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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • Beatriz González, una artista transgresora
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Beatriz González, una artista transgresora

Luz Imelda Ramírez | Publicado

La obra de la artista santandereana Beatriz González se ha posicionado en un lugar muy destacado del arte contemporáneo. No sólo es así en nuestro país, sino internacionalmente, con importantes reconocimientos, exposiciones retrospectivas y documentos audiovisuales y escritos. Hace parte de importantes colecciones y muestras colectivas que la incluyen como referencia fundamental de un arte pop “periférico” y crítico. Además de artista, Beatriz ha trabajado como curadora, crítica, educadora e historiadora del arte y, con sus investigaciones, ha enriquecido nuestra mirada sobre el arte y la cultura del Siglo XIX. Contemporánea al artista Fernando Botero, este año Beatriz también cumple sus noventa años. Por tal motivo, el Museo de Antioquia inaugurará próximamente una exposición de “La consentida”, dedicada a revisitar la obra de la artista en su colección.

Después de graduarse, Beatriz fue invitada, en 1964, a exponer como “artista joven” en el recién abierto Museo de Arte Moderno de Bogotá. Además de estar entre los fundadores, Marta Traba era su directora, y había sido profesora de Beatriz. Su exposición seguía a la de Botero, el artista más estimado por la crítica colombo-argentina, quien en ese entonces era una de las voces más respetadas. Lo apreciaba, porque le parecía que su pintura había “redescubierto” lo local de una manera novedosa, recreado a partir de su interpretación del arte clásico europeo, y lo hacía, según ella, de espaldas a un arte internacional que parecía estar en contra de sí mismo. Hacer arte desde lo local, desde la “marginalidad”, como decía Traba, sin idealizaciones ni complejos, pasó a ser una preocupación que Beatriz asumió con agudeza y compromiso, hasta considerarse a sí misma una “una pintora de provincia”.

A pesar de coincidir en sus búsquedas, con la rebeldía que la caracteriza, Beatriz se dijo entonces que no quería ser ni como Botero, ni como las “señoras que pintan”, porque, le decía a Ana María Cano, que a las noventa mujeres que entraron con ella a la Universidad de Los Andes, las preparaban así. Como siempre, Beatriz encontró la manera de llevar la contraria, y lo hizo a través de la apropiación del lenguaje de las imágenes y objetos de la cultura popular y urbana. Para aquella exposición, usó una reproducción de la pintura La Encajera, de Jan Veermer. Aplanó los colores como si fueran papeles recortados y superpuestos y recreó las imperfecciones de la imagen luego de los procesos de impresión. Posteriormente, hizo un especie de híbrido con una foto de una modelo del calendario Pielroja, de fondo plano. Al trastocar así la imagen, encontró una “temperatura” de la cultura local, como dice ella.

Con sus obras sobre Los suicidas del Sisga, Beatriz encontró su camino como pintora. Esta vez, tomó una foto de estudio, reproducida múltiples veces en distintos periódicos, y en la que aparece una pareja que se hace retratar antes de tirarse a la laguna del Sisga, para evitar que el pecado manchara sus vidas. La pintura, de planos recortados y colores fuertes y contrastados, fue catalogada como arte pop, aunque, en una entrevista con Katherine Chacón, ella dice que eso nunca pasó por su mente:

Nuestra educación en la Universidad había concluido en el expresionismo abstracto, en Pollock, cuyas obras conocimos en Nueva York en una excursión guiada por Marta Traba en 1961. El Pop aún no se había difundido aquí y yo ni siquiera sabía quién era Lichtenstein, pero estaba completamente segura de haber encontrado el camino.

A partir de ese encuentro, Beatriz se vio en el vasto universo de lo que el “Arte” había dejado por fuera de sí. Como lo conocemos tradicionalmente, el “Arte” es una creación europea del Siglo XVIII. Surge una vez se delimitan sus fronteras para diferenciarse de la artesanía y del mundo de los artesanos. Con los museos, la crítica y el mercado, entre otros, surgió la idea del hombre artista como “genio”, cuya inspiración le permite producir “obras maestras”. Las mujeres, relegadas al ámbito de lo doméstico y al trabajo artesanal, como muchos otros, quedaron excluidos de ese nuevo sistema de las “Bellas artes”.

A pesar de apoyar a muchas mujeres artistas, de abrirse a cierta experimentación, así como de sus contundentes interpretaciones, la historia de los “grandes” fue la que tamizó el relato de Marta Traba. Aún en crisis, ella defendió los valores del arte moderno, entendidos como expresión de la originalidad, la genialidad y la interioridad del artista. Las transgresiones de Beatriz apuntaban en otra dirección: la del arte contemporáneo, que propone, como escribe Nathalie Heinich, un “juego con los límites de lo que se suele considerar arte”, y en el que “la dimensión lúdica o irónica toma el relevo del arte ‘serio’”. Lo contemporáneo aparece, así, como un arte de apropiaciones, de reflexiones, en un mundo ya no exclusivamente individual sino compartido, consciente de las mediaciones y del lugar de la o del artista en la sociedad.

Las obras de Beatriz en ese entonces, a mi modo de ver, eran unos “objetos híbridos”, que resultaban de mezclar lo considerado como “Arte” con lo excluido por este; de combinar los modos de hacer artísticos con los artesanales o industriales; de intercalar la historia institucional con la anónima, para plantear, así, una “crítica institucional” que pone en evidencia las contradicciones mismas de nuestras modernidades. El título de las obras, además, termina por reforzar dicha crítica. Se apropia de imágenes de la crónica roja de los periódicos, de láminas populares, de retratos de próceres de la “patria”, de “obras maestras”, (nuestros “museos sin muros”) y las recrea en soportes de la cultura popular doméstica y cotidiana (muebles hechos por artesanos, cortinas, objetos, papel de colgadura, avisos comerciales) con técnicas más parecidas al estilo “industrial” de la publicidad, de la serigrafía, de los carteles callejeros y del arte popular.

Cuando en 1978 Julio Cesar Turbay llegó al poder, Beatriz cambió esas imágenes por la prosaica del presidente, que llenaba muchas páginas del periódico. Y así, dice ella, se convirtió por un tiempo en una “pintora de la corte”, como Goya o Velásquez. Sin embargo, a partir del Holocausto del Palacio de Justicia (1985), ya no pudo hacer más chistes. El país se había convertido en un caleidoscopio de guerras que producían muchos muertos. Retomó el óleo y los bastidores, y con una paleta simplificada de colores vibrantes, se propuso hacer unas pinturas que retuvieran simbólicamente algo de las muchas imágenes de dolor que corrían por la prensa. Se hizo vocera del sufrimiento de tantas madres que lloran a sus hijos muertos o desaparecidos, y de tantas almas sin nombre que, al dejar violentamente sus restos, no encuentran ni una tumba para descansar. Su obra, así, ha creado una memoria viva en una país que prefiere, muchas veces, vivir distraído y desmemoriado.

*Artista plástica e historiadora. En el diálogo con el arte, descubre historias que, de forma sutil y delicada, iluminan nuestro mundo en común y lo hacen más real.

Beatriz González, una artista transgresora
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