La mañana en la que William García Freides salió de Cuba, se paró frente a la fortaleza San Carlos de la Cabaña, donde cada noche a las 9 retumban los cañones que recuerdan la tradición de encerrar a los cubanos tras las murallas de La Habana para protegerlos de corsarios y piratas en el siglo XVII, y lloró nuevamente. Entre ese día y el anterior había llorado cinco veces, y esta era la sexta que derramaba lágrimas frente a la inmensidad del mar cubano.
Las otras cinco ocasiones en las que lloró fueron por las despedidas: se despidió de Migue, el amigo con el que tocaba las congas en su grupo musical Aires Cubanos; de Jacinta, la mujer que con libreta en mano le entregaba a diario una ración de pan, como manda el Gobierno cubano; de Alexa, la joven que le vendía ramas para hacer los rituales de santería; y de mono, un perro callejero que lo siguió hasta su casa y nunca más se separó de él después de bañarlo y quitarle unas cuantas pulgas.
Todos esos adioses le dolieron a este cubano de 45 años de edad, pero el que más le dolió –y le sigue doliendo— fue el que dio a la isla. William, un conductor de bus y albañil, delgado, de piel extremadamente blanca y estatura mediana, salió hace año y medio de Cuba junto a su esposa Marlene Pérez, en busca de un mejor futuro económico para él, su compañera, sus tres hijos y los padres de ambos.
Llegamos a Brasil. Teníamos de todo, un buen trabajo, amigos que hicieron muchas cosas por nosotros. Vivíamos muy bien, pero, ¿y nuestras familias?" — William García Freides
“Llegamos a Brasil. Teníamos de todo, un buen trabajo, amigos que hicieron muchas cosas por nosotros. Vivíamos muy bien, pero, ¿y nuestras familias?”, se pregunta William mientras conversa con el equipo periodístico de EL COLOMBIANO que viajó hasta Necoclí para documentar el tema de los migrantes.
Sin poder juntar el dinero para enviar a la provincia cubana de Villa Clara, donde viven sus seres amados, William y Marlene iniciaron desde hace 46 días una travesía de Brasil hasta Colombia con el objetivo de llegar a EE. UU. y ganarse los pesos para “vivir mejor”. Pasaron por Bolivia, Perú y Ecuador hasta llegar a Necoclí, donde esperan juntar 140 dólares que necesitan para cruzar a Capurganá, iniciar su travesía por el Tapón del Darién, y llegar a Panamá, donde buscarían un trabajo que les permita sobrevivir unos días más.
“Pasamos noches enteras en bus. Dormíamos en las terminales y así íbamos por tramos. Comíamos en lugares baratos. Acá compramos comida, pero ya no tenemos para pagar los 16 dólares que nos cobran a diario por un cuarto en una casa, entonces tenemos que seguir”, dice Marlene.
Para juntar el dinero que les hace falta y continuar su ruta por la selva, William y Marlene pensaron en juntar algunos pesos. Él reparó algunas paredes y fachadas de las casas enmohecidas por el salitre del mar urabaense; y ella, en un acto de desprendimiento, dijo que vendería su pelo.
Tomados de la mano recorrieron las calles ardientes de Necoclí en busca de peluquerías para ofrecerles el cabello dorado que le llega hasta un poco más abajo de sus hombros. “Nos ofrecieron poco y no nos alcanzaba para nada, entonces le dije: Dios no quiso que lo vendiéramos por algo, quédate con él”, dice William.
Antes de salir de Cuba, William vendió su casa, un carro ford 1957 que se oxidaba en su puerta, dos tambores con los que hacía santería y un par de congas. Lamenta haberse ido, y algunas veces quisiera volver; eso se lo recuerda el mar que tiene en frente que, dice, parece llevar un pedacito de su Habana en cada ola llegada a sus pies mientras concede esta entrevista.