Capacitados para servir

Danielle Navarro Bohórquez  
Guía del Programa de Visitantes Conozcamos EL COLOMBIANO 

Prensa Escuela EL COLOMBIANO

Ya voy a ajustar un año de ser guía en el programa de visitantes “Conozcamos El Colombiano” y aún siento el mismo susto que tuve la primera vez que hice un recorrido. El pasado jueves 18 de marzo, además de ese “susto”, me sentía enferma, tenía escalofrío, mareo y un leve resfriado, pues había llovido por esos días y la noche anterior me había mojado mucho.

Para ese jueves tenía programado un recorrido a las dos de la tarde. Siempre suelo preguntar qué tipo de grupo es con el fin de saber qué parte del guion debo estudiar más o cómo debo preparar la visita; sin embargo, esa vez no tenía la menor idea de quiénes serían los visitantes.

Durante la mañana estuve tratando de comunicarme con Mónica, la coordinadora del programa de Visitantes, con el fin de pedirle un reemplazo para ese día; realmente me sentía indispuesta.

No pude contactarla y tampoco logré convencer a ninguno de los otros guías de que me reemplazara, por lo tanto, a la una de la tarde tomé el bus desde la Universidad EAFIT para ir a El Colombiano.

A esa hora normalmente no vienen colegios. No vienen niños, ni jóvenes adolescentes. No, esa es la hora favorita de los universitarios. Debo confesar que estos son los grupos que más me producen ese “susto”, en especial los de carreras de Ingeniería, porque suelen preguntar tecnicismos de máquinas y energía que desconozco.

Pero ese día, a las dos de la tarde, no venía precisamente un grupo de estudiantes interesados en asuntos técnicos de las máquinas, ni en las políticas de calidad de la empresa, ni en cuánta energía consumen la Manroland y la Goss Metro Liner, ni en por qué la rotativa está ubicada de esa manera y no de otra, ni en cuántos periódicos salen con cada rollo de una tonelada de papel.

No. Ese día, un poco pasada la hora acordada, un grupo de aproximadamente veinte personas de ojos rasgados y cabello muy liso se asomó a las instalaciones del Grupo Editorial El Colombiano: eran jóvenes de la Fundación Luisa Fernanda para niños con Síndrome de Down.

Puede parecer forzado y exagerado lo que voy a decir a continuación, pero no miento: realmente, el malestar que tenía se me quitó y una inmensa alegría reemplazó esa incómoda sensación que pensé que me iba a impedir disfrutar el recorrido.

Con quien primero sentí empatía fue con Melisa, una mujer hermosa, hermosa,hermosa, quien desde que dijimos que separaríamos el grupo en dos –uno con la guía Laura García, el otro conmigo- dijo que quería estar en el mío. Su piel, muy blanca; su cabello, negro y muy liso, de apariencia tan suave como la de una seda. Tenía unos ojos rasgados y coquetos que a veces miraban perdidos a ninguna parte, pero siempre con una sonrisa suspicaz, de esas que esbozamos las mujeres cuando tenemos un propósito en la mente.

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Foto tomada por: Laura Marcela Palacios Muñoz

Melisa me presentó a su novio, Daniel, un joven también de piel muy blanca que contrastaba con su cabello negro, tan liso y suave como el de su novia. Sus anteojos negros y de marco grueso cubrían un poco sus ojos también rasgados, y su sonrisa, como la de Melisa, también tenía vestigios de una sutil coquetería.

Los dos me cogieron la mano y caminamos con el resto del grupo hacia el Linotipo, esa primera máquina, enorme, con la cual hace 103 años se construían los textos que se publicaban en el periódico.

Diez jóvenes de la Fundación Luisa Fernanda iban conmigo. Recuerdo mucho a Laura, con su mirada perdida; a Frank, con su distracción permanente; a Diego, con su atención y concentración constantes; y a una pequeña, de quien no recuerdo su nombre, que todo el recorrido me cogió la mano y me miraba atenta, muy atenta, y respondía acertadamente a algunas de las preguntas que les hacía a todos.

Empecé a contarles la historia y todos me miraban como si estuvieran muy interesados. Repetimos juntos varias veces la palabra Lino-tipo, con varios acentos, entonaciones y separaciones de sílabas, de manera que ellos pudieran recordarlo. Sin embargo, cuando pasamos a la prensa, esa palabra “linotipo” que suele ser tan difícil de aprender para gran parte de los grupos, efectivamente, se les había olvidado. La repetimos de nuevo: “Lino – tipo”, y lo mismo con “pren-sa”. Así, muy despacio, por sílabas y con algo de música.

Yo les hablaba y les hablaba; ellos me miraban y me miraban. A cualquier pregunta que les hacía me respondían “sííí”, con un acento prolongado, o simplemente guardaban silencio.

Ante esta última expresión me di cuenta de que debía cambiar la manera de contarles esta historia. Me acordé de Deisy Barbosa y de María Cristina Muñoz, quienes nos capacitaron para orientar visitas de personas con algún tipo de discapacidad.

Todos los guías estamos capacitados para prestar este servicio, no obstante, ese día pensé que más bien son ellos quienes nos lo ofrecen a nosotros: terapias de alegría, de risa y un fuerte entrenamiento de la paciencia. En mi caso particular, la terapia fue tan efectiva que por una hora y media el malestar de la gripa que me estaba dando desapareció por completo.

Para explicarles lo que sucede en la sala de redacción, hicimos de cuenta que Melissa coordinaba las revistas; Diego, la sección de deportes; Laura, la de Tendencias, y así, entre todos, “construimos el periódico”.

Cuando entramos a la zona de producción, la rotativa Goss Metro Liner estaba funcionando. Ellos miraban atentos mientras yo les contaba historias que se perdían en medio del ruido de esta zona. Luego hablamos sobre las tintas, les conté que antes, hace 103 años, en el periódico solo podían verse letras negras, y que ahora, para poder ver todos los colores del mundo en el papel, combinábamos el amarillo, el azul, el rojo y el negro.

Entonces, ¿para qué creen que sirve la tinta? —Les pregunté.

Todos me miraban fijamente esperando a que yo respondiera, pero ninguno decía nada.

Entonces, ¿para qué creen que sirve la tinta? —Les pregunté de nuevo.

Silencio, silencio, silencio. Silencio en medio del ruido de las máquinas. Era como si las historias que les contaba fueran solo ondas acústicas que rebotaban en sus oídos. Hasta que de pronto, la joven que nunca me soltó la mano dijo, casi entre dientes y sin mirar a nadie: “color”.

¿Cómo dijiste? —Le pregunté entusiasmada.

¡Color! Dijo ella con un poco más de volumen.

¡Color! Eso es, le dije, y ella se emocionó por haber sido la única que había respondido.

Por un momento me llegué a sentir discapacitada para guiar la visita. Sentía que hablaba enredado, que no me hacía entender y que no estaba preparada para dirigirme a un público tan exigente. Sentía que eran ellos quienes me estaban dando una lección, como dije ahora: “terapias de alegría, de risa y un fuerte entrenamiento de la paciencia”.

El Síndrome de Down resulta de una combinación cromosómica distinta de la nuestra, generalmente, cuando hay una copia extra del cromosoma 21. Causa problemas con la formación del cuerpo y el cerebro, y es por esta razón que las personas con Síndrome de Down presentan una discapacidad intelectual que hace lento su aprendizaje.

El pasado sábado 21 de marzo se celebró el 10º aniversario del Día Mundial del Síndrome de Down. El tema de este año: «Mis oportunidades, mis opciones. Disfrutar de plena igualdad de derechos y el papel de las familias».

Creo que la visita de la Fundación Luisa Fernanda al Periódico El Colombiano fue una especie de celebración por este día, puesto que es una linda oportunidad para ellos de vivir experiencias ajenas a lo cotidiano.

El recorrido fue muy corto y la experiencia muy grande. Aún guardo en mi mente la sonrisa de Melisa, el rostro de Daniel, la mirada perdida de Laura, la distracción permanente de Frank, la concentración y atención de Diego y la mano cariñosa de esa chica morena que no quiso soltar la mía.

Cuando los niños de la Fundación Luisa Fernanda partieron, volví a sentir el malestar de la gripa; sin embargo, me acompañaba una sensación de inmensa alegría.

El niño que hizo reír a la redacción de EL COLOMBIANO

Sala de redacción EL COLOMBIANO

 

Estefanía Alzate Arenas
Estudiante de Letras: Filología Hispánica
Octavo semestre 
Universidad de Antioquia 
Guía del Programa de visitantes “Conozcamos EL COLOMBIANO”

Un recorrido no es llegar a El Colombiano a trabajar, un recorrido es aprender, conocer, indagar y llevarse de cada visita una anécdota que se recordará siempre; unas más significativas que otras por los personajes que llegan, pero siempre habrá algo que recordar.

Un grupo de Boy Scouts llegó al periódico el sábado 19 de julio de 2014 en un calor de medio día, portaban sus uniformes azules de franjas amarillas,  y dispuestos a obtener una información que resolviera todas sus inquietudes sobre las publicaciones de El Colombiano mientras recorrieron las instalaciones.

El grupo estaba conformado por niños y adultos y las preguntas eran variadas según la edad, sin embargo, uno de ellos causó la risa de todos los presentes y de los periodistas que alcanzaron a escuchar su comentario. 

En los recorridos se nombran las zonas donde se distribuye el periódico Gente, una de ellas es el barrio Belén de Medellín. Ante esto, un niño que hacía parte del grupo de visitantes dijo con simpatía y seriedad: “¡Pues claro!, Belén, en donde nació el niño Jesús”.  

Fue un comentario inocente que no solo quedó en mi recuerdo, sino en el de sus compañeros de mayor edad, pues aún al finalizar el recorrido, quedaban risas de su singular comentario.

EL COLOMBIANO tiene su homólogo en Canadá

Y es que a El Colombiano no solo llegan personas de la Ciudad sino también extranjeros, en otra ocasión un grupo de estudiantes de Canadá de Maestría en cultura llegaron al periódico, unos incluso sin saber español. Sin embargo, sus compañeros más extrovertidos se arriesgaron a servir de traductores entre ellos y nosotros.

Todo era una novedad y las comparaciones no se hicieron esperar, pues nuestro amable traductor, para explicar de una manera más amable y amena, explicaba todo lo que tenía nuestro periódico relacionando los detalles con algunos de los diarios que ellos frecuentan allá.

Las diferencias no son muchas, tanto El Colombiano como Gente y Q’hubo tienen su homólogos en Canadá.

A EL COLOMBIANO le debo mi interés por el periodismo

 

Laura García Guerra
Estudiante de Comunicación Social
Sexto semestre
Fundación Universitaria Luis Amigó 
Guía del Programa de visitantes Conozcamos EL COLOMBIANO

Laur García Guerra, guía del programa de visitantes Conozcamos EL COLOMBIANO

Laura García Guerra, guía del programa de visitantes Conozcamos EL COLOMBIANO

¿Por qué estudiar Comunicación?, esta es la pregunta más frecuente que las personas realizan, en mi caso la respuesta va acompañada de una visita, una guía y un nuevo conocimiento en la niñez al lado de EL COLOMBIANO.

Y todo gracias al colegio, a Prensa Escuela y a la exitosa visita al periódico. Así comienza toda mi historia y crece el interés por el periodismo y los medios de comunicación.

Como guía del programa de visitantes Conozcamos El Colombiano comienzo a disfrutar de las sensaciones que me transmite esta empresa,  una de ellas es la ansiedad por conocer el grupo que llega de visita.Me hace feliz transmitir conocimiento

Los nervios antes de comenzar se mezclan con la felicidad de enseñar cada parte de El Colombiano, pero al final del recorrido queda la satisfacción de que las personas se van agradecidas con el conocimiento que les brindé.

Es gratificante ver a los adultos mayores que se vuelven niños al sorprenderse con las instalaciones del periódico, con el funcionamiento de las máquinas y todo el proceso de producción detrás de las publicaciones de El Colombiano.

Las visitas con ellos se convertirán en recuerdos e historias que perdurarán en el tiempo.

Como guía busco dejar huellas en las personas, de la misma manera que las dejaron en mí cuando fui visitante hace algunos años. Además quiero que quienes nos visiten, sean niños o adultos, adquieran un mayor sentido de pertenencia por  EO COLOMBIANO como empresa informativa.

Relato de mi primer recorrido

Un amigo en el bolso

 

Por Daniela Navarro
Estudiante de Comunicación Social
Quinto semestre
EAFIT
Guía del Programa de visitantes “Conozcamos EL COLOMBIANO”

 

Amigo en el bolso

Ilustración: Camilo Sandoval

 Por una equivocación, el primer día llegué tarde, pero salí feliz, sobre todo al ver a los niños con su nuevo amigo en el bolso.

Cuando crucé el torniquete de la entrada a las instalaciones del periódico eran las 9:20 de la mañana. El grupo ya estaba sentado esperándome con el otro guía hacía casi una hora. Nos visitaban niños de segundo grado de la I.E. Paula Montal de Itagüí que, por alguna razón se confundieron, y llegaron una hora antes de lo previsto.

Ese día sería mi primera vez, a las 10:00 de la mañana según la programación, pero justo antes de las 9:00 recibí una llamada, urgente, en la que me pedían amablemente llegar antes, es decir, salir ya de mi casa. ¡Ya!

Como era mi primera vez, yo estaba lista desde mucho antes —afortunadamente—  pues confieso que le tengo un miedo terrible a llegar tarde a cualquier parte. Entonces, ese día, además del susto de la primera vez, mi temor a ser incumplida se materializó, dejó de ser una terrible fantasía que jamás quería vivir y, efectivamente, llegué tarde.

No tuve tiempo ni siquiera de tomarme los dos tintos anti-nervios, ni el agua que me recupera la voz que siempre se me va antes de empezar, ni de proclamarme el discurso tranquilizante de “te va a ir bien, tranquila”, ni de repasar el guion al menos dos vececitas antes de decirlo, ni de separar las secciones del periódico que me gustan para mostrarlas… de nada, no tuve tiempo de nada.

Empecé. Varias veces al principio —lo confieso— se me nubló la mente porque no sabía qué más decir. Acababa de empezar y sentía que mi intento de discurso didáctico se agotaba, que no tenía más información, y que de las casi cinco páginas que cuentan la historia de El Colombiano, solo me faltaba contar un centenar de datos históricos que para los niños serían irrelevantes.

Pero en uno de esos momentos de bloqueo mental combinado con una especie de ceguera blanca, me llegó una epifanía, y creo que esa fue la responsable de que este, mi primer recorrido, haya sido particularmente especial.

Al frente mío tenía 15 niños de no más de 10 años, con una enorme expectativa por escuchar todo lo que yo tenía para decirles y de conocer cómo funcionaba El Colombiano. Lo sentí porque todos me miraban fijamente con ojitos saltarines que no hablaban, pero que comunicaban su ansiedad de conocer sin necesidad de pronunciar una palabra.

Entonces, en uno de esos momentos en los que no supe qué más decir, se me ocurrió preguntarles: ¿ustedes alguna vez han metido a un amigo en el bolso?

Todos se rieron mucho, y fue en ese instante cuando la pared de hielo que existe inicialmente entre el guía y el grupo se rompió. Fue mágico: repentinamente, mi susto se espantó y la dinámica cambió completamente.

En serio, ¿alguna vez han metido a un amigo en el bolso? —repetí mi epifanía, que para ellos no era más que una pregunta chistosa. Les mostré la portada de la cartilla Las noticias… ¡todo un cuento!, que tantas veces leímos y preparamos en las capacitaciones para aprender a trabajar con grupos de niños, y en ella, efectivamente,  aparece la ilustración de una chica que guarda a un amigo en el bolso al que solo se le ven las piernas.

A ellos les causó gracia al principio, pero luego, cuando les conté que el periódico El Colombiano era un amigo que sabe muchas cosas y que además, “se puede guardar en el bolso”, a ellos les quedó sonando la idea, y pude comprobarlo al final del recorrido.

Muchas veces me pregunté cuál de los públicos podría ser el menos complicado, y siempre tuve la idea de que era el de los niños, por ser más ingenuos y tener menos experiencia sabrían menos y, por eso, me harían preguntas más sencillas.

Sin embargo, ese día caí en la cuenta de cómo había menospreciado la inteligencia, la sagacidad y la sabiduría que trae consigo la ingenuidad: ellos, con sus preguntas, inquietudes y aportes, crearon una atmósfera muy particular durante el recorrido e hicieron que este no fuera solo el primero, sino, hasta ahora, el más especial y, quizá, el que más recordaré.

La que más me sorprendió fue una de las niñas. Le gusta mucho leer el periódico y nos contaba a todos sobre algunas noticias que le habían llamado la atención en otras ocasiones.

Cuando llegamos al lugar donde trabajan los periodistas de La República, nos contó a todos que en un diario económico, evidentemente, podríamos encontrar información relacionada con el predial. Lo dijo con tanta naturalidad que me sorprendí muchísimo, en especial, porque la palabra “predial”, si mal no recuerdo, empezó a formar parte de mi vocabulario más o menos a los 18 años.

Las rotativas estaban funcionando. Eso para ellos —y en general para todos los visitantes— es un espectáculo. Aún recuerdo la mirada de todos suspendida, enfocada en la banda transportadora que, “como en una montaña rusa”, (tomo prestadas las palabras de uno de los niños), lleva todos los periódicos de una manera tan organizada.

Noticias todo un cuento

Camilo Sandoval

“Yo quiero trabajar aquí”, es la expresión de muchos cuando hacen el recorrido. Pero lo que más me gusta escuchar de parte de los niños es ¿cuándo podemos volver? O, ¿cuándo la volvemos a ver?

Es muy gratificante sentir que las personas se sienten acogidas, satisfechas y, sobre todo, que ese discurso tan bien redactado en un guion y que podría reposar en un anaquel o estar archivado en el computador, toma vida, y que de allí, todos los visitantes, algo se llevan.

Terminamos la visita y les entregué un periódico de cortesía junto a la cartilla Las noticias… ¡todo un cuento! Lo que más me conmovió —y le doy los créditos a eso que he bautizado como una epifanía— fue verlos a todos sentados, en el piso, guardando el periódico en el morral y diciéndome: “Daniela, mira, guardé mi amigo en el bolso”.

Todos querían hacerlo. Todos lo enrollaron como mostraba la cartilla y los que no eran capaces de hacerlo, me decían: Daniela, ¿por favor me ayudas a guardar a mi amigo en el bolso?

La imagen de esos niños con su “amigo en el bolso” me ocupó la mente gran parte del día, y mi ceguera ya no era blanca por el susto, sino colorida por la emoción y la alegría de darme cuenta de lo atentos que son los niños, de cómo nos escuchan a quienes ellos perciben como adultos, de cómo nos respetan, de cómo nos agradecen.

Y sobre todo, el mayor aprendizaje de ese día fue, o es, que debemos escucharlos a ellos, prestarles atención y, desde niños, tratarlos como sujetos inteligentes, propositivos y capaces.

Hasta el día de hoy esa imagen me persigue, y tal como termina la historia de la cartilla, terminó la historia de mi primer recorrido: un grupo de niños con un nuevo amigo en el bolso.

 

En adelante: quiero escuchar como los sordos

10.11.19

Por: Juan David Villa
Estudiante Comunicación Social-Periodismo UPB
Guía Programa de Visitantes Conozcamos EL COLOMBIANO

Así el sol salga y se esconda por los mismos dos aburridos lados, no todos los días son iguales: hay días, y no crean que voy a ponerle a este breve texto el tono de un poema de Barba Jacob, a los que Dios, la vida y el universo, de antemano ponen señitas.

Son los días en los que se cruza uno con seres extraordinarios o se le precipitan hechos rotundos que pasan una tijera por la línea curva de la vida, la cortan y ya nada vuelve a ser como antes.

Pues he tenido, la semana pasada, un día como esos. Era viernes por la tarde. Llovía y escampaba. A la sede de El Colombiano llegó el grupo para el recorrido guiado de rutina: ese es mi trabajo… acompañar grupos, desde niños curiosos hasta adultos mayores sorprendidos, por las instalaciones del periódico para mostrarles en hora y media cuánta gente, empeño e inteligencia son necesarios para que la edición diaria llegue mágica y puntual por debajo de la puerta o aparezca siempre colgada en la tienda del barrio bien temprano en la mañana, o se pueda consultar en Internet con avances constantes.

El grupo que llegó ese viernes de sol y agua era de estudiantes de fotografía. Todos sordos. Cuando me vio el gesto de sorpresa, que no era miedo, Andrea Mosquera, la intérprete, me dijo que tranquilo. Yo le pedí algunas recomendaciones generales, sobra decir que jamás me había comunicado con alguien que no pudiera escucharme y menos teniendo que acudir a un intérprete, y le solté algunas preguntas tontas.

Una de ellas: ¿hablo despacio? Digo tonta porque yo suponía que cada movimiento de su mano equivalía a una letra y que mientras yo pronunciaba una palabra en, digamos, dos segundos, ella necesitaría de por lo menos diez para construirla con sus dedos.

Yo siempre me había preguntado cómo esos intérpretes que aparecen en televisión en un pequeño recuadro podían traducir tan rápido al leguaje de señas lo que alguien decía a velocidad normal en el cuadro grande de la pantalla. En todo caso, al final me explicó Andrea que sus movimientos, de las manos y a veces del cuerpo, les iba formando ideas completas y no letras.

El nombre de una persona, y vaya si esto me sorprendió, no se forma con ese alfabeto de sordos que algunos venden en los buses, sino que a cada uno le corresponde un movimiento de acuerdo con una característica notable: a Juan Manuel Santos, presidente de la República, lo identifican, si no me falla la memoria, con el movimiento de un dedo, no recuerdo cuál, que recorre una ojera.

A Andrea, por los pequeños lunares sobre su pecho, ellos la nombran haciendo un movimiento de la mano sobre éste: como echándose sal.

Aunque Andrea me explicó sonriente, muchas veces, que podía hablar como siempre, a mi tono y velocidad natural, no pude evitar procurar una dicción exacta y fingida, mejor dicho, algo robótica.

Por la fuerza implacable del hábito, en plena Sala de Redacción, donde siempre es necesario decirle a los oyentes que se acerquen porque se debe hablar en voz baja, por esa fuerza gravitacional del hábito les dije que se acercaran lo más posible para que pudieran escucharme mejor…

¡Qué vergüenza! Sandra, sonriente y siempre a mi derecha, me dijo que si se acercan es posible que se confundan, que no alcancen a percibir con acierto sus señas, que podía yo hablar bajo porque, obvio, los únicos que me escuchaban era ella, que estaba a cinco centímetros de distancia, y un muchacho que estaba tomando fotografías, y quien dominaba también el lenguaje de señas).

Y, a propósito, era ese su interés: la fotografía. Los muchachos estudian fotografía, y algunos, como una chica de baja estatura y pelo rojo, son ya profesionales. Ella, trabajadora social.

Como su interés era la fotografía, muy amablemente Henry Agudelo, fotógrafo del periódico y ganador del Premio World Press Photo, les resumió el trabajo de los fotógrafos de El Colombiano y, ante el asombro de los muchachos y su absoluta atención, les mostró imágenes en la pantalla del computador.

Veinte minutos después, salieron de la Redacción agradecidos con Henry. Para ellos, gratitud es un movimiento de la mano derecha que, a nivel del pecho, se separa de la izquierda y se lleva al mentón –espero que no me traicione la memoria-.

Obedeciendo a otra de las recomendaciones de Andrea, intenté siempre mirar al grupo. Sin embargo, no pude dejar de sentir extraño el que ellos, en vez de mirarme a mí, miraran las manos de Sandra cuyos dedos movía raudos, a tono con un gesto exagerado de la cara, gesto sin el cual la comunicación sería, cuando menos, poco clara, cuando más, nula.

Pero también, debo confesarlo, jamás, jamás, había sentido que alguien prestara tanta atención a mis palabras que, claro, se iban a las manos de Sandra primero y entraban después por los ojos de ellos, siempre abiertos, siempre espabilados.

Su atención me lavó el alma. Tanta gente habla y tan poca escucha. No sé si el mundo siempre haya funcionado así, supongo que sí, pero hoy las dispersiones y los escasos momentos de calma han robado el derecho al silencio y la fuerza de la paciencia que escuchar requiere.

Pero bueno, prefiero no quejarme del mundo porque el mundo es y ya, es por encima de uno y de todos. Mas yo, con mi alma bien lavada, en adelante, por si acaso, abriré bien los ojos y limpiaré los oídos para escuchar tanto como escuchan los sordos. Así no me perderé de nada y me daré el lujo de sorprenderme.

Ellos, expresivos y alegres, se fueron cuando aún llovía. Me dijeron gracias: manos en posición de plegaria, luego la derecha hacia el mentón… Sandra me enseñó a decir “con gusto” en señas: mano derecha en el pecho y sutil movimiento de la cabeza. Yo, no obstante, llevé mi mano derecha, con torpeza como siempre, a mi mentón y después les estreché la mano.

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