Gabo y mercedes, una despedida, de Rodrigo García Barcha. Random House. 144 páginas.
Ser el hijo de es difícil. Rodrigo García, a pesar de tener una obra propia en el cine, no puede desprenderse de eso. A donde vaya dirán que es el hijo del patriarca; la asociación será recurrente. De hecho, este texto empieza justo así, enganchando por lo obvio.
Pero es porque el libro que escribió intenta resolverlo. O no, no lo hace; ese no es un tema que se resuelva. Lo afronta, más bien, y hay varios pasajes en los que el autor hace hallazgos sicoanalíticos —o comparte los ya hechos— acerca de sí mismo. Por ejemplo, vivir y trabajar en inglés, un idioma que su padre, que hablaba francés e italiano, nunca pudo dominar. Ahí hubo una fuga.
Que un hijo se fugue del padre es algo natural, en especial de aquellos que proyectan su sombra como un árbol grande y en cuyo alrededor nada logra florecer. Así le pasaba a García Márquez, aunque nunca fuera su intención. Lo sabemos porque el mismo Rodrigo, el fugado, es quien lo cuenta: al premio Nobel le mortificó siempre la posibilidad de que el talento de sus dos hijos fuera eclipsado por el brillo supremo de su luz.
Este libro, entonces, es un relato sobre el padre, en especial de los últimos años que para García Márquez estuvieron llenos —es decir, vacíos— de desmemoria. En alguna de las tantas entrevistas que le han hecho desde que Gabo y mercedes, una despedida apareció, Rodrigo se refirió a ese tiempo como «un largo fundido a negro». Es que el autor es cineasta y, ya se ve, es capaz de hacer sus propias metáforas. En efecto es un gran narrador.
Con ese talento narrativo escribió también sobre la madre. Mercedes fue una figura sobre la que más bien poco conocimos, porque los García Barcha tenían el mandato de ser discretos con su privacidad; eso también lo cuenta el autor. Pero al no estar ambos, el hijo pudo escribir sobre ellos, pues a ese par de figuras totémicas ya nada los podía tocar. El libro, desde luego, no es un ajuste de cuentas; nada más lejano. En realidad se parece a eso que a menudo nos referimos como una carta de amor: una de despedida, así dice el título. Y por eso a veces es triste.
Rodrigo García temía que, escribiera lo que escribiera, con seguridad encontrarían su texto publicable. Fuera bueno o no, tuviera valor o no, seduciría a cualquier editor por el mero hecho de contar lo que contaba. Eso le generó inseguridad. El temor era entendible, aunque infundado, porque el libro es bueno, genuinamente bueno, y él es un muy buen escritor: a partir de varias libretas de apuntes armó un relato sobrio, melancólico —los ojos del lector se enlagunan a veces— en ocasiones chistoso, también crítico con los retratados, porque no se trataba de hacer apologías, pero siempre tocado de amor.
En «la era de la vulgaridad», como el autor se refiere a los tiempos que corren, Rodrigo García da una lección de estilo. Cuenta, y de paso deja material para los biógrafos, la única historia que ninguno de los protagonistas podía contar: la de sus muertes. Pero va más allá: también la del mundo que quedó sin ellos.
Trozo para lectores: «En otra ocasión dijo:
—Esta no es mi casa. Me quiero ir a la casa. A la de mi papá. Tengo una cama junto a la de él.
Sospechamos que no se refiuere a su padre sino a su abuelo, el coronel (que inspiró al coronel Aureliano Buendía), con quien vivió hasta que tuvo ocho años y quien fuera el hombre más influyente en su vida. Mi padre dormía en un colchoncito en el piso junto a su cama. Nunca volvieron a verse después de 1935».
*Periodista y fotógrafo, actualmente trabaja en curaduría de fotografía patrimonial y memoria visual. Reseña libros porque al escribir sobre ellos los entiende mejor.