Pocas veces se empieza a hablar de una obra por el epígrafe. Vida y época de Michael K, la novela de JM Coetzee, tiene uno tan singular que como un faro ilumina la historia: La guerra de todos es padre y de todos es rey. Muestra a unos dioses y a otros hombres. Hace a unos esclavos y a otros libres.
Vida y época de Michael K de J.M. Coetzee
Vida y época de Michael K cuenta en tres partes la historia de Michael K., un hombre de labio leporino que siempre permaneció marginado, especialmente por esta condición física. Vivió en medio de una guerra civil que terminó por aplastarlo —la guerra civil sudafricana, la del apartheid, que en el tiempo histórico del libro, tocaba a su final—.
“A causa de su malformación y de la lentitud de su inteligencia”, como dice la narración, no permaneció mucho tiempo en el colegio, sino que fue entregado al cuidado de un hogar asistido por el Estado.
La primera parte de la obra recuerda El perfume, de Patrick Suskind: en dos páginas narró su parto, su infancia difícil, su internado, su vinculación al departamento Municipal de Parques y Jardines, donde se hizo jardinero. Oficio y establecimiento que abandonó para cumplir la voluntad de su madre: ir a morir a un pueblo del interior del país, en un paraje campesino.
Luego, el héroe triste se entregó la odisea de llevar a su madre, primero viva y después muerta, a su tierra natal. Al principio en un cochecito de bebé y luego, al morir durante el trayecto, convertida en cenizas, en una bolsa atada con cintas. Su tránsito hacia ese pueblo fue difícil. Para pasar de un lugar a otro se requería permiso, el cual Michael nunca consiguió.
Soportó encierros, trabajos forzados, campamentos de desplazados, encierros y, finalmente, fugas. Decidió vivir como un anacoreta, escondido del mundo. Atravesando el país en guerra. Encontró la hacienda abandonada donde ella al parecer había nacido. Se quedó allí a vivir sin necesidad de la humanidad, como un Robinson Crusoe o, más bien, como un animal rastrero, casi subterráneo para ser invisible a las batidas de los soldados. Contó sus caídas a campamentos de desplazados, donde había una protección oficial discutible, porque era una prisión en la que les decían que eran libres, pero si atravesaban la cerca los perseguían como a prófugos. Los internos eran sometidos a trabajos forzados enfocados al arreglo de las vías férreas y granjas de particulares.
La narración es en tercera persona, con un punto de vista omnisciente, conocedor de los pensamientos de Michel K pensaba y capaz de interpretar esas ideas y contextualizarlas con el entorno.
Una especie de conclusión aparece cerca del final: “Si hay algo que descubrí en el campo fue que hay tiempo para todo (¿Es esta la moraleja?, se preguntó. ¿Será la moraleja de toda la historia que hay tiempo suficiente para todo? ...)”.