En Bogotá, desde hace tres años surgió el monumento al vacío más grande que tiene Colombia. Lo sostiene una escalinata imperial hecha para los homenajes y las divinidades. Sin embargo, sobre ella ahora solo se eleva una ausencia que habla a gritos de lo que ya no está. Como cuando una boca pierde sus dientes. Sí, es un monumento mueco, en cuya oquedad se transparenta la orfandad de un mundo sin ídolos.
Los cuatro metros que miden el Cristóbal Colón y la reina Isabel, los gigantes que allí se enraizaban, no impidieron que fueran removidos. Los indígenas misak quisieron derribarlos durante el paro nacional, los pintaron de rojo, les escupieron y escribieron a sus pies “Death” en una violenta ceremonia. A la luz del día, los policías contuvieron a los iconoclastas, pero cuando la madrugada todavía era sombra, los montaron casi clandestinamente en una grúa. Desde allí atónitos recorrieron la ciudad que, desde finales del siglo XIX, no ha podido encontrarles un espacio.
Siete veces los han cambiado de avenidas. Es que parece ya no haber lugar para sus rimbombantes vestidos y pasadas verdades. Por suerte, al contrario de muchos de sus hermanos de bronce de Cali, Popayán, Estados Unidos o Latinoamérica, conservaron su cabeza. Con ella, se refugiaron en la Estación de la Sabana, donde se salvaguardaron de la turba enfurecida y de otras versiones de la historia.
Como una alucinación, sin embargo, recientemente volvieron a la luz pública en una salida tan espectacular como el vacío que habían dejado en la avenida El Dorado. Los dos cíclopes desplazados se colaron en el hall del Museo de Arte Moderno de Bogotá. Allí, la reina no levitó más sobre su pedestal grandilocuente, sino que pisó los ladrillos del edificio de Salmona, rodeada ya no de las selvas americanas que nunca conoció, sino de unas domésticas materas con palmeras. Al frente, Colón perdió su antigua firmeza al tambalearse sobre un globo terráqueo de plástico desinflado.
Si bien los misak no pudieron tumbarlos, el gesto travieso de Carlos Castro, el artista que los instaló allí, ha sido todavía más corrosivo que las llamas, la pintura roja, los grafitis insultantes. Simplemente, revolcó su estructura simbólica. En su nueva morada, las estatuas perdieron la altura, redujeron su verticalidad, se volvieron accesibles y “tocables”. Ya no fueron la marca de un lugar sagrado, sino unos transeúntes más, balbuceantes, sin raíces y perdidos en un contexto donde ya no se entiende su lengua.
¿Qué hacer hoy con los monumentos? ¿Mutilarlos, rayarlos, destrozarlos en histéricos carnavales? ¿O introducirlos en un renovado bosque de signos para que se pierdan, dejar que se intoxiquen con su propia retórica, tejer en otras tramas las fibras de las memorias? Los artistas contemporáneos han usado esta estrategia: sarcástica, juguetona, y más demoledora que el garrote.
Carlos Castro, quien invadió también con sus héroes caídos al Museo de la Universidad de Antioquia, recubre la piel de los conquistadores con chaquiras indígenas, Iván Argote los hace desaparecer con espejos, Adriana García se los come a besos, Leonel Castañeda los homenajea con una bandera de plomo (Museo de Antioquia), Adriana Bernal los vuelve de chocolate... Así desatan una implacable máquina desacralizadora que los enfrenta con sus contradicciones.
Si las esculturas públicas se han instalado como los huesos de la columna anquilosada del poder, estas intervenciones artísticas actuarían como una especie de colágeno: una sustancia crítica que remueve su esclerosis. Colisión de mundos, de tiempos, de órdenes semánticos que, aunque no dejan ruinas físicas, producen las chispas efímeras donde se da la real liberación del monumento. Combates de discursos, verdades, narraciones, tan intenso que vuelve todo lo sólido en aire. O los envarados monumentos en sus torpes y errantes fantasmas.