Francis Crick, ganador del premio Nobel de medicina en 1962 por el descubrimiento de la estructura del DNA, contaba una bella anécdota sobre el momento en que conoció a Alan Turing. Después de realizar una presentación magistral, donde el matemático explicaba su novedosa idea sobre la emergencia de los patrones en la piel de la Zebra, Alan Turing atendió a un entusiasmado Francis Crick, el cual entre halagos resaltó el trascendental valor de lo postulado y su eventual impacto en la naciente biología molecular. El asunto no era trivial, pues mucho se había especulado respecto a la evidente herencia de los patrones simétricos en la piel de varios animales y su conservación evolutiva. A comienzos de la segunda mitad del siglo XX era incipiente el conocimiento sobre la herencia y sus mecanismos, de manera que las obviedades del pensamiento genético moderno aparecían en ese momento de la historia como meras ideas provocadoras, agitaciones teóricas que Crick conocía y entendía sus implicaciones. Ante los elogios reiterados, Turing interrumpió la conversación y dijo: “Bueno, las rayas son fáciles; pero, ¿qué pasa con la forma del caballo?”.
El calibre de las preguntas de Turing no calzaba con las visiones científicas de su tiempo, y a veces lo más obvio termina siendo aquello que escapa a nuestros ojos: ¿cómo ha podido la materia organizarse para integrar un cuerpo, dándole identidad y agencia, capacidad de decisión y razón? ¿Cuál es el mecanismo bajo el que la materia, inerte por definición, se reveló ante su inercia y dio paso a la vida? Cuestiones de este tipo consumieron sus últimos años de vida, hasta que en 1954 mordió una manzana en la que previamente había inyectado cianuro; Turing se suicida y parte prematuramente.
Es apenas paradójico que el último suspiro intelectual de uno de los padres de la computación moderna sea sobre la vida y sus formas, síntoma de una inmensa capacidad de mudar su inquietud intelectual entre campos del conocimiento e iluminar espacios vacíos con aproximaciones teóricas inconmensurables. Su obsesión consistía en rumiar permanente sobre una única cuestión central: construir una máquina con un sistema de procesos cognitivos lo suficientemente complejos como para mostrar comportamientos reservados solo para el cerebro humano. En el fondo, esto implica desviar la atención de los usos que puede tener una máquina e indagar por las leyes que rigen su arquitectura y complejidad; ¿no termina siendo un gran desperdicio pensar en crear una máquina que logre un nivel de sofisticación equiparable al de la mente humana y tan solo delegar en ella nuestros vacíos cognitivos y la pereza que nos impide llenarlos? En este caso, la forma es más importante que sus ornamentos; la forma demarca y define el fondo de cada cosa, es la cuestión original que nos liga a la esencia de lo que somos: materia viva que adquiere una forma y se resiste a retornar al frío vació estelar. Así, lo más revelador de la inteligencia artificial no es el ornamento de los textos u operaciones que puede resolver, sino la arquitectura y procesos que conllevaron a su aparición: ¿Será que pensamos como pensamos por los eventos que han dado forma a nuestro cerebro? La forma equivale al cuerpo que alberga dicha máquina pensante, cuerpo que será a quien dirijamos nuestras cuestiones existenciales: ¿Te sientes sola? ¿Qué piensas del ayer y del mañana? ¿Algo te angustia?
La anécdota de Crick es reveladora, pues mientras muchos veían una dificultad en los patrones, la verdadera cuestión descansaba sobre la forma de la Zebra. Era evidente para Turing que, detrás de la sofisticación algorítmica de cada máquina, reposaba el secreto sobre la existencia del cerebro, su origen. Al final, resulta irrelevante si una máquina es capaz de escribir una tarea escolar o construir la tesis de grado de un estudiante. Esa visión de la inteligencia artificial como impostor palidece ante lo que verdaderamente puede mostrar sobre el funcionamiento de nuestras redes neuronales, así como la consciencia y la compasión. Consciente del alcance de la inteligencia artificial y sus inevitables avances, Turing definió una prueba que servía como única condición para aceptar que una máquina era capaz de pensar autónomamente: engañar a un ser humano en una conversación y persuadirlo a pensar que se está comunicando con un humano real. No existe máquina ni computadora que a la fecha haya pasado la prueba. Por el contrario, abundan los chatbots que hilan caracteres con cierta coherencia e imitan incipientes respuestas.
La inteligencia orgánica, tal como la naturaleza y su evolución la han concebido, mira a la distancia los torpes pasos de una inteligencia artificial que atemoriza con sus avances. Al respecto, nuestras preguntas son el fiel reflejo de temores irresueltos que nos llevan a reducir la realidad y sus posibilidades a meros escenarios apocalípticos. Al final, será por miedo a que renunciemos a nuestra inteligencia y su agencia, para pasar inevitablemente a delegar la solución a nuestros dilemas y cuestiones en máquinas incipientes que no tendrán reparo alguno para responder.
* Académico. Interesado en la vida, su organización y formas.