Una guerra con bombas y miles de víctimas

La tragedia de la aeronave de avianca



Era un lunes, condenados lunes, ese 27 de noviembre de 1989. El vuelo 203 de Avianca decoló a las 7:00 a.m. del aeropuerto bogotano Eldorado, rumbo a Cali, cuando a los pocos minutos explotó sobre el cielo de Soacha.

Una maleta abandonada en el interior del Boeing 727, por un pasajero que salió antes del despegue, terminó uniendo en el dolor las vidas de 107 familias.

Federico Arellano apenas tenía 12 años y se aprestaba para ir al colegio en la Capital, justo cuando la radio informó la tragedia; su padre, el músico y compositor bugueño Gerardo Arellano, iba en ese avión. Al mismo tiempo, en una oficina del centro de Medellín, a Clara Campuzano le informaron que tampoco volvería a ver a su hijo Emilio José Díaz, administrador de empresas de la Universidad Eafit.

Nadie sobrevivió al atentado, ni la tripulación ni los pasajeros, entre los que había dos estadounidenses, un salvadoreño, un holandés y un alemán. El llanto fluyó por distintas latitudes.

Han pasado 29 años desde aquel lunes y todavía una presión angustiosa se apodera de las gargantas de Federico y Clara cuando narran la historia.

Federico se convirtió en abogado y representó en los juzgados a varios dolientes del vuelo 203, logrando que algunos fueran reparados por el Estado, luego de interminables debates. Clara no lo ha logrado, su representante era el jurista Tarcisio Roldán, quien pretendía entablar una demanda contra la Nación, pero meses después de otorgarle el poder unos mercenarios entraron a su alcoba y lo mataron junto a su esposa. “He hecho todas las vueltas y mandado los papeles que han pedido, pero no me han dado un peso y ya tengo 76 años, creo que ya no me va a tocar”, cuenta la dama, con ironía.

Además de los recuerdos, otro aspecto que une a los deudos es el anhelo de verdad. Por ese crimen, la justicia de EE.UU. condenó en ese país a Dandenys Muñoz Mosquera (“la Quica”), a pagar 10 cadenas perpetuas. Sin embargo, hay indicios de que ese esbirro del cartel de Medellín no participó.

El fiscal General de entonces, Gustavo de Greiff, envió al Departamento de Justicia de EE. UU. una misiva indicando que no había pruebas para vincularlo; el propio Muñoz, luego de dos décadas de la explosión, afirmó que los estadounidenses le advirtieron que si no cooperaba con información para capturar a Pablo Escobar, recién fugado de La Catedral, le harían pagar caro. Y así fue.


“Falta mucha verdad por conocer... mucha”, reconoce Federico. Y Clara afirma que eso, la justicia, prefiere dejársela a Dios, porque “Él ya juzgó a Escobar”.



El bombazo de la macarena

En la Medellín de 1991, la amenaza de un atentado terrorista era tan común como ver las montañas al alzar la mirada o pedir la bendición maternal antes de salir de casa. Nuestra ciudad era blasfemada por ser la más violenta del planeta, con un tasa de 395 homicidios por cada 100.000 habitantes, lo que generó una reacción de la sociedad: los paisas no iban a quedarse encerrados, congelados por el miedo, sino que lucharían por vivir y no abandonar sus costumbres.

Fue por eso que, a pesar del rumor sobre un posible ataque, la plaza de toros La Macarena estaba a reventar el 16 de febrero de ese año. La corrida era animada por la orquesta Marco Fidel Suárez, con su director a la cabeza, Danilo Jiménez Jaramillo. Él recuerda que aquel día tocaron “los pasodobles de rigor” y que al terminar la jornada salía de la plaza en compañía de su prima y esposa, Gabriela Jiménez.

A pocos metros, bajo el puente de la calle San Juan, los terroristas habían puesto un carrobomba con 200 kilos de dinamita, al lado de una patrulla de la Sijín.

A las 6:15 p.m. el estruendo sacudió la tierra. Una oleada de energía invisible elevó casetas y personas, seguida de una llamarada que hizo estallar más carros. Una polvareda lo cubrió todo y después llegaron los gritos de auxilio, de dolor, de ira y preocupación porque no aparecían los seres amados.

Danilo despertó en la Clínica Medellín del Centro. A Gabriela tardaron más en encontrarla, pues quedó tan mal, que la creyeron muerta y la llevaron al anfiteatro. En su casa del barrio El Velódromo, su hija Paula temblaba, recibiendo llamadas de familiares que preguntaban qué había pasado.

Al amanecer, el balance de las autoridades nos recordó por qué seguíamos siendo los más violentos (o lo más violentados): 180 heridos y 21 muertos, entre ellos nueve policías. La orquesta no fue ajena al luto: los trompetistas Absalón Alzate Jiménez y Bertulfo Alfonso Rincón pasaron a la banda musical del cielo; otros 15 compañeros sobrevivieron con lesiones.

Para Danilo, sobrevivir es una palabra relativa. En el atentado, Gabriela perdió un ojo, sufrió daño neuronal y quedó confinada a una silla de ruedas. La familia la arropó con amor, pero después de una agonía de 16 años, en 2007 se convirtió en la difunta número 22 del bombazo de La Macarena.

“Yo era un ser humano trabajador, como cualquiera, y a partir de eso todo se nos vino encima”, dice Danilo, quien perdió la audición en un oído y aún conserva esquirlas en las entrañas. La agrupación, que existía desde 1940, por poco naufraga, pues la ausencia del director la dejó sin rumbo.

Por el crimen, la justicia condenó a Héctor Zapata Vidal y a su esposa y cómplice Gloria Castro Hoyos, mas los autores intelectuales no fueron llevados al estrado. Es por eso que en la familia quedó una profunda sensación de impunidad; tampoco hubo reparación por parte del Estado.

Pese al aciago recuerdo, a Danilo le quedan alientos para seguir tocando el bombo, porque a su orquesta ni el cartel de Escobar logra callarla.