Por: María Antonia Rodríguez Gómez
Colegio San Ignacio de Loyola
“Hay un sentimiento ligado a un deseo —deseo viene de desire, que etimológicamente se deriva de Desiderio, el cual significa estrellas”—, señala Gabriel Jaime Gómez Carder.
Al mirar arriba siento como si ese vasto universo que evoca una profundidad infinita de misterio y magia desconocida se fuera a caer sobre todos nosotros, puedo sentir millones de años en cada rincón de mi cuerpo, destellos de luz en los poros de mi piel, rastros de vida de cada estrella en el aire que respiro y la rotación de la tierra en cada paso que doy. Fuimos consecuencia de una serie de coincidencias en un cosmos interminable, desde la luz tenue del sol que irradió en la superficie del océano hasta la delicada Selene que fue y sigue siendo protagonista de muchas historias y relatos románticos en el pasado.
Para 1977 mamá era una pequeña niña tierna que parecía sacada de una caricatura, con pinceladas miel y tonos verdosos en los ojos, y los labios rojizos que aparentaban estar pintados con el jugo de una cereza. Durante aquellos años, era común ver el cabello cortado a la altura de los hombros, pero ella lo llevaba aún más corto, tanto que su silueta podría confundirse con la de un niño, era de un tono cabuya con rastros de dorado que solo se revelaban con los rayos del sol, sus rasgos parecían de porcelana y su piel tenía diminutas incontables pecas de varios tonos, unas eran muy claras que casi se confundían con su tez y las otras eran más oscuras que parecían lunares en los lunares; algo que siempre me extrañó de ella eran sus manchas blancas en sus manos, parecían olas teñidas de luz solar que se movían undívagas en su piel, me tomó tiempo percatarme que era vitíligo.
Vivió en un pueblo a las afueras de Medellín llamado Copacabana, un rincón tranquilo lo bastante cercano como para que nadie sintiera la necesidad de dejarlo. Las calles, bordeadas de pequeñas casas y rodeadas de vecindarios acogedores, eran un espacio para el juego y la amistad, un lugar donde los niños corrían sin miedo al tráfico ni a la inseguridad. Los pocos autos que pasaban lo hacían con lentitud, el pan de cada día era jugar con los amigos en plena calle, saltando y corriendo kilómetros en unas mismas cuadras libremente, eso era el verdadero lujo.
Desde que mamá tuvo uso de razón, todas las tardes después de clase esperaba que cayera la noche para ver si una gigantesca esfera plateada con puntos se asomara en el horizonte para jugar al escondite, si tenía suerte salía llena e, imponente para escapar de ella, mamá pensaba que la luna la perseguía a donde fuese, correteaba de un lado a otro para escapar de ese incesante astro y cuando sus piernas ya no podían más, solo se dejaba caer en el pavimento para capturar esa fascinante belleza con la que imaginaba todo tipo de historias que implicaban el firmamento. En aquellos tiempos se podía admirar las primorosas noches astríferas sin una pizca de rastro humano que se interpusiera en la vista, un cielo nocturno cuantioso de puntos brillantes que parecían tener un universo dentro.
Sin embargo, las noches no volvieron a ser iguales. La emoción y el sentimiento de asombro se tornaron en un deseo, un deseo por el conocimiento, la aventura y la libertad. A partir de entonces mamá se mudó a la ciudad porque mi abuelo quería que saliera exitosa estudiando Contaduría, algo de lo que siempre se arrepintió y lamentó al abandonar su amor por el universo.
Mientras tanto, Medellín vio nacer un templo de ciencia milenaria: el Planetario. Este lugar, fundado en 1984, se convertiría en un refugio de conocimiento y esperanza en medio de las complejidades de la ciudad como las aspiraciones de la juventud que imitaban las malicias producidas del narcotráfico y que acechaban sutilmente el futuro de las nuevas generaciones de aquella época instruyendo a cualquiera al dinero sucio y a la corrupción. Por fortuna el Planetario actuaba como un refugio acogedor donde se formaban vínculos de confianza y amor, irradiando una inusitada humanidad que instruyó a muchos jóvenes como a mi mamá en ese entonces.
Ella no sabía lo que le esperaba, después de tanto tiempo cegada de lo que realmente anhelaba, llegó al Planetario. Un día común y corriente de 1986, después del colegio, salió con un amigo para ver un espectáculo en la cúpula. Entrar por primera vez en aquella sala enorme, la llevó a sentir un inmenso deseo como si algo le faltara en su vida; su piel produjo un cosquilleo intenso al instante, la melodía de fondo resaltaba la majestuosidad de la sala que sin darse cuenta soltó unas lágrimas de conmoción y exaltación, una ola de alegría llenaron sus expresiones y se dejó llevar por el ambiente y miró cómo una pantalla proyectaba una navegación por el universo, tan esplendoroso que se sintió en la Nasa, contemplando las estrellas, los cometas, las constelaciones… De repente todo parecía real. Al finalizar pensó que sólo quedaba una cosa: volver.
Ilustración: Manuela Correa Uribe
Después del colegio se apresuraba casi todos los días para conocer más sobre ese lugar tan majestuoso, aunque fuera por un momento resguardarse en su atmósfera única. No importaba si no sabía nada, aquel lugar y sus empleados, ingenieros y director la hacían sentir parte de un todo. Somos el universo y el universo hace parte de nosotros, nacemos, morimos y renacemos como polvo estelar, flotando, conectados a una red cósmica infinita.
Y, como era de esperarse, volvió. Esas veces no fueron menos valiosas, pues había descubierto algo nuevo, algo más importante que nutre el espíritu y la forma de ver el mundo. Entrar por esa puerta se volvió rutinario, no solo asistía a las funciones, sino que optó por adentrarse más en aquel universo sin explorar.
En el segundo piso estaba ubicada una biblioteca amplia aunque realmente no habían muchos libros; allí se podía sentir un bochornoso calor y aún más fuerte en los días calurosos. Para ella el recuerdo más vivaz de ese lugar sin duda es el de “la señora de los libros”, que hacía que sus visitas fueran especiales: su hospitalidad resaltaba más que cada libro en las pálidas estanterías blancas. Sin embargo, las zonas donde más llegaba a deambular mi mamá eran las oficinas de los ingenieros y el director, Gabriel Jaime Gomes Carder, quien estuvo en ese cargo por diecisiete años, y quien se sentaba a charlar por horas sobre astronomía junto con muchas otras personas. Había algo en el director que despertó en ella la pasión por la astronomía, tenía un don especial para divulgar con un estilo filosófico y poético auténtico. Él creía que el planetario no era un instituto ni un espectáculo, era una experiencia de gozo en la contemplación de la naturaleza, un camino a las estrellas, un camino al asombro y, como decía Martin Heidegger, “ponerse en camino de una estrella y nada más”.
Era una familia, un hogar de conocimiento, que se fue pavimentando con la delicadeza y acogida de todos los empleados; allí ella encontró lo que realmente amaba y con quien compartir ese amor. Por eso, pasado un tiempo, al saber de una sociedad de aficionados que se reunía los sábados bajo el nombre de “Sociedad Julio Garavito”, decidió unirse. Fue allí donde conoció a grandes seres humanos, espíritus visionarios que revolucionaron la cultura y la educación en Medellín: William Lalinde Velázquez, Octavio Restrepo y otros dedicados científicos aficionados a las ciencias milenarias. Algunas noches, en lugar de salir de fiesta, la sed insaciable por el conocimiento los llevaba a reunirse para tertulias de astronomía: preparaban meriendas juntos, compartían y se inundaban de preguntas y respuestas sobre lo desconocido. Salían también al campo, persiguiendo cometas y otros eventos celestes que les regalaba el cielo, atrapando en cada encuentro un pedazo de eternidad.
De algún modo, mi mamá me contagió ese sentimiento de intriga y emoción por el cosmos. Ahora, a través de su telescopio, observamos juntas las noches nubladas, esperando que, en algún momento, un astro formidable cruce nuestra vista curiosa entre la niebla de la huella humana. Muy en el fondo, no cabe duda de que esa conexión incesante con el universo traspasa las barreras del tiempo y el espacio. El amor es lo que perdura para siempre, lo que al final mamá guardó en lo más profundo de su corazón, nacido de todas esas experiencias. Como bien decía Antoine de Saint-Exupéry, ‘lo esencial es invisible a los ojos’ Al final, estamos hechos de lo mismo: somos el universo, y el universo habita en nosotros.