Junichiro Tanizaki (1886-1965) es un escritor del que pueden decirse muchas cosas sin que ninguna logre abarcarlo ni cernirlo. Más que sus posibles categorizaciones, lo que es interesante son las transformaciones a lo largo de una obra que, aunque abundante y diversa, profundiza en ciertas obsesiones y búsquedas. Lo conocemos sobre todo por El elogio de la sombra (1933), donde se exhibe la impresionante capacidad analítica de su escritura, por su precisión, por los matices de lo real que es capaz de capturar. Al mismo tiempo, con muchas de sus imágenes, abre un espacio continuo, de profunda calma, en el sentido más verdadero de la palabra, por lo que yo diría que más que un tratado estético, este es un tratado espiritual, si es que hablando de literatura japonesa sigue siendo válida esta distinción.
En El elogio de la sombra escribe, por ejemplo: “Al contemplar las tinieblas ocultas tras la viga superior, en torno a un jarrón de flores, bajo un anaquel, y aun sabiendo que son sombras insignificantes, experimentamos el sentimiento de que el aire en esos lugares encierra una espesura de silencio, que en esa oscuridad reina una serenidad inalterable”. A eso me refiero con imágenes expansivas que captan en la atmósfera y en los objetos movimientos del espíritu. El elogio de la sombra sigue siendo un texto imprescindible, creo, y si no lo han leído, lo recomiendo en primer lugar.
También en El elogio de la sombra podemos leer: “De mi madre recuerdo el rostro, las manos, vagamente los pies, pero mi memoria no ha conservado nada que se refiera al resto de su cuerpo”. Es a este espectro dulce e inquietante al que Tanizaki había dedicado “Nostalgia de mi madre” (1919), un cuento que llegó a mí de forma sobrenatural, como sobrenatural es el relato. Aunque ahora vuelvo a leerlo, soy incapaz de explicar en dónde reside su misterio y su belleza.
La primera frase, que se abre con puntos suspensivos, marca el tono y la luz del cuento: “...aunque el cielo esté cargado de densas nubes, aunque la luna se esconda en la oscuridad más profunda, unos rayos de luz se escapan por algún resquicio para alumbrar la superficie de la tierra”. Luego vienen páginas que cumplen el deseo de Tanizaki de hundir en la sombra lo que resulta demasiado visible para que surjan presencias más delicadas y frágiles. Pero no surgen en un tiempo ordenado, lineal y distinto, sino en una sobreposición indistinta de recuerdo y sueño, en la que todo aparece con nitidez y ambigüedad al mismo tiempo, y las figuras brotan con una identidad que muta, exactamente como ocurre en los sueños. Una extraña melodía que viene del pasado acompaña el relato, “como un mensaje enviado desde el paraíso”.
A pesar de las largas descripciones que pueden parecer aburridas, no se trata de un texto descriptivo, porque lo que intenta capturar es el carácter evanescente de un paisaje mental, y recorre los pliegues no superficiales de la mente, llenos, como supo Proust, de contenido. Al final, el texto llega a un centro, a la fuente de las lágrimas, a un lugar en el que el joven Junichiro puede volver a abrazar a su madre muerta.
“Porque solo esa escritura que uno ha leído atentamente, sin prisa, que ha ofrecido consuelo y compañía infatigable de por vida, solo esa escritura puede ser llamada verdadera literatura”, escribió Tanizaki en su ensayo “Sobre el arte”. Creo que “Nostalgia de mi madre” es una lectura verdadera en ese sentido, y puede temperar los efectos del realismo que triunfa, pobre, ideológico y formal, un “realismo” que nos separa de la realidad y que acaba con la posibilidad que ofrece la literatura de conocer lo oculto.
