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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • Volverás a la senda de Tony Soprano

Volverás a la senda de Tony Soprano

Diego Agudelo | Publicado

Qué necesario es volver la mirada y reconocer el punto en el que alguien empezó a despejar de maleza la trocha que hoy parece una gran avenida. Puede que entre los carriles de alta velocidad no alcance a reconocerse ese primer camino por el que solo transitaban unos pocos, tal vez uno solo, Tony Soprano. Viene bien el ejercicio a quienes hoy pretenden conquistar las plataformas, acolitados por estrafalarios camiones que esnifan sustancias en calles europeas. Bastaba solo con volver a esos primeros episodios estrenados en 1999 de Los Soprano, serie que escarbaba en la parte de la carne del personaje donde confluyen los nervios responsables del dolor, la pasión y el miedo. Por lo menos esos ingredientes hacían parte del modo en que Tony Soprano fue encarnado en la serie que fundó el aluvión de producciones que ha inundado las pantallas durante el siglo XXI bajo un glamour que no había logrado igualarse a las candilejas que siempre han alumbrado el cielo del cine.

25 años después, Los Soprano se mantiene en el trono como una de las mejores series de la historia. Se le debe tanto: que el lenguaje visual del cine se mudara sin deformaciones a la pantalla chica, que la escritura –fina, ácida, cargada de pólvora– fuera el cimiento principal, que los personajes pudieran dibujar a lo largo de 86 episodios parábolas cuyos vértices rozan cada jodido estado de la condición humana; que el epicentro de esta colisión tectónica, Tony Soprano, se convirtiera en ángel tutelar que definiría la manera en que los actores pueden desarrollar a fondo un personaje.

El actor James Gandolfini se empeñó desde el primer episodio en crearle a Tony Soprano un aura con un espectro inmenso: colorido, hilarante, burlesco; también temible, cubierto de una sombra a la que los feligreses éramos conducidos como corderos al matadero. Gandolfini recibió este encargo a los 37 años y allí se consagró. La trama superaba cualquier otra historia criminal. A David Chase le habían propuesto crear una serie inspirada en El Padrino, pero no le atrajo la idea de contar otra vez el ascenso y caída de un lord de la mafia. Sin embargo, rescató la idea que tenía para una película en la que un capo acude a terapia. Bajo esta premisa nos entregó un personaje inolvidable que llora de ternura, sucumbe ante el pánico, sobrevive al ahogo de una madre (aprende Griselda de la espeluznante Livia) y es capaz de ver arder el mundo para mantener el dominio sobre las familias de la mafia de Nueva York.

Tony no está solo en Los Soprano. Cada personaje –Christopher, Carmela, la doctora Melfi, Silvio, el cínico Pauli– es un guía perfecto para lanzarse en un salto de fe en esta serie de final enigmático: diez segundos de negrura y silencio que siembren un enigma que no vale la pena resolver porque allá en lo oscuro ya no importa diferenciar si el filo que nos roza es el de la muerte, el sueño o la nada.

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