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En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

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Los santos del Sisga

Los suicidas del Sisga: biografía de una pintura, de Jaime Aguilar. | Publicado

Por Sol Astrid Giraldo*

La mujer con mantilla y el hombre del sombrero nos miran sin ojos mientras nos ofrecen un ramo de flores encendidas. Lo hacen con una mano extraña, hecha de los dedos de ambos, confundidos en un manchón de pintura anárquica. Ya no son personas. Si acaso, siameses de sonrisas torcidas, un ser desvalido de dos cabezas. Han sido ascendidos (o degradados) a una imagen. Eso sí, sacra. Son unos santos. No por su historia de auto-martirio, en la que él (delirante) y ella (sumisa) se arrojan a las aguas de una represa para conservar pura su historia de amor por los siglos de los siglos.

La beatificación comienza cuando la joven artista Beatriz González, en 1965, captura su foto de la prensa, atraída por su emborronamiento gráfico, por los grises sin sombras, y la rehace como un collage colorido. Con estas decisiones irreverentes también inaugura un capítulo del arte moderno en Colombia. “Los suicidas del Sisga” son los santos tutelares de este relato. Paradójicamente, a pesar de las fuertes agresiones a la imagen de la que surge esta pintura, ella misma se ha ido convirtiendo en una imagen canónica, incansablemente reproducida, maniáticamente analizada y respetada.

Así, los amantes salvados del periódico se hicieron inmortales, pero tuvieron que pagar un precio: el olvido del jardinero y de la empleada doméstica que un día se tomaron una foto antes de despedirse de este mundo impío en el fondo de las de aguas. González insistió siempre en que la anécdota de la fotografía no le importaba, sino exclusivamente sus posibilidades plásticas. Quedó entonces la pintura y nadie volvió a pensar en su drama.

Hasta que casi seis décadas después, el cineasta paisa Jaime Aguilar fue tras los suicidas reales, muy a contra pelo del gesto anti-dramático que funda la obra. Se empeñó en seguir la huella de los que no dejaron huella en una ruta de amaneceres blancos, caminos de tierra, vacas, patios oscuros, pueblos perdidos, manos torcidas por el trabajo. Con un tratamiento cinematográfico igual de despojado, Aguilar reconstruye un mundo sin interés, casi ni visual, pero que bajo una apariencia inocente se va mostrando preñado de violencia y supersticiones. Un mundo donde fueron posibles jardineros delirantes y mujeres sumisas hasta el delirio.

Al final de la madeja descolorida, Aguilar halló a las últimas personas en quienes los nombres borrados de los amantes (Antonio Martínez y Tulia Vargas) todavía suscitaban algún recuerdo. Los llevó acicalados al Museo Nacional a visitar el altar de los santos del Sisga, una imagen culta que no se había hecho para ellos. Los santos, habituados a otro tipo de visitantes, saludaron su pasado. Y la imagen se sublevó como pueden hacerlo las imágenes. Ante los ojos de sus últimos familiares dejaron de ser arte, recuperando la carne y el dolor. La memoria de los perdidos volvió. El director, sin palabras, grabó el inesperado encuentro.

El documental “Los suicidas del Sisga: biografía de una pintura” fue presentado recientemente en Medellín en una función a la que acudió la maestra. En la penumbra de la proyección, González comprendió que al igual que los suicidas reales no habían existido para ella, ella tampoco existía para ellos ni su entorno afectivo. La imagen rebelde los desbordaba a unos y otros. Muy seguramente la obra, indiferente en su santuario, se está riendo ahora de todos. Es que ¿quién ha podido nunca dominar la vida secreta de las imágenes?

*Filóloga, periodista y curadora.

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