Hace 30 años, la película Entrevista con el vampiro (1994) le inyectó una descarga de sensualidad vital a una de las figuras más icónicas del cine. El vampiro, encarnado en las veleidosas figuras de Brad Pitt y Tom Cruise, recuperaba esa aura byroniana que hacía deseable la monstruosidad y compensaba la maldición de la eternidad con glamour y belleza. El éxito que alcanzó la película, el culto del que es piedra angular, hacía ver como una injusticia que no se hubiera continuado la saga o que adaptaciones mediocres como La reina de los condenados (2002) enlodaran el lirismo sombrío de la película que dirigió Neil Jordan. Pero las crónicas vampíricas de Anne Rice son una veta de material precioso como para ignorarla y en 2022 la sed de producción de las plataformas por fin retomó la historia de los vampiros Louie y Lestat en una adaptación donde brotan a mares el erotismo y la sangre.
En dos temporadas, la serie de AMC vuelve a contar la historia de esta pareja vampírica agregando matices que renuevan la trama y escarba más a fondo en el alma del vampiro: su insoportable soledad, esa separación exponencial de la vida, el desprecio por los seres humanos, la búsqueda insaciable de placer, la fascinación por la noche y sus creaturas, la sed, total e interminable.
El encuentro de Louis de Pointe du Lac y Lestat de Lioncourt es volátil, tóxico, embriagador. En 15 episodios, divididos en dos temporadas, los realizadores se permiten contar una historia de amor entre demonios epicúreos que desfogan su deseo carnal entre festines de sangre. La serie se diferencia de la película en borrar los prejuicios morales con honestidad y sutileza. Si en una el erotismo y el amor estaban insinuados, en la otra son las líneas sobre las que hacen equilibrio los personajes, que en todo caso no le temen al abismo si es que pueden encontrar saciedad en la caída.
Hay mucho para decir de esta producción, pero resaltemos dos elementos hipnóticos insoslayables. Primero está Lestat de Lioncourt, con su desdén cínico despliega tal arsenal de seducción que hace parecer increíble que el actor Sam Reid no sea un vampiro de verdad. La interpretación de Reid es soberbia, en el sentido magnífico de la palabra: la entonación distinguida de los diálogos, el movimiento de navío fantasma de su cuerpo o la impronta beatífica en la contemplación de sus ojos le dan al personaje un aura a la vez divina e infernal, es la fuerza que bombea en la serie toda su visceralidad y misterio.
Una segunda fuente de fascinación proviene del exterior de la serie, en las escenas del detrás de cámaras que muestran a una jauría inmensa de seres humanos comprometida en contar una historia. Actores vinculados a sus personajes en un ejercicio de posesión casi místico, operadores de cámara buscando el mejor ángulo de la locura, artistas que en últimas parecen enfrascados en la celebración de un aquelarre que abre para nosotros, los espectadores, las puertas de un nuevo (infra) mundo y nos convierte también, durante la breve eternidad de los episodios, en dueños de la noche.