He vuelto a los columbarios del Cementerio Central de Bogotá. Llego con mi cámara al caer la tarde. Filmo apoyado por la luz de los venados y espero que la penumbra cubra los cuatro pabellones de tumbas vacías, selladas con las lápidas impresas con las ocho siluetas de cargueros de Auras Anónimas de la maestra Beatriz González. Las ocho mil novecientas cincuenta y siete lápidas soportan —además de la representación de las víctimas del conflicto colombiano cargadas en hamacas, costales, sábanas y plásticos— los efectos del tiempo. A cada lápida el sol, la humedad, la contaminación, el polvo, la mierda de las palomas, la espera y la esporádica violencia de algún intruso le han estampado de manera particular, día tras día, su textura, color y cicatrices.
El sol rasante de occidente atraviesa las interminables edificaciones de una ciudad que encementó los potreros y humedales de la Sabana y da la última pincelada de color a un espacio arquitectónico, con carácter de monumento a la memoria histórica, que resistió los embates de una administración distrital obsesionada en borrarlo del mapa para convertirlo en canchas deportivas. Resuenan las palabras de la Maestra en una entrevista que le hice recientemente: “Parece que en este país hubiera un complot contra la memoria”.
De acuerdo a su ubicación en los pabellones, cada lápida ha adquirido una intensidad amarillenta. En las inferiores es contundente, a medida que ascienden en los muros palidecen, las más elevadas guardan el espectro de su blanca virginidad original. Casi todas están mugrosas. El negro de las siluetas, moteado con hongos que le dan microscópicos visos verdes y violetas, está atravesado por surcos de óxido dibujados por los hilos de agua que se filtran a través del tejado y el cielo raso de caña machacada de unas edificaciones urgidas de refuerzos estructurales para mantener su descomunal peso histórico.
Invité a la Maestra al rodaje. Se negó. Después de la arremetida de la alcaldía de Peñalosa contra los columbarios y sus Auras Anónimas no quiere deambular por el damero de sus largos pabellones. Me dijo que solo regresaría el día en que la actual administración ejecute la renovación estructural que ha prometido y que todas las lápidas sean reemplazadas por unas nuevas, impresas en un soporte que resista el embate del sol. Para ella, esta obra debe permanecer en blanco y negro.
En la noche, las lápidas parecieran oficiar un ritual secreto apoyadas por las luces fugaces de los autos que circulan presurosos por la Avenida 26 o, indiferentes, ignoran en su ruta al vecino Centro de Memoria que, construido después de que la Maestra terminara su intervención en 2009, custodia los columbarios del costado de la Carrera 19.

En la mañana, en su estudio en un piso elevado de un edificio junto al Centro Internacional, a pocas cuadras del cementerio, la Maestra, próxima a cumplir noventa años, acerca con sus manos temblorosas la fotocopia de la fotografía de una lápida tomada por Óscar Monsalve hasta sus ojos enceguecidos, para analizarla con su intacta y aguda visión artística. Pareciera que su retina guardara la información necesaria para mantener vivo el oficio, las formas y el sello del color que la han consagrado como una conciencia visual no solo de su país sino de la gestual humana, y bastaría que llegue una mínima información exterior para activarla. Ella, que ha pintado a lo largo de seis décadas inspirándose en fotografías de prensa o reproducciones desteñidas de grandes obras de arte, en esta ocasión busca la inspiración en su propia obra.
Doris Salcedo le ha propuesto a Beatriz González hacer una exposición con las lápidas deterioradas de Auras anónimas en Fragmentos —Espacio de Arte y Memoria—, donde reposa la materialidad de las armas entregadas por las Farc tras firmar el acuerdo de paz de 2016. Armas que fueron fundidas y convertidas en baldosas de metal, martilladas por mujeres víctimas de ese “actor” del conflicto, transformadas en una obra de arte por la alumna más reputada internacionalmente de la Maestra. Un “contramonumento” que es pisado por todos los visitantes del lugar.
Más allá de que es demasiado costoso el proceso requerido para la restauración e instalación de las mil lápidas cumpliendo con todas las medidas sanitarias exigidas, a Beatriz no le interesa poner en evidencia la materialidad del deterioro de su obra, su componente físico. Para la artista no es necesario que estén presentes el polvo, los microbios ni los excrementos de paloma: prefiere crear una nueva obra, una realización A posteriori que guarde la espiritualidad de las Auras Anónimas, su sentido más profundo.
Los tonos degradados de amarillo impresos por el sol en las lápidas resumen el impacto del tiempo. Ella los recrea con óleo mezclando en su paleta el amarillo y el blanco con una pequeña espátula. ¡Hay que tener mucho cuidado con el blanco! ¡Es muy traicionero!, le advierte a Natalia, su asistente. Después, cuando termine de pintar las siluetas negras sobre la superficie con la ayuda de un molde, les añadirá capas de veladura para matizarles su intensidad. La Maestra les sobrepondrá capas de amarillo que irá borrando, una a una, con un trapo empapado en trementina, hasta encontrar el velo que genere la sensación de realidad —como lo hace el arte desde siempre—. En esta ocasión, de una realidad alterada por el tiempo y la intemperie, la vivencia histórica y el acontecer político.
Doris propuso llevar mil lápidas, las que fuesen necesarias, para cubrir las paredes de Fragmentos. La Maestra accedió, pero decidió instalarlas como papel de colgadura. Avistó la enorme superficie de la sala del Espacio de Arte y Memoria recubierta con sus 430 metros cuadrados de tumbas impresas. Ella imagina un enorme cementerio simbólico para Colombia. El papel blanco sobre el que pinta no es liso: presenta una superficie rugosa, repleta de finas venas que, al roce de las pinceladas diestras y veloces de la Maestra, inunda el estudio con una inquietante sonoridad de raspa continua, la cual, a su oído, en nada interfiere con las piezas sinfónicas que escucha en su transistor cuando trabaja.
El inusual soporte que halló su asistente en un supermercado de productos para la construcción y el hogar se transmuta, a cada pincelada, en una misteriosa superficie fúnebre en la que se alojan naturalmente las seis variaciones de lápidas en su escala de amarillos con las siluetas negras de cargueros. El papel se vuelve estructura, soporte y dibujo. La representación del cemento blanqueado con cal de los columbarios es gris en un principio, pero, insatisfecha con el resultado, la Maestra busca un golpe visual más drástico y opta definitivamente por el negro. La metáfora es contundente.
Todo está listo para iniciar el proceso de impresión. Se toman fotos. Los archivos de cada lápida varían de posición, la franja degradada se convierte en mosaico. El computador y las modernas máquinas de reproducción gráfica se ponen al servicio de un propósito artístico que conjuga el sentir del país, una queja: “Aquí cargan muertos, aquí cargan muertos...”. De una duda que no encuentra respuesta: “¿Por qué en este país habrá que repetir tanto las cosas...?”
Encaramados sobre andamios de ocho metros de altura, con precisión milimétrica dos operarios fijan con pegante a los muros blancos el papel de colgadura. La pureza de la galería de arte va desapareciendo progresivamente hasta convertirse en un espacio ritual con textura propia. Las Auras Anónimas adquieren condición de referente, sus componentes moldeados por el tiempo han inspirado una nueva obra: A posteriori. Si en los columbarios el espectador recorre largos corredores donde el vacío se ha llenado con representaciones del gesto de la tragedia, en Fragmentos, lindando con la voluntad de reparación impresa en el piso metálico, el espectador es abrazado por un recinto místico donde dialogan el metal y el papel sublimado, las transmutaciones de las armas y el espíritu del cementerio de un país atormentado. El visitante se instala en un salón ceremonial que hace brotar en el cuerpo sensaciones que solo se experimentan en espacios místicos, en malokas, en catedrales góticas. Es atrapado por una sensación de total ritualidad.
Se anuncia que la exposición Bruma, de la que hace parte la obra A posteriori, en homenaje a Beatriz González en su aniversario noventa, se expondrá durante ocho meses y que cumplido ese período el papel de colgadura deberá ser despegado para abrirle paso a otro artista... ¿Será posible eliminar esa obra “efímera”? Eso dijeron cuando la Maestra realizó la intervención de los columbarios, pero el peso simbólico de esa obra de arte es tal que no ha habido mano capaz de rasgar el recinto y enviar sus componentes a la basura. Me temo que ya hay mentes pensando “¿cómo haremos para resguardar esta nueva creación A posteriori?” ◘
