El pasado mes de agosto se celebraron los cien años del nacimiento de Álvaro Mutis. Yo lo festejé a mi modo desde Madrid, que es la ciudad donde vivo ahora. Releí varios de sus textos y fui al museo del Prado a mirar, con la lentitud y el regodeo necesarios, las pinturas que Sánchez Coello hizo del rey Felipe II y sus hijas. Los nobles españoles del siglo XVI que tanto admiró el escritor colombiano.
Y al releerlo, ponderé de nuevo los modos en que este autor, bastante sui generis de nuestras letras, proyectó su visión del mundo y de los hombres en sus poemas, relatos y novelas. Una visión en la que se confabulan el tratamiento altísimo de la lengua española y un universo donde sus personajes –y muy especialmente Maqroll, el Gaviero– se aventuran en empresas temerarias condenadas al fracaso.
Celebré, igualmente, el trazado de una geografía donde se abrazan montañas, ríos y selvas americanas con puertos mediterráneos y urbes de estirpe antigua y medieval. La verdad es que muy pocos escritores, de un país tan afecto a cultivar el nacionalismo literario como es Colombia, ofrecen esta concepción cosmopolita de los periplos humanos atravesada de erotismo, erudición histórica y desarraigo.
En varias ocasiones, cuando me han preguntado por la literatura que me ha influenciado, he dicho que Mutis y su procedencia modernista son fundamentales. El autor de algunos de los más hermosos “Nocturnos” que se han escrito es uno de mis referentes y, cada vez que puedo, como me sucede con Borges, Carpentier y Rulfo, vuelvo a sus libros.
Nunca lo visité en el México que lo recibió, aunque también lo castigó. Mutis, recuérdese, huyó de Colombia por malos manejos en el presupuesto de la empresa multinacional donde trabajaba (dicen que con esos dineros ayudó a sus amigos artistas y ofreció fiestas y banquetes). Prófugo de la justicia, logró llegar a México donde fue detenido y condenado a quince meses de cárcel en Lecumberri. Un tiempo y lugar definitivos para la obra que escribiría después.
Pero así no haya hablado nunca con él, me he cruzado varias veces con sus libros. He tenido, además, contactos entusiastas con estudiosos y amigos suyos. Por ejemplo, con Julio Olaciregui, quien hizo el guion para la inolvidable película La mansión de Araucaima, realizada por Carlos Mayolo. Con Eduardo García Aguilar, el primero que escribió un libro sobre Mutis, de recomendable lectura para quien quiera adentrarse en la vida de este escritor. Con Fabio Rodríguez Amaya, su traductor y el más importante crítico y difusor de Mutis en Italia. Y con Santiago Mutis, su hijo, quien hizo posible que los colombianos de mi generación pudiéramos acercarnos a un autor cuya obra era ardua de conseguir en la Colombia de los años ochenta del siglo pasado.
En París vi y escuché una sola vez a Mutis. Fue en la Casa de América Latina y lo recuerdo elegante y recto, expansivo y radiante. Cuando entró a la sala, saludaba a la gente con una amplia sonrisa de gratitud y desde el escenario les enviaba besos y gestos cariñosos a sus seguidores. Fue García Márquez quien consideró que ese carácter, bonachón y cordial, ponía a Mutis en equívocos aprietos. Pero aquella vez, sin duda, lo distinguió con altura.
Mutis habló de los escritores franceses que más quería. Se regodeó –y siempre fue atinado en lo que dijo– con Balzac, de quien leyó toda la Comedia humana en el encierro de Lecumberri. Se refirió a Stendhal y ponderó su vitalismo y la eterna nostalgia por la belleza del autor de las Crónicas italianas. Cuando abordó a Proust, los ojos se le aguaron y se detuvo en aquella labor titánica de escribir un libro sobre la nostalgia de un tiempo perdido, el único importante ante las faenas de la escritura, en medio de la enfermedad y el aislamiento.
En algún momento, me atreví a preguntarle sobre Saint-John Perse, que tanto influyó en ese período suyo que va de Los elementos del desastre hasta Los trabajos perdidos. Mutis se sonrió, se reacomodó en su asiento, me dio las gracias por recordarle a quien acaso era uno de sus escritores más admirados. Y justipreció, citando versos en francés, al poeta de los mares, los vientos, los pájaros y el exilio.
Años más tarde, Mutis ya había muerto, me invitaron a dar unas conferencias sobre su obra en varias universidades de Moscú. El agregado cultural de la embajada colombiana de entonces quería que Mutis fuese traducido a la lengua de Dostoievski y Chejov. Era un poco extraño presentar a un monárquico convencido y a un reaccionario de a puño en una nación donde había triunfado una revolución obrera y se había impuesto, a punta de purgas nefastas y deportaciones mortíferas, la dictadura de un partido comunista. Pero allí me escucharon con interés hablar de la derrota y la desesperanza, de los viajes y el sensualismo, del trópico del Tolima y de las crecientes de los ríos andinos, de los socavones y barcos donde suele trabajar Maqroll, el Gaviero.
En una de esas charlas sucedió algo inesperado. Un estudiante ruso –rubio y esbelto como uno de esos nobles que tan bien describe Tolstoi– me preguntó cualquier cosa sobre Mutis. Lo hizo con tanto respeto que se dirigió a mí diciéndome “Su excelencia”. Confieso que me sentí un poco abochornado por semejante trato aristocrático. Pero sonreí pensando que ese título se ajustaba al carácter de ciertos personajes de Mutis. Evoqué al Felipe II de Crónica Regia, al Alar de La muerte del estratega, al Bolívar de El último rostro, hombres en los que Mutis recrea la dosis de desengaño y melancolía que acarrea el ejercicio del poder.
El propósito de traducir la obra narrativa de Mutis al ruso, como si fuera otra más de las desastrosas empresas de Maqroll, nunca se consolidó. Mutis no es propiamente un exponente del realismo mágico a lo García Márquez; ni en su obra (como sí sucede en Federico García Lorca, Pablo Neruda o César Vallejo) se descubren lazos de empatía con las luchas del pueblo; ni tampoco aparece indicio alguno de cultura popular, realismo sucio o contornos de novela policíaca. Lo cual lo vuelve un escritor raramente colombiano y lo distancia de aquellos que reclaman la permanente sed de exotismos provocada, desde los tiempos de la conquista, por la América hispánica.
Aunque, cuando uno va a su obra, el vínculo con su país natal se siente irremediablemente. Ya lo confesaba él mismo en una de las entrevistas: “Colombia es fundamental para mí, todo lo que yo tengo de perdurable, todo elemento gracias al cual yo sostengo mi vida está en Colombia y es colombiano... Yo soy esencialmente colombiano y no hay testimonio más auténtico que mi poesía”.
Y es su poesía la que, acaso, sea la más digna de homenajear. Sus poemas que son como degustar un vino delicioso y añejo capaz de remover en nuestra sangre, por un lado, la más honda nostalgia y la más sinuosa ensoñación; y, por el otro, la certidumbre de la podredumbre y la impresión de que, ocurridos los límites del amor, las revelaciones de la amistad y la vislumbre de un paisaje, la porción que nos queda es el olvido y la desilusión.
Ya Octavio Paz, uno de sus primeros críticos, definía a Mutis como un poeta donde prima el “amor por la palabra, la desesperación ante la palabra, el odio a la palabra”. Una poesía –Paz se refería a la Reseña de los hospitales de ultramar– donde se conjuntan con maestría “el lujo, el orden y la belleza”.
*Escritor y profesor de literatura de la Universidad de Antioquia. Ganador de varios premios literarios, entre ellos el Rómulo Gallegos, el José Donoso y el José María Arguedas.