Los dos hermanos que cruzaron por fortines de los carteles mexicanos

Una migrante es llevada a la valla fronteriza entre Estados Unidos y México para presentar su solicitud de asilo en El Paso, Texas, el 21 de diciembre de 2022, visto desde Ciudad Juárez, México. Foto: GettyImages
“La instrucción del coyote con el que hablamos en Medellín era que siempre viajáramos de noche, que si nos paraban dijéramos que estábamos de vacaciones aunque en realidad queríamos pasar a Estados Unidos; que podía ocurrir que los carteles de narcotraficantes o los grupos armados nos pararan y que, en ese caso, lo llamáramos a él, que él tenía contactos y sabría qué hacer”.
Por: Néstor Alonso López López
Así relata Julián el inicio de la mayor aventura de sus 30 años, en la que se jugó la vida. La otra condición era que él y su hermano de 23 años llevaran cada uno por lo menos 1.500 dólares, esconder esa plata en los tenis, medias, calzoncillos, en cuanta cavidad tuviera su cuerpo. La coartada de ser dos hermanos turistas casaba a la perfección hasta Ciudad de México, era fácil pasar desapercibidos.
En un sitio y día acordados por teléfono debía recibirlos el contacto que los montaría al bus de Tijuana. Eran ocho horas de trayecto y el vehículo no distaba de los que viajan entre ciudades de Colombia, solo que era rosado. No sabía si abordo iban más personas fletadas por el mismo coyote, porque la desconfianza lo limitaba para entablar conversaciones.
A Tijuana arribaron a las dos de la mañana, sin mayores sobresaltos. Alguien los llevó a un motel donde se quedaron varios días a la espera del momento preciso para pasar. Por los mismos días que capturaron a Ovidio, uno de los hijos del Chapo Guzmán, salió a las cinco de la mañana para abordar un carro que los acercó hasta un Oxxo cercano de la frontera desde donde se veía el muro.
Los hermanos y un hombre con cara aindiada que los abordó en el sitio caminaron como 200 metros, través de un rastrojo enmalezado en el que solo se veían cambuches de plásticos y habitantes de calle. Jamás, con sus 1,80 metros de estatura, se había sentido tan pequeño, al lado de la muralla que le cuadruplicaba en altura y todavía peor frente al otro muro que hay a 30 metros, en territorio gringo, equivalente a unas diez veces su cuerpo erguido.
El itinerario que le esbozaron en Medellín hablaban de pasar por un puente para cruzar hacia Mexicali (Baja California), pero le explicaron ya en caliente que “los planes acá son muy cambiantes” y ahora tocaba que él y su hermano franquearan el primer muro valiéndose de la escalera larguísima que apareció en las manos de un hombre que salió de la nada.
En la contracara de la pared interminable sobresalían varillas que les permitieron apoyarse para un aterrizaje sin contratiempos y continuar con el siguiente paso: entregarse a la guardia fronteriza. Los ingresaran en un proceso con posibilidades un visado futuro o una deportación exprés. Era 15 de enero y llevaban dos semanas desde la salida de su casa. Horas después de la entrega, los trasladaron a un sitio inverosímil en aquel desierto, una especie de fortaleza donde se encontraron migrantes de todas partes del mundo.
Le decían la nevera por la intensidad del aire acondicionado. “Nos hicieron pruebas de covid. En una celda metieron a las mujeres con hijos pequeños, en otra a las mujeres, en otra a los hombres y en otra a personas con orientación sexual diferente. Éramos como 30 en una misma celda, nos daban comida y una cobija de papel para mantener la temperatura corporal”, recuerda.
Fueron cuatro días incomunicados porque les quitaron los celulares, y sin saber si era de día o de noche, pero supo de gente a la que la dejan hasta cuatro meses encerrada, a la espera de una decisión.
“Sentí que no nos iban a deportar porque nos llamaron dos veces. La primera nos tomaron los datos de nombre, peso, estatura, lugar de procedencia, nombres de los padres y que si ya teníamos contactos que nos recibieran en Estados Unidos. La segunda, fue para firmar documentos donde certificáramos el trato que nos habían dado y para darnos un papel que decía que tenemos que presentarnos a una corte que siguiera nuestro caso. Ahí pensé: Ya estamos en Estados Unidos”.
A los dos hermanos, las autoridades les devolvieron sus pertenencias y les dieron un celular para poderles hacer seguimiento, mientras que a otros les ponían un brazalete; además, los conectaron con el Ejército de Salvación, una organización protestante de beneficencia que les dio ropa, comida y tres días de hotel, mientras se comunicaban con parientes en ese país.
Cuatros meses después, ambos han trasegado por varias ciudades de Estados Unidos buscando acomodarse en oficios varios y apoyados en documentos falsos, mientras se resuelve su situación legal. Un año es el plazo.
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