Sonidos de agua, insectos, pájaros, crean un halo de misterio y preceden la imagen de un hombre que conduce una canoa a motor en medio de un espeso y profundo río, rodeado de vegetación y de niebla. Al sonido ambiente se superpone, por momentos, el canto de una mujer, un reclamo, una súplica, acaso el pensamiento o un recuerdo de la pasajera de la canoa. Su ceño fruncido con un dejo de angustia, el rostro recio, su mirada fuerte nos confronta. Luego, el río en todo su esplendor. Son las primeras imágenes y sonidos de este documental musical. Una película que lejos del exotismo demuestra una rigurosa disposición de los elementos del lenguaje cinematográfico para construir una obra sensorial, en la que no solo se ve el espacio, también se siente, se vive y duele.
A través de la historia de Oneida, la mujer que navega el río, una cantadora de alabados, cantos que nacen del dolor y representan una parte importante de la cosmogonía de las comunidades negras del país, vehiculiza la vida cotidiana de Pogue, un pueblo campesino de la región del Atrato en el Chocó, vecino de Bojayá, territorio donde en 2002 ocurrió la masacre en la que murieron más de cien personas a causa de un cilindro bomba lanzado a la iglesia en la que se resguardaban de los enfrentamientos entre la guerrilla de las FARC y grupos paramilitares. El montaje nos propone un recorrido que va desde lo íntimo a lo social, llevándonos a reflexionar que son las vidas particulares de personas anónimas, las que construyen la Historia de un país, en este caso una historia de guerra, zozobra y desconcierto. Y que es en la cotidianidad, en el día a día, donde se viven las experiencias de resistencia que forjan la valentía y el coraje para afrontar una realidad injusta y desigual.
Luckas Perro, el director del documental, traslada el sincretismo de los alabados a la forma fílmica de esta película. Nos propone un diálogo revelador entre imagen y sonido, entre prosa y poesía, entre pasado y presente, entre memoria y anhelo, entre sueños y realidad, entre lo personal y lo colectivo, en el que la música y el río, siempre presentes, prolongan y dan soporte la vida de los personajes.
Cantos que inundan el río dignifica esas labores domésticas asociadas al universo femenino: lavar, peinar, cocinar, cuidar; homenajea la fuerza de las mujeres campesinas del Chocó, esos cuerpos cansados que resisten al tiempo, esa piel marcada por las cicatrices de la guerra en la que aún se abren las heridas; esas voces que se alzan y se unen contra la violencia y el olvido. Oneida compone y canta mirándonos a los ojos para recordarnos que el silencio nos hace cómplices.
En esta película la realidad es la fuente básica de las imágenes, del sonido y de su gramática interna evidencia que la fuerza del cine está en la creación de una estética propia que, en este caso, surge de la mística del lugar, sus habitantes y los propios acontecimientos, haciendo de esta película una obra bella, transformadora y necesaria.
