, y un día dije ‘voy a seguir con eso’, y conseguí pañuelos y servilletas y empecé a estampar y a hacer puntaditas”.
¿Cómo terminó de profesora?
“Estaba todavía estudiando y Hugo Zapata me llamó para que diera clases en la Bolivariana. Ahí empecé y me gustó mucho la docencia, porque transmitir lo que uno sabe es lo mejor del mundo”.
Y entre las clases que recibía y las que daba, ¿en qué momento fue desarrollando su obra?
“Yo no me sentía artista. Era mi vida normal. Yo trabajaba mis grabados y siempre dibujaba, me iba para la finca con mi mamá y dibujaba todo, pero no más. Nunca pensé que iba a llegar a que Celsia me hiciera un libro. Porque, además, en esa época en Medellín el ambiente artístico era pesado. Y muchas veces no me invitaban”.
Era una época de renovación de los artistas y sus intereses estaban más centrados en lo urbano y sus dinámicas...
“Sí. Y en ese momento Alberto Sierra fundó la galería La Oficina. Pero Sierra era un señor al que yo le tenía como miedo. Pero expuse allá y nos empezamos a volver muy amigos y él me animó, me aceptaba siempre las obras sobre mi vida y me decía: ‘Sos la artista que más trabaja en esto, sos buena, tenés que seguir’”.
Pero usted no tenía pretensiones...
“No, nada. Yo dibujo lo que veo, es mi mundo. De pronto uno mira y dice: ‘Eh, aquel morral lo voy a dibujar’. Y después digo, ‘me gusta, lo voy a hacer en grabado’. Con mis perritos me pasa mucho. Sobre todo con Rubicita, que se me murió. Ella estuvo once años conmigo”.
Retrata lo cotidiano, lo simple...
“Yo creo que tiene mucho que ver con como nos criaron a nosotras, que éramos tres niñas. Mi mamá y mi abuelo vivían leyendo, yo también. Vivíamos muy tranquilos, encima de la fundición, en el pasaje La Bastilla. Por la noche hablamos mi papá y yo, de perro a perro, así le decíamos a las conversaciones. Hablábamos de lo que había pasado en el día, nada trascendental, porque en ese momento la vida en Medellín era tranquila”.
Como si no fuera Medellín...
“Había un señor que se llamaba Jerónimo y decía ‘llegó la remesa, la remesa’, y bajaban a la calle Colombia con una carretilla por el oro de la fundición. No había guardaespaldas, no había esa inseguridad que hay ahora”.
Hoy eso parece mentira...
Si.