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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

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Literatura de pantalla

Diego Agudelo | Publicado

Ante las primeras imágenes de la adaptación a serie de Cien años de soledad se siente una especie de abismo, una brecha que separa la prosa de Gabriel García Márquez de un diseño de producción que parece meticuloso, pulcro a su pesar, con un profesionalismo de manual. Es que se nota que el maquillaje les quedó divinamente, que el set construido para simular Macondo clasifica como pesebre de exhibición, que los paisajes elegidos tienen la magia salvaje de una postal, que en el elenco abunda la gente guapa, que hay un esfuerzo por mantener fidelidad con la obra. Pero el abismo que se abre o se empieza a abrir –o a lo mejor estoy paranoico– conduce a una especie de valle inquietante porque la obra de Gabo tiene más gente extraña que guapa, más paisajes amenazantes que idílicos, más polvo y mugre y precariedad que esa solemnidad que se adivina en el avance.

Esta apreciación inicial se basa solo en un minuto y medio de imágenes, hay que otorgarle el beneficio de la duda y esperar la temporada completa para confirmar las aprensiones o derribar el prejuicio. La verdad es que a la obra de Gabo le ha ido tan mal en sus adaptaciones (solo con un par de excepciones) que no culpo a quien simplemente ignore los nuevos intentos y prefiera la lectura y relectura de su obra.

Tampoco hay que culpar a los realizadores y productores a los que les brillan los ojos ante obras literarias de tramas exquisitas. Es una práctica que atraviesa el cine y la televisión, para fortuna del público, por supuesto. Si no fuera por los libros casi secretos que Hitchcock usaba como cantera para sus películas, muchos no tendríamos noticia de autores como Daphne du Maurier o Cornell Woolrich.

El boom de las series de las últimas dos décadas tampoco ha dejado de beber de la literatura, con afortunados aciertos y naturales descalabros. Ahí está el hito de Juego de Tronos, que adaptó una saga aún inconclusa e intentó completarla de un modo que, si bien decepcionó a muchos fanáticos, le bastó para coronarla como modelo de series, obra monumental. Para quedarnos solo con los aciertos, habría que hablar de La maldición de Hill House, espléndida adaptación de la obra de Shirley Jackson, de su segunda temporada que adapta las historias de Henry James, de la distopía engendrada por Margaret Atwood, El cuento de la criada; o de esa novela histórico-fantástica de Colson Whitehead, El ferrocarril subterráneo, miniserie de 2021 de la que poco se habló pero que es una de las joyas de Prime Video.

En su competencia feroz –que tanto nos beneficia a los espectadores–, las plataformas no dejarán de fijarse en las ideas y tramas de la literatura. Este año Netflix ya estrenó una estilizada Ripley, miniserie basada en las novelas de Patricia Highsmith, y el hecho de que la serie de El eternauta, la novela gráfica de Oesterheld y Solano, quizás se estrene este año, es algo que nos mantiene a muchos cuidando nuestra salud porque definitivamente será algo digno de ver antes de morir. Cien años de soledad también lo será, lo digo como plegaria para que la condena de malas adaptaciones termine y la obra de Gabo tenga una mejor oportunidad en la pantalla.

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