Según la definición etimológica, biblioteca es el lugar donde se guardan los libros. Bien sean plantillas de madera o cerámica, rollos de papiro de la antigüedad, los manuscritos con tinta y papel antes del surgimiento de la imprenta, los volúmenes impresos o los libros digitales de hoy, que interactúan con las formas anteriores. O sea que puede ser un lugar físico o virtual. La fiesta internacional de la Biblioteca se celebró hace un mes, el 24 de octubre.
A lo largo del tiempo, el paisaje de la biblioteca ha cambiado y, por tanto, la sensación estética de quienes habitan su interior. Distinta tenía que ser la que experimentaban, hace cientos de años, quienes acudían a esas especies de templos penumbrosos que almacenaban materiales enrollados; a la de los estudiosos de épocas más recientes, encerrados en recintos apenas más iluminados, que albergaban cerros de volúmenes escritos a mano por copistas profesionales; a la de los lectores de hace menos de quinientos años, que buscaban la luz en los anaqueles colmados de libros impresos, dispuestos uno al lado del otro y dejando ver sus lomos, y, claro, a la que viven los académicos de ahora cuando ingresan a locales traslúcidos o penetran virtualmente a las bibliotecas digitales.
Sobre las dimensiones
A mi modo de percibir, este concepto, el de biblioteca, tiene al menos dos dimensiones: una ideal y la otra, práctica. Aquella lo hace entender como el lugar ilusorio donde se almacena y comparten los frutos del pensamiento, el conocimiento y la imaginación. Y práctica, porque resulta más manejable administrar esos frutos desde un espacio definido —sea físico o virtual—. Más que una idea romántica es funcional.
Y claro, hay una carga simbólica grande en la biblioteca como concepto y como institución. Tiene un principio noble, porque reúne los más altos logros de pensamiento, la imaginación y el saber. Lo que la especie ha hecho gracias a su pulsión erótica, es decir, al impuso creativo, está reunido en la biblioteca. Es una construcción del colectivo y de los individuos por aparte. Se torna en un sitio casi sagrado de la especie humana. Sagrado en varias acepciones del término: que rinde culto a una divinidad y esta divinidad bien puede ser la Sabiduría, entendida en términos de Santo Tomás de Aquino, quien la consideraba “el conocimiento cierto de las causas más profundas de todo”, y también en el sentido de que esas construcciones espirituales de los humanos merecen una veneración y respeto, no en una relación pasiva, sino, por el contrario, leyéndolos, revisándolos, enriqueciéndolos, modificándolos y hasta reevaluándolos. Por eso, la biblioteca de los mafiosos y de los fatuos en general, esas que les arma el decorador, comprando libros para adornar espacios, pero que nadie leerá jamás, es una biblioteca en el sentido material del concepto, pero no en el sentido simbólico. No hay veneración ni respeto por la Sabiduría, porque esta llega a ese espacio para permanecer estática, para morir, y nadie la cuestiona, reevalúa, critica, reafirma, contradice o enriquece. Importante reiterar esta noción: la veneración y el respeto a la sabiduría solo se dan si se pone en movimiento.
Porque los conocimientos y las ideas no son estáticos. Cambian con el tiempo. Por ejemplo, pensemos en la idea de la Tierra plana. Hoy —aunque existen todavía grupos de terraplanistas que defienden esta ida— nos parece absurdo, casi risible suponer que el planeta sea plano. En la antigüedad se creía que era plana y tenía un domo que la protegía. Pero, ustedes saben, no se trataba de una idea caprichosa. Era el resultado de la experimentación, como todos los hallazgos científicos. Los estudiosos disponían de evidencias para asegurar que la Tierra tenía una superficie plana y no podían afirmar otra cosa. En la época clásica, es decir, cuando florecieron las civilizaciones griega y latina, entre los siglos V a.C. y II d.C., tras la revisión de tales ideas, las experimentaciones arrojaron otras evidencias para entender que la Tierra no era plana, sino esférica. Y hace unos cuantos años, con el comienzo de los vuelos espaciales, ya los científicos se dieron cuenta de que no es precisamente esférica, sino casi esférica, porque presenta achatamiento en los polos. Quién sabe qué dirán dentro de un tiempo acerca de la forma de la Tierra. Así, las ideas cambian. Y todas ellas van a la biblioteca para su continua revisión.
Destruir el templo
Por eso también tiene tanta carga simbólica negativa la destrucción de bibliotecas y centros de conocimientos. Esa destrucción, producto del fanatismo religioso, ideológico, político o de cualquier clase, para evitar que ciertas ideas se divulguen, o resultado de conflictos bélicos, son crímenes contra la humanidad, sin importar el número de documentos que albergue. Porque cada idea que llega a consignarse en un libro, demora años, a veces siglos, en madurar. Y si la refutan, no deja de ser importante, porque sigue ahí como evidencia de que el pensamiento no se detiene. En la destrucción de Nínive por Asurbanipal, narrada en la Epopeya de Gilgamesh, desaparecieron muchos documentos de arcilla.
La Biblioteca de Alejandría tuvo la mayor cantidad de papiros que pudiera pensarse, para reunir conocimientos, creaciones y reflexiones de la época clásica. Fue incendiada por Julio César, dicen que accidentalmente, en el año 48 a.C.
En América, los conquistadores españoles y los misioneros que los acompañaron destruyeron códices, museos, templos y bibliotecas, para imponer el pensamiento europeo. Destruyeron impresionantes cálculos astronómicos, geográficos, biológicos, filosóficos, religiosos.
Ahora, en época más reciente, durante las guerras del Golfo Pérsico, los ataques de Estados Unidos y los aliados destruyeron más de un millón de libros. En Siria, la guerra ha acabado con bibliotecas y museos.
Más que un receptáculo de obras, todas ellas han sido centros de actividad intelectual. Porque el tesoro que han guardado las bibliotecas de todos los tiempos es un imán que atrae a las mentes inquietas.
Las creaciones, reflexiones e investigaciones consignadas en los libros, son resultado de lo mejor del espíritu humano, contrarias a las acciones tanáticas, de destrucción y muerte. Por eso construirlas es una acción loable y destruirlas, una acción criminal.
De modo que la biblioteca, además de sus funciones prácticas de tener, mantener y poner en movimiento el mundo de las ideas, también tiene un gran peso simbólico que tal vez sea más fuerte.
Perspectiva personal
La primera biblioteca pública que visité, de niño, fue la José Félix de Restrepo, de Envigado. Allí me divertía leyendo cuentos.
Debo decir que mi primer negocio dependía de las bibliotecas en gran medida, en especial, de la Piloto. Consistía en leer libros para otros. Comenzó cuando algunos holgazanes del colegio me pedían que les contara de qué iba una obra literaria, novela o cuento, que debíamos leer, y se las contaba de manera tan pormenorizada, que no terminábamos en menos de dos o tres horas. Entonces, optaron por pagarme, más bien, para que les hiciera el trabajo y les contara someramente el relato. Ante la extrañeza del barrio, a mi casa llegaban elegantes autos de familias de colegios prestigiosos, con padres e hijos para contratarme la lectura de un libro. Y así fui leyendo más volúmenes de los que me ponían en el colegio y de los que yo mismo iba consiguiendo por gusto propio o influencias ajenas. Carrasquilla, Díaz Castro, Isaacs, Rulfo, Quiroga, Domingo Faustino Sarmiento, Amado... Y mi biblioteca iba creciendo.
Pasaba las horas en la biblioteca, en la pública o en la mía. Descubrí que, en ella, todos los roles son apasionantes y decisivos. El de autor, lector, promotor de lectura, organizador o administrador de los materiales... Porque contribuyen a mantener viva la esencia del centro, en los ámbitos material y simbólico.
Un libro es de uno y de muchos. Los documentos dan que pensar, hablar y escribir. Por eso, puede decirse que las bibliotecas son los lugares donde se agita el mundo.