Pero no voy a hablar en tono apocalíptico. Ya nos entendemos. Cualquiera que se haya asomado a un periódico en los últimos años sabrá por sí mismo que algo está pasando y cambiando, como de hecho siempre algo está pasando y cambiando. Quizá solo es que ahora, para nuestra medida del tiempo, está cambiando muy rápido. Partamos entonces de que “el fin del mundo” es un sentimiento compartido por mucha gente, que no trae necesariamente consigo pánico, ni desesperanza, sino que puede también renovar algo en nosotros, y darnos la idea de que debemos al menos intentar preguntar por lo importante.
A las personas que más o menos “les gusta leer”, o que de alguna manera se han nutrido de los libros y han tenido una parte de sus vidas entre ellos, les podrá ocurrir preguntarse qué leer en el fin del mundo. Unas responderán: lo mismo que he leído siempre. Novelas buenas, regulares y malas. Otras seguirán leyendo periódicos, revistas, ensayos. Tengo una amiga que solo lee teatro. Se pueden “releer” los famosos y prósperos clásicos que ni una sola vez en la vida se han tocado. O leer el Sutra del diamante, tratados sobre el tantra, El libro tibetano de los muertos, libros de física cuántica. Leer solo Cien años de soledad y Pedro Páramo. Poesía, claro, aunque de nada sirve señalar los poemas para leer en el fin del mundo: algunos se sentirán deslumbrados por poemas que otros encuentren ordinarios, pretenciosos y pesados. Tú encontrarás demasiado simples los poemas que a mí me puedan parecer animados por la verdad.
Y qué se puede hacer. Si hasta la poesía se vuelve tediosa. El mismo Rumi decía: “Por Alá, no me importa nada la poesía, y no hay nada peor en mis ojos que ella. Se ha convertido en una obligación para mí”. Por supuesto, la mejor respuesta a la pregunta de qué leer mientras el mundo se acaba es, como con todo, lee lo que se te dé la gana.
Lo que personalmente me pasa por ratos es que no quiero leer nada. No soy capaz de encontrar vida y sentido en un libro. Quizá son rachas de mala suerte con los libros que encuentro, aunque me pregunto si es necesariamente algo malo que los libros me abandonen por ratos. Mallarmé tiene un verso para eso, para no querer leer, pero lo suyo era aburrimiento y tristeza de la carne.
No querer leer puede ser también señal de todo lo contrario.
Señal de la alegría intensa que ofrece el mundo, especialmente cuando se está acabando. De estar absortos por el misterio que ofrece la vida en cualquier momento, en los momentos más nimios, al abrir los ojos en la mañana, en este momento mismo, mientras escribo y no sé qué diablos soy ni en qué momento apareció todo esto, ni de dónde vienen las palabras.
Cuando no encontramos sentido en nada de lo que leemos, puede ser que ese misterio nos tenga ocupados. Es al menos una posibilidad. O que estamos intentando conocer directamente un animal, una planta, invocando a un ser humano. Puede ser que nos ilumine un gesto de gentileza, de amor, una carcajada.
Quizá no querer leer más, no tanto, no siempre, no todo lo que nos cae impreso en las manos, puede no ser un síntoma grave, sino una renovación en la forma que tenemos de relacionarnos con la realidad, que no pasa necesariamente por los libros. Esto me parece especialmente cierto en una época en donde la sobreabundancia ha tocado todos los ámbitos de la vida humana. Y la sobreabundancia puede ser tanto una fuente de riqueza como una fuente de pobreza extrema disfrazada.
Por otro lado, es asombroso ver cómo a veces las respuestas que durante años hemos buscado en los libros aparecen en la mera existencia, en nuestro cuerpo, en la memoria. En verdad están ahí. Frente a nosotros, en nuestros corazones y en nuestros cráneos. Pero para oírlas estamos demasiado llenos de ruido, de abstracciones, de pedantería, de conocimiento falso. Cada momento trae consigo lo que necesitamos saber, y eso es justo lo que olvidamos.
*Escritora.