Al comienzo estuvo la duda. La pregunta y las respuestas son posteriores. Es la duda, única y omnipresente, quien funge como verdugo permanente de la certeza. Como fisura que desestabiliza el conocimiento y sus castillos de marfil. La incomoda sospecha y descreimiento por lo que sabemos ha servido como mantel para tender nuestras innumerables concepciones de la realidad. Recuerdo el momento en el que apareció una duda que, como avalancha, me cubrió por completo.
Cuando cursaba física en noveno de bachillerato, llegaron al salón dos practicantes de la Universidad de Antioquia. Ambos estaban en el sexto semestre del pregrado de física, periodo en el que debían desarrollar cortas pasantías en colegios y escuelas públicas, donde apoyaban a los docentes en su proceso de enseñanza. Durante un año estuve maravillado con la imagen que se me develaba con tanta simpleza y potencia: además de la elegancia de la física newtoniana, que alguien en su juventud fuera capaz de describir el movimiento parabólico de los objetos con tal nivel de suficiencia, me parecía simplemente revelador. En los 90s, cuando el Metro de Medellín era aún una novedad, el practicante nos llevó a demostrar la gravedad y sus efectos sobre el movimiento de los cuerpos. Con cronometro en mano, comenzamos a tomar los tiempos de aceleración y frenado del tren; nos pasamos toda la mañana recolectando y organizando los datos que surgieron de la medición entre la estación Poblado y Niquia. Al ver su consideración y paciencia respecto a nuestras preguntas, me iba enamorando la idea de estudiar en la universidad y ser como él: tener la certeza que brinda el conocimiento, además de la seguridad y convicción que me permitirían construir una visión propia del mundo. Mi primer referente académico fue un estudiante de física de sexto semestre.
Tiempo después, tuve el privilegio y suerte de ingresar a la Universidad de Antioquia. Cuando cursaba el sexto semestre de química farmacéutica, un día cualquiera en práctica de laboratorio, llegó sin preguntar el recuerdo de aquel practicante de sexto semestre de física. La claridad con la que venían las imágenes de su rigor y seguridad fueron despertando un frío que caló hasta la médula. Advertí que lo aprendido hasta ese momento era inútil y apenas anecdótico; como si me diera cuenta en el último trecho de un largo camino, que desde el inicio había tomado las salidas erradas. Todo se resumía en una gran duda: ¿Cómo es que terminé siendo la sombra de aquello que planeaba ser? De ahí emergía cierto orgullo y tristeza, que después pasaron a alimentar un ansioso apetito por certezas. La depresión dio paso al insomnio, haciendo que la división entre duda y certeza se tornara difusa, dejando que la pequeña grieta de incertidumbre creciera hasta el punto de albergar la existencia misma. De manera paciente, mi madre fue tocando aquel socavado ego con dulces palabras y silenciosa compañía, tratando de recordarme que aquella tristeza del pensamiento no debía devorar las ansias y anhelos por continuar mis estudios. El tiempo, la lectura y el regreso del sueño fueron menguando el peso de aquella duda, así como fui alejándome paulatinamente de la química farmacéutica y mudé mi atención hacia la biología y su complejidad. Fue disminuyendo la ansiedad que resultaba de mi incapacidad por abarcar el conocimiento y su extensión: aunque sepa describir el movimiento parabólico de un objeto, esto nunca será suficiente para cubrir el vacío que rodea la sospecha vigilante y su cuestión original. Comencé a vincularme a grupos y semilleros de investigación, tratando de ser más riguroso con aquellas lecturas que antes miraba con cierto descreimiento, encontrando en la filosofía y la novela el reposo necesario para volver a una relación más humilde respecto al conocimiento. Ahí está mi duda, intacta y vigente como el primer día. A ella me debo y en su compañía habito la incertidumbre inherente a la vida misma.
La duda es por naturaleza un acto de rebeldía. Su constante susurro termina agitando la certeza del conocimiento, recordando su vulnerable realidad. Tanto el arte como la ciencia no son más que aproximaciones humanas para atender el vacío constante que dejan nuestras dudas. La contraposición del arte hace que la duda se conserve como un acto de rebeldía y permanente cuestionamiento por la condición humana. No solo es la duda el eslabón que nos liga al conocimiento mismo, sino a su vez quien sirve como faro para iluminar el camino que navegamos torpemente hacia el autoconocimiento. En mi caso, la duda socavó lo que consideraba real, dejándome una pregunta fundamental: ¿yo quién soy?
En la película “never look away” de Florian Henckel Von Donnersmarck, inspirada en la vida del artista Gerhard Richter, un profesor de arte deja la siguiente reflexión ante un confundido joven artista con dificultades para encontrar su esencia: “...Pero la grasa y el fieltro...les incorporé y comprendí absolutamente como Descartes entendió su propia existencia. “Pienso, luego existo”. Él cuestionaba todo. Todo podía ser una ilusión, un truco o su imaginación. Luego descubrió que había “algo” que pensaba esos pensamientos. En consecuencia “algo” debe de existir, y a ese algo decidió llamarlo “yo”. Pero, ¿quién eres tú?”
* Académico. Interesado en la vida, su organización y formas.